Utopía, la
obra más conocida de Tomás Moro (1478-1535),
nacido en Inglaterra, está dedicado a su
amigo, el humanista belga Pedro Giles, o
Egidio. En la ficción creada por Moro, su
amigo le presenta a un hombre “de tez
bronceada, barba crecida y capa terciada
negligentemente al hombro, con apariencia de
marino llamado Rafael Hitlodeo”.
“Nadie como él podrá dar detalles tan completos e
interesantes sobre hombres y comarcas
desconocidos,” explica
Egidio en la
presentación de esa especie de
Ulises
que había acompañado a
Américo Vespucio
en tres de sus cuatro viajes al “Nuevo
Mundo”.
Hitlodeo
no regresó a
Europa
con
Vespucio
quien, “al límite extremo de su navegación”,
dejó en un fortín a 24 de sus compañeros y
aceptó su pedido de quedarse en aquellas
tierras.
Serían motivo de una interminable narración las cosas que
viera
Rafael en todos los países que
visitó, escribe
Moro, que se limita
en lo esencial a referir lo que el viajero
contó acerca de las costumbres e
instituciones de Utopía.
“La muerte es un castigo injusto e inútil -explica
Rafael-,
demasiado cruel para castigar el hurto, e
insuficiente para impedirlo. El robo simple
no es un delito tan grave como para ser
reprimido con la muerte. Por otra parte, los
suplicios más horribles no constituirán un
impedimento para quienes no tienen otro
medio que el robo para no morirse de hambre.
En esto nuestra justicia procede -y buena
parte del mundo hace lo mismo- como los
malos maestros, que prefieren azotar a sus
discípulos en vez de instruirlos. Vosotros
castigáis el hurto con torturas horribles.
¿Acaso no es preferible asegurar la
existencia de todos los miembros de la
sociedad de modo que nadie se viese obligado
a robar primero y ser ejecutado después?”.
Sostendrá, luego
Rafael que “una de las principales
causas de la miseria pública, reside en el
excesivo número de nobles, zánganos ociosos
que viven del trabajo y del sudor de los
demás”.
Explica, además, cómo
Francia adolece de un mal más
grave, puesto que “el país entero se haya
cubierto y como sitiado por mercenarios a
las órdenes del Estado; y ello ocurre en
tiempos de paz, si de paz puede calificarse
lo que ofrece tal régimen”.
“Tan deplorable sistema se justifica por la misma razón que
lleva (a los ingleses) a mantener a miles de
holgazanes. Porque aquellos insensatos y
medrosos políticos piensan que la seguridad
del Estado sólo puede ser garantizada
mediante la presencia de un ejército fuerte
y numeroso.
Francia aprende en sus
desgracias cuán peligroso es mantener
semejante especie de fieras”, registrará
Tomás Moro en la voz de
Rafael.
Sobre la guerra y acerca del castigo a los delitos,
Rafael
explica que, de todo lo que ha viso en sus
viajes, no encontró en pueblo alguno lo que
pueda compararse a lo observado en los
polileritas (habitantes de Utopía): “Allí
reinan la paz y la abundancia. No tienen
ejército ni existen privilegios de ninguna
especie” (…) “Cuando entre ellos un hombre
es convicto de robo, se obliga
inmediatamente a restituir lo robado (...)
“Deteriorado o perdido el objeto robado, se
calcula su precio y se saca de los bienes
del ladrón; el excedente que pudiera haber
se deja a la esposa y a los hijos de ése,
que es condenado a trabajos públicos.
Mientras el delito no está acompañado de
circunstancias agravantes, el condenado no
es encarcelado ni cargado de cadenas; y,
libre y sin impedimentos, trabaja en obras
de utilidad pública”.
A principios del siglo XVI,
Moro ya defiende, pues,
las penas alternativas. El consejo será:
“Siempre es preferible prevenir el mal que
inventar suplicios y leyes para reprimir
delitos y castigar a seres infelices.
También está fuera de duda, amigo
Moro -explica
Rafael-, que donde quiera que exista la
propiedad privada, donde todas las cosas se
miden por dinero, no se podrá lograr que en
el Estado reinen la justicia y la propiedad
social, a menos de considerar equitativa una
sociedad en la que lo mejor pertenece a los
peores, y próspero y feliz un país en el
cual la fortuna pública está repartida entre
un puñado de individuos insaciables,
entregados a lujos y placeres, mientras la
mayoría vive en la miseria”.
En el libro segundo, se describe a Utopía geográficamente su
forma de gobierno, sus instituciones y sus
leyes. Magistrados electos, procuran que
todos cumplan de la mejor forma posible sus
obligaciones, “sin que lleguen a trabajar
como bestias de carga hasta bien entrada la
noche. Esta vida, agotadora para el espíritu
y para el cuerpo, sería peor que la
esclavitud. Sin embargo, es la que llevan
los obreros en todas partes, ¡excepto en
Utopía! La jornada laboral es de seis horas
(ignoran los dados y demás juegos de azar
tan perniciosos como estúpidos)".
Cada ciudad de Utopía se divide en cuatro y en el centro de
cada barrio se haya situado el mercado
público. Allí se concentran los productos
del trabajo de toda la familia, almacenados
en grandes depósitos.
El padre o cualquier otro miembro de la familia va al
mercado, donde se surte de todo lo necesario
sin que se le exija nada en cambio.
Como hay abundancia de todos los productos, no existe temor
de que alguien pida más de lo que le
corresponde.
Por otra parte, la vanidad que mueve a los hombres a
sobrepasar a los demás en riquezas
superfluas, es un vicio que las
instituciones de Utopía hacen imposible.