Colombia
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Por qué decirles
NO
al ALCA y al TLC |
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Aunque parezca
mentira, los mismos que defendieron y aplicaron las
políticas que llevaron a Colombia a una crisis sin
precedentes todavía siguen al mando y, como si fuera poco,
insisten en que deben profundizarse esas orientaciones, por
lo que hay que suscribir –afirman– el Área de Libre Comercio
de las Américas (Alca) y el Tratado de Libre Comercio (TLC)
con Estados Unidos
“Durante siglos
Inglaterra se apoyó en la protección, la apoyó hasta límites
extremos y logró resultados satisfactorios. Luego de dos
siglos, consideró mejor adoptar el libre cambio, pues piensa
que la protección ya no tiene futuro. Muy bien, señores, el
conocimiento que yo tengo de nuestro país me lleva a pensar
que, en doscientos años, cuando Estados Unidos haya sacado
de la protección todo lo que ella puede darle, también
adoptará el libre cambio”.
Ulysses Grant,
Presidente de Estados Unidos,
(1868-1876)
De ahí que cualquier análisis
sobre lo que les sucederá a los colombianos con el siguiente
paso de la globalización neoliberal deba empezar por un
balance de lo ocurrido desde 1990, cuando los presidentes
Barco y Gaviria, sin consultarle a la nación, decidieron
aplicar el llamado “Consenso de Washington” que definieran
los estrategas estadounidenses.
Lo que enseña la
experiencia
En el decenio de 1990, después
de décadas de muy escasos y recortados progresos económicos
y sociales, pero de avances al fin y al cabo, Colombia, al
igual que los demás países latinoamericanos que aplicaron el
recetario neoliberal, entró en una crisis económica tan
profunda que todos los analistas coinciden en calificarla
como la peor de su historia. Es tan grave, que el grado de
sufrimiento al que ha llevado a los sectores populares, a
una porción considerable de las capas medias y a no pocos
empresarios supera cualquier capacidad de descripción,
dolorosa realidad que en este texto por lo breve no cabe
detallar, y porque nadie, ni los que la causaron, la niega
en el país. El contraste consiste en que no todos se han
empobrecido, porque la concentración de la riqueza ha
aumentado en los bolsillos de la insignificante minoría que
salió gananciosa del desastre, en una de las naciones con
mayores desigualdades sociales del mundo.
¿Cuáles fueron las causas
fundamentales de esta hecatombe económica y social, de cuyo
acierto en precisarlas depende que pueda superarse, tomando
los correctivos que sean del caso? En tres pueden dividirse
las principales políticas dictadas por el gobierno de
Estados Unidos y su cancerbero, el Fondo Monetario
Internacional (FMI), los centros de poder de donde provienen
las ideas con las que posan de sabios los neoliberales
criollos: una menor protección de la industria y el agro
frente a la competencia extranjera, la privatización total o
parcial de los principales activos del Estado y de los
servicios que hasta ese momento habían sido deberes suyos
frente a los colombianos, y el aumento de las gabelas al
capital financiero nacional y foráneo.
Como algunos lo advertimos desde
1990, la apertura condujo a que las importaciones superaran
de lejos a las exportaciones y a que, por tanto, la balanza
comercial del país, que había sido equilibrada por décadas,
se convirtiera en negativa en un promedio de 3.098 millones
de dólares anuales entre 1993 y 1998, con unas pérdidas
totales de 18.587 millones de dólares, suma muy parecida al
incremento de la deuda externa nacional en ese lapso. Y las
principales exportaciones de Colombia siguieron siendo, de
lejos y como siempre, de café, banano, flores, petróleo,
oro, níquel y carbón, productos que se exportan con muy poca
o ninguna transformación y cuyos despachos no tienen nada
que ver con la implantación del modelo neoliberal.
En consecuencia con el alud de
importaciones, las agropecuarias pasaron de 700 mil a siete
millones de toneladas y el sector perdió 880 mil hectáreas
de cultivos transitorios y 150 mil empleos, a lo que se le
agregó la crisis del café, que redujo su área en 200 mil
hectáreas y su producción en seis millones de sacos, también
originada en la imposición del neoliberalismo en el mundo,
que en este caso les entregó a las trasnacionales de su
comercio la potestad de bajar los precios de compra a su
arbitrio. Por su parte, los indicadores de la industria
manufacturera cayeron en proporciones incluso mayores,
realidad que muchos ignoran porque la han ocultado quienes
tienen como primer deber informarla, pero que resulta
incontrovertible: entre 1993 y 1999, la suma de los
porcentajes de los Productos Internos Brutos anuales del
sector agropecuario llegó a la muy mediocre de 7,35 por
ciento (+1,05 promedio anual), pero la de la industria
manufacturera mostró una reducción de 5,9 por ciento (–0,84
promedio anual), lo que significa una diferencia notable,
del 13,25 por ciento, la cual se agigantaría en términos
relativos si las cifras se dieran sin incluir el aporte de
las trasnacionales que operan en el país, pues es obvio que
la peor parte la llevaron las factorías no monopolistas de
los productores nacionales. Y también se desconoce que si el
desastre industrial y agropecuario no alcanzó proporciones
mayores ello se debió a que la desprotección no llegó al
ciento por ciento, como bien lo muestra que el arancel
promedio de las importaciones de origen agrícola y pecuario
ronda por el sesenta por ciento y que la industria disfruta
de protecciones reales aún mayores.
Además, y en consecuencia, al
reducirse la producción urbana y rural, a la par con las
rentabilidades de quienes no se quebraron, sufrieron el
comercio, el transporte y el resto de la economía, donde
también cayeron el número de empresas, las utilidades, el
empleo y los salarios.
Al mismo tiempo, y con el
propósito de darle largas a un modelo económico que ya para
1993 mostró que conduciría a un retroceso económico y social
notable, los neoliberales se dedicaron a conseguir con los
extranjeros los dólares que exigía el pago de las
importaciones, y que no se podían generar con las
exportaciones nacionales. Para tal efecto, convirtieron el
país en el paraíso de los inversionistas, banqueros y
vulgares especuladores foráneos, a quienes atrajeron
mediante lo único que los estimula: unas tasas de ganancia
mayores que las que pueden conseguir en sus lugares de
origen. Entonces, les hicieron grandes entregas a menos
precio de los recursos naturales, los servicios públicos
domiciliarios y el sector financiero, entre otras áreas, en
tanto la deuda externa pública y privada, que había tardado
un siglo en llegar a 17.278 millones de dólares, más que se
duplicó en sólo seis años, entre 1992 y 1998, cuando alcanzó
36.682 millones de dólares. El tapen-tapen del hundimiento
del sector real de la economía se completó inflando la
capacidad de gasto de los particulares y del Estado mediante
todo tipo de facilidades a un endeudamiento irresponsable,
que también le dio pábulo a una gran especulación
inmobiliaria. Una vez los prestamistas extranjeros empezaron
a resistirse a seguir prestando porque era obvio que no
podían sostenerse unas balanzas comercial y de pagos cada
vez más deficitarias, elevaron todavía más las tasas
internas de interés, hasta niveles de escandalosa usura, lo
que le dio el puntillazo a la producción, disparó el
desempleo y desquició la capacidad de pago de los
endeudados, arrastrando a la crisis a los propios banqueros
y precipitando el colapso económico de 1999, el peor desde
que se llevan estadísticas en Colombia. Y como ni ante lo
ocurrido modificaron la estrategia, el déficit de la balanza
comercial creció en otros 1.723 millones de dólares entre
1999 y 2002, para una pérdida total de 20.310 millones de
dólares desde que empezó la apertura, la deuda externa llegó
al tope de 39.038 millones de dólares en 2001 y la economía
sigue con un comportamiento tan mediocre que podría terminar
en otra crisis mayúscula.
Como estaba calculado por los
neoliberales, en la misma medida en que naufragaba la
economía no monopolista creció la concentración de la
propiedad y en especial la de los extranjeros, bien fuera
porque aparecieron trasnacionales en sectores donde no las
había, como en el caso del comercio, o porque los monopolios
públicos se convirtieron en privados, como sucedió en los
servicios públicos domiciliarios, o porque el Estado les
vendió su participación a sus socios, como lo muestran el
carbón y el níquel, o porque hasta los “cacaos”, como llaman
en Colombia a los monopolistas criollos, tuvieron que feriar
varias de sus empresas y retroceder en algunos sectores,
como lo ilustran las finanzas, las comunicaciones y la
aviación.
El cuadro del desastre se
completa al saberse que la tasa de ahorro nacional, el
principal indicador para medir si un país tiene futuro o no,
porque de ella depende la inversión productiva, cayó a la
mitad con respecto a la de 1990, así como que el Estado debe
tanto que desde hace años sus nuevos préstamos se adquieren
para pagar las deudas contraídas, créditos que se contratan
condicionados a profundizar el modelo neoliberal, lo que
constituye su peor defecto, y que podría llegar el momento
en que no puedan atenderse así le incrementen hasta el
delirio los impuestos a los sectores populares y a las capas
medias y disminuyan hasta la insignificancia el gasto
público.
Con la astucia que los
caracteriza, los neoliberales dicen que no fue la apertura
la que golpeó la industria y el agro sino la revaluación del
peso, ocultando que el peso tenía que valorizarse frente al
dólar si entraban miles de millones de dólares al país y si
se definía entregarle al “mercado” –el nombre que en este
caso les dan a las andanzas de un puñado de especuladores–
la potestad de fijar el precio de las divisas y la tasa de
interés, como bien lo está confirmando lo ocurrido en 2003 y
2004. También alegan que no fueron sus políticas las que
generaron el desastre sino el elevado gasto público y el
déficit fiscal que vino con él, silenciando que estos
problemas responden a la estrategia de mantener funcionando
mediante la deuda una economía que estaba siendo destruida
por las importaciones, así como al salvamento de los
banqueros víctimas de la incapacidad de pago de los
endeudados y a que los recaudos por impuestos, afectados por
la baja de los aranceles y por la crisis económica, no han
aumentado lo suficiente, a pesar de aprobarse una reforma
tributaria cada 18 meses y que la participación de los
tributos en el Producto Interno Bruto (PIB) pasó del 7,85 al
13,36 por ciento del PIB entre 1990 y 2002. Tampoco resiste
análisis su alegato de explicar la crisis por los pagos de
las pensiones, asunto al que con maña desligan de sus
medidas, pues el faltante obedece a la caída de la economía,
que redujo los salarios, el empleo formal y sus aportes, y a
haberles pasado los cotizantes a los fondos privados, que ya
poseen 22 billones de pesos dedicados a la especulación
financiera, en tanto le dejaron al Estado la responsabilidad
de pagarles a los pensionados.
Mención aparte merece la
dolorosa situación de los millones de compatriotas que han
tenido que irse al exterior a trabajar en las peores
condiciones, porque en el país no encontraron en qué
ocuparse. ¿A cuándo ascenderían las tasas de desempleo que
reconoce el Dane sin esa migración enorme? ¿Cuánto ha
perdido Colombia formando personas de las que se aprovechan
Estados Unidos y otros países? Pero lo más indignante de
este caso reside en que son las remesas en dólares de esos
colombianos –que ya llegan a tres mil millones de dólares
anuales– las que están permitiendo pagar unas importaciones
y una deuda externa que de otra manera no podrían pagarse.
Dolorosa paradoja la de estos paisanos: es su doble
sacrificio – irse de su Patria, y girar cada mes– el que les
permite a los neoliberales criollos darse aires de
estadistas por mantener funcionando un modelo económico que
los maltrata como a los que más.
Y tan tiene origen lo ocurrido
en el desbalance entre exportaciones e importaciones, que
las principales medidas tomadas desde 1999 apuntan a
resolverlo. El peso se devaluó como una imposición de las
realidades económicas en un ambiente de dejarle al “mercado”
la fijación de su precio, y para disminuir las importaciones
y aumentar las exportaciones por la vía de encarecer las
primeras y abaratar las segundas, de forma que se
equilibraran o al menos disminuyeran sus enormes
diferencias. Aun cuando lo tratan de ocultar, se sabe que la
decisión de empobrecer a los colombianos, además de mejorar
la capacidad exportadora compitiendo con bajos salarios,
tiene que ver con que se consuma menos para que se importe
menos, y evitar otra crisis de la balanza de pagos. Quedó
entonces la economía colombiana en un círculo vicioso del
que no podrá salir sin romper con las orientaciones del
Fondo Monetario Internacional, en razón de que si mejora su
situación económica general se aumenta lo importado frente a
lo exportado, y si aumenta la inversión extranjera para
compensar las mayores compras al exterior se revalúa el
peso, situaciones las dos que empujan hacia una balanza
comercial deficitaria.
Los hechos, que son tozudos,
confirmaron lo que ya se sabía: que nada que destruya la
producción, el trabajo y el ahorro nacionales para
reemplazarlos por los de los extranjeros conduce al
desarrollo de un país. Colombia, como todo el continente,
nunca ha recibido tanta plata del exterior, por crédito o
inversión, y tampoco nunca ha estado peor, pero sí es seguro
que lo estará si le imponen el Alca o un acuerdo de “libre
comercio” con Estados Unidos, porque estos avanzan por la
misma senda que condujo el país a la debacle.
El cambio ocurrido en las
relaciones de dominación de Estados Unidos sobre Colombia,
que son las que en lo fundamental explican el subdesarrollo
nacional de antes de 1990, cuando también el Fondo Monetario
Internacional definía la política económica, lo resumió
Francisco Mosquera: “Se trataba (en el pasado) de una
expoliación disimulada, astuta, que nos permitía algún grado
de desarrollo, complementario a la sustracción de las
riquezas del país. Digamos que los gringos chupaban el
néctar con ciertas consideraciones. Pero con la apertura la
extorsión se ha tornado descarada, cruda, sin miramiento
alguno”.
Así las cosas, la pregunta que
se hacen tantos de por qué el Fondo Monetario Internacional
insiste en aplicar un modelo que “ha fracasado”, ya tiene
respuesta. En realidad, dicho fracaso existe si se juzga el
neoliberalismo como una orientación encaminada a desarrollar
a Colombia y a América Latina. Pero si se mira como lo que
en verdad es, como una política en beneficio de las
trasnacionales y de Estados Unidos, el éxito ha sido total.
¿O no es un triunfo para los gringos haber duplicado la
deuda externa colombiana en un lapso brevísimo? ¿O haber
aumentado sus exportaciones agrícolas y de todos los
géneros? ¿O haber adquirido a precio de feria lo mejor del
patrimonio económico nacional? Que cada uno habla de la
corrida según le va en ella, también se aplica en este caso.
¿Por qué va a censurar César Gaviria Trujillo unas ideas y
unos hechos que lo sacaron de ser un politiquero de tercera
categoría, perdido en Pereira, para llevarlo a vivir como un
príncipe en Washington?
Por qué no se
puede competir
El país no pudo competir ni en
su industria ni en su agro frente a las importaciones, así
como tampoco logró aumentar lo exportado en proporciones
suficientes para compensar las pérdidas, por las simples
razones de que Estados Unidos y otros países producen más
barato en muchos sectores y porque los productos de
exportación en los que Colombia puede competir con
posibilidades de éxito no tienen mercados de envergadura
suficiente o se hallan saturados, lo que impide colocarlos o
les desvaloriza los precios de venta. Y otras naciones
producen a menores precios, no porque sean más inteligentes
y mejores trabajadoras sino porque, desde hace décadas, en
esas latitudes se han desarrollado políticas macroeconómicas
que les han permitido mayores niveles de acumulación de
capital, mejores tecnologías y más altas productividades a
sus productores, los cuales han contado desde siempre con
tantos subsidios y respaldos con recursos oficiales, además
de múltiples medidas de protección en frontera a las
importaciones que logran competirles y que consideran
perniciosas para sus intereses, que no resulta exagerado
decir que han sido llevados de la mano por sus Estados.
El caso del agro se conoce
bastante. De acuerdo con un reciente estudio dirigido por
Luis Jorge Garay para el Ministerio de Agricultura de
Colombia, mientras el total de las transferencias oficiales
de Estados Unidos a sus productores fue de 71.269 millones
de dólares anuales en promedio entre 2000 y 2002, las de
Colombia apenas llegaron a 1.142 millones de dólares, es
decir, 62 veces menos, desproporción que lleva expresándose
décadas, explicando sus altas productividades y menores
costos, y que no va a reducirse porque entre otras razones
ya el gobierno estadounidense, con la anuencia del
colombiano, anunció que en las negociaciones del Alca y del
TLC no podrán tocarse, e incluso ni mencionarse, las
llamadas “ayudas internas” a su agro, que son las que
explican los 54.977 millones de dólares de los aportes
estatales. En palabras de Carlos Gustavo Cano, ministro de
Agricultura de Colombia, “de los tres pilares de las
negociaciones de libre comercio –el libre acceso a los
mercados, la eliminación de los subsidios a las
exportaciones y la supresión de las ayudas internas a los
agricultores–, sólo con respecto a los dos primeros podrían
alcanzarse acuerdos” (Intervención ante el XXXII Congreso
Agrario Nacional, noviembre 27 de 2003). Tampoco caben
ilusiones sobre lo que pueda lograrse con respecto al resto
de los respaldos gringos. Pues la Casa Blanca ha dicho en
todos los tonos que solo los negociaría, lo que está por
verse, en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC)
y siempre y cuando la Unión Europea acepte reducir los
suyos. Y sin duda seguirán vivas, además, las muchas
astucias sanitarias y de otros tipos con las que Estados
Unidos bloquea la entrada a ese país de los productos del
agro que considera indeseables.
Las diferencias entre las
respectivas capacidades industriales son aún más grandes,
pues este sector exige inversiones de capital bastante
superiores para poder funcionar y competir con éxito,
inversiones que en los países desarrollados también han
contado desde siempre con un sinnúmero de respaldos y
subsidios estatales abiertos. Para ilustrar este punto,
baste decir que en 1990 los estadounidenses invirtieron 510
mil millones de dólares en plantas y equipos, un poco antes
del año en que el presidente Gaviria no pudo encontrar los
escasos mil millones de dólares que ofreció para apalancar
la reconversión industrial con la que supuestamente se
enfrentaría la apertura. Si no fuera tan grave lo que se
pretende contra la industria nacional, porque el avance de
esta es el que, en últimas, define el desarrollo de los
países, hasta produciría risa proponer la confrontación. Y
para la muestra, un botón: quien compare las respectivas
evoluciones de las capacidades tecnológicas de Estados
Unidos y Colombia entre 1900 y 2000, encontrará que mientras
allá pasaron de la fabricación de automóviles a la de
vehículos que se mueven por la superficie de Marte, aquí ni
se fabrican automotores, puesto que estos apenas se
ensamblan a partir de piezas importadas. Que nadie se
confunda por las apariencias: el tan mentado paso de la mula
al jet se ha hecho con aviones adquiridos en el exterior.
Por tanto, la verdad es que los
productores colombianos sólo tienen dos ventajas
comparativas frente a los extranjeros a la hora de competir:
el clima y la mano de obra barata. El clima, en el caso del
agro, pues ni en Estados Unidos ni en las otras potencias
localizadas en las zonas templadas pueden cultivarse
productos tropicales, lo que no nos exime de tener que
enfrentarnos con los duros competidores de otras cincuenta
empobrecidas naciones localizadas en el trópico. Y en todos
los sectores, el ínfimo precio de los costos laborales
nacionales, ventaja que suele ser insuficiente frente a
otros países tan pobres como Colombia, o más, y frente a los
enormes desarrollos tecnológicos y productivos de las
trasnacionales, las cuales además actúan con la posibilidad,
que les brinda la globalización neoliberal, de establecerse
en cualquier parte donde se tengan salarios iguales o
menores que los de aquí.
Más del mismo
veneno
Lo que busca Estados Unidos con
el “libre comercio” lo han explicado sus estrategas con
excepcional franqueza, lo que les permite a lo colombianos
que lo deseen no llamarse a engaños. De acuerdo con Robert
Zoellick, el jefe estadounidense de las negociaciones: “El
Alca abrirá los mercados de América Latina y el Caribe a las
empresas y agricultores de Estados Unidos al eliminar las
barreras al comercio, a las inversiones y los servicios, y
reducirá los aranceles impuestos a las exportaciones de
Estados Unidos, que en esos mercados son mucho más elevados
que los que aplica Estados Unidos”. Y el Secretario de
Estado, Colin Powell, afirmó: “Nuestro objetivo con el Alca
es garantizar a las empresas norteamericanas, el control de
un territorio que va del polo ártico hasta la Antártida,
libre acceso, sin ningún obstáculo o dificultad, para
nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo
el hemisferio”.
Entonces, y como era de
esperarse, la decisión de crear el Alca la tomó en 1994 el
único que podía hacerlo: el presidente de Estados Unidos, en
ese momento George Bush padre, fiel a la frase de Henry
Kissinger: “La globalización no es otra cosa que el papel
dominante de los Estados Unidos”, aseveración que resulta
más cierta en América que en ninguna otra parte. Y Colombia
se comprometió a ingresar a dicho acuerdo sin consultarles a
los colombianos y sin que mediara el menor análisis sobre
sus consecuencias, a pesar de que ello implicaba, y para
mal, cambios tan profundos que apenas pueden compararse con
las dos principales fechas de la historia del continente: la
conquista de los imperios europeos y la independencia de su
yugo, lo que lleva a concluir que representa la mayor
amenaza que haya sufrido la nación colombiana desde 1819.
Hace ya casi una década se estableció que el acuerdo deberá
estar firmado antes de finalizar 2004 y que empezará a
aplicarse en 2006, una vez lo aprueben los respectivos
Congresos, para que en un proceso de permanente
profundización llegue a la plenitud de su vigencia unos diez
años después, cuando en todos los países americanos
–exceptuando a Cuba– los capitales y las mercancías, mas no
las personas, podrán moverse como “iguales y con entera
libertad”.
Pero como en la reunión
realizada en Miami al finalizar 2003, Estados Unidos no pudo
imponerles a Brasil y a las otras naciones aunadas en
Mercosur sus condiciones más descaradamente leoninas, es
posible que se termine suscribiendo un Alca light es decir,
suavizado, que no llene por completo las aspiraciones
estadounidenses en lo que se refiere al sector agropecuario,
la propiedad intelectual, la inversión y las compras
estatales. Ante este hecho, el gobierno de Álvaro Uribe
Vélez –como siempre, el campeón entre los mandatarios
sumisos de América Latina– decidió aceptarles a los
estadounidenses el Alca que logren imponer y, además, un
Tratado de Libre Comercio sin aspectos excluidos o
limitados, lo que significa que Colombia se apresta a firmar
unos acuerdos que incluso superan, por dañinos, las
políticas de la Organización Mundial del Comercio, OMC, y
que lo que no pierda con el uno lo perderá con el otro, pues
constituye una astucia o una ingenuidad provinciana afirmar
que con el TLC al país le irá mejor porque recibirá un trato
de privilegio de la Casa Blanca en comparación con otros
países latinoamericanos.
Se conoce bastante que se está
negociando el ritmo al que se disminuirán los aranceles a
las importaciones industriales y agropecuarias hasta
llevarlos al cero por ciento, pero se sabe poco que las
negociaciones cubren nueve tópicos en total, de forma que
cada asunto de la vida nacional se modificará a profundidad,
hasta el punto que, en los hechos y dado el nivel que se les
reconoce a los acuerdos internacionales, lo que se pacte en
el Alca o en el TLC con Estados Unidos sustituirá la propia
Constitución política de nuestro país.
En el agro colombiano
desaparecerán de una vez por todas, o se reducirán hasta la
insignificancia, las producciones de algodón, fríjol,
cebada, maíz y los otros cereales que golpeó la apertura, e
igual le ocurrirá a la de arroz, que hasta ahora ha sufrido
en menor medida dada la valerosa lucha de sus productores.
También sufrirán, hasta arruinarse, todos o muchos de
quienes producen azúcar, papa, carne de cerdo, de pollo y de
res, leche, huevos y palma africana, por la simple razón de
que la existencia de esos productos se explica por la
notable protección de la que aún gozan y que desaparecerá en
el plazo que se pacte, tales como aranceles a las
importaciones, cuotas de importación y otros mecanismos. Y
en el café, Colombia podría sufrir también por las
importaciones originadas en otros países americanos, por la
definitiva toma de sus exportaciones por las trasnacionales
y por la eliminación de los precios de sustentación.
Entonces, la “mejor negociación” posible que ofrece
conseguir la demagogia neoliberal consiste apenas en darles
un orden a las quiebras: quiénes se quebrarán en 2006,
quiénes en 2009, y así... quedarán como “ganadores” los que
desaparezcan alrededor de 2015. Sería muy extraño, además,
que el criterio para negociar no incluya eliminar primero
los productos de economía campesina y de pequeños y medianos
empresarios, dejando de últimos los sectores de la gran
producción y los monopolios, tratamiento de privilegio que
ya se usó en la apertura de 1990.
No sobra agregar que el
escalonamiento de las quiebras no obedece a ningún acto de
generosidad de Estados Unidos; este apenas expresa, primero,
que hasta esa potencia requiere de cierto tiempo para
adecuar su aparato productivo al incremento de sus
exportaciones y, segundo, que con ello divide las fuerzas de
los sentenciados, lo que complica la constitución de amplios
y fuertes movimientos generales de resistencia civil que den
al traste con sus propósitos.
Como si fuera gran cosa para el
sector agropecuario, los neoliberales criollos ofrecen
compensar las inmensas pérdidas que nos causarán estos
tratados con la especialización del país en productos
tropicales, es decir, café, banano, cacao y, últimamente,
pitahayas, uchuvas, chontaduro y borojó, propuesta que se
aprovecha de la ignorancia y la ingenuidad de las gentes.
Porque en el caso de los productos que tienen mercados
externos de cierta importancia, como el café, estos se
encuentran saturados, y porque, en los otros, el número de
compradores resulta ser insignificante frente a lo que
serían las necesidades de exportación, a lo cual se le suma
que habría que disputarlos, a punta de bajos precios, con
decenas de países, incluidos México y los centroamericanos,
que tienen la ventaja de estar ubicados miles de kilómetros
más cerca del mercado norteamericano. Y esta propuesta
antinacional, aun si fuera viable en sus volúmenes para
reemplazar lo perdido y haciendo caso omiso de la masacre
económica y social que incluso en esas circunstancias la
acompañará, también lesionaría la industria y los demás
sectores y le arrebataría a Colombia su Seguridad
Alimentaria Nacional, sometiéndola al chantaje que le
quieran imponer las trasnacionales y los países a los que
habría que comprarles los alimentos para cubrir la dieta
básica de la nación.
Hasta el agresivo jefe de la
globalización en boga reconoce que la Seguridad Alimentaria,
entendida como que en cada país se produzca la dieta básica
de la respectiva nación, no es un asunto desdeñable como
dicen los neoliberales criollos. En efecto, George Bush hijo
afirmó: “Es importante para nuestra nación cultivar
alimentos, alimentar a nuestra población. ¿Pueden ustedes
imaginar un país que no fuera capaz de cultivar alimentos
suficientes para alimentar a su población? Sería una nación
expuesta a presiones internacionales. Sería una nación
vulnerable. Por eso, cuando hablamos de la agricultura
(norte) americana, en realidad hablamos de una cuestión de
seguridad nacional”. Y si esto lo dice quien tiene armas de
sobra para ir por la comida o por lo que se le antoje a
cualquier parte del planeta, ¿qué debería decir Colombia?
Además, es obvio que el pensamiento oficial de Estados
Unidos no se limita a la actitud defensiva que se expresa en
la cita, pues son conscientes de que los alimentos también
pueden ser instrumento de agresión, incluso militar, como lo
han sido en no pocas ocasiones desde la Antigüedad. Según
Jacqueline Roddick, en su libro El negocio de la deuda
externa, un secretario adjunto del Tesoro estadounidense
explicó que para conseguir ciertos fines de su imperio, “en
muchos países, incluso la importación de alimentos sería
restringida”.
A quienes piensen que, por
monstruoso, este no puede ser el futuro del agro nacional
que se está fraguando, basta con que lean lo que al respecto
consagra el Plan Colombia1
o lo publicado por Rudolf Hommes Rodríguez en El Tiempo del
18 de octubre de 2002, en el que este consultor de quien le
pague y principal asesor económico de Álvaro Uribe Vélez
señaló que hay que “aprovechar los subsidios que otorgan los
países ricos para alimentar mejor a la población local,
incrementando por la vía de las importaciones” la capacidad
de compra de los colombianos; que no tiene sentido producir
trigo porque es mejor adquirir el que venden los gringos
subsidiado y “que lo mismo es cierto en el caso de la
mayoría de los cereales y los granos”; que “lo que no
producimos a un precio razonable lo deberíamos dejar
importar” y que “el mayor beneficio del comercio proviene de
las importaciones y no de las exportaciones, como nos han
acostumbrado a pensar equivocadamente los mercantilistas
criollos”. Y en el mismo artículo tampoco le tembló el pulso
para poner por escrito que lo que se pierda se reemplazaría
con “otras cosechas que no se dan en los países ricos de
clima templado”, tales como espárragos, palmitos, ñame,
hortalizas, frutas, caucho, plátano y yuca, más algunos
productos de zoocriaderos.
La ruina también le llegará a
mucho de lo que queda de la industria, porque esta goza de
protecciones efectivas incluso mayores que las del agro. Por
ejemplo, las principales importaciones de automotores tienen
como menor arancel un significativo 35 por ciento, lo que
anuncia que con tales tratados se dará el cierre de las
ensambladoras y de las factorías de autopartes que las
abastecen con insumos de baja tecnología, pues, como se ha
dicho, el propósito es llevar los aranceles al cero por
ciento. Que esto tampoco constituye una exageración de
quienes nos oponemos al Alca y a un Tratado de Libre
Comercio con Estados Unidos lo confirmó en El Tiempo del 1º
de diciembre de 2003 el propio ministro de Comercio de
Colombia, Jorge Humberto Botero Angulo, el único vocero del
gobierno de Uribe Vélez en las negociaciones, cuando afirmó
lapidario: “Es una insensatez que sigamos fabricando
carros”. Y si esta frescura se expresa con respecto a un
sector en el que hay involucradas fuertes inversiones de
monopolistas, ¿qué pensará de los productores menores, cuyos
intereses carecen de representación en el Estado colombiano?
Que tampoco se hagan ilusiones
algunos industriales colombianos que hoy exportan, porque el
Alca o el TLC implica que perderán las ventajas que les
posibilitan sus ventas en la Comunidad Andina, a donde en el
2002 fueron el 49 por ciento de las exportaciones de
manufacturas nacionales que se despacharon al hemisferio, o
sea, dos y media veces más que las que salieron para Estados
Unidos. También perderán las gabelas que les concede el
Atpdea en el mercado de Estados Unidos, pues los gringos ya
les otorgaron similares facilidades de acceso a los
centroamericanos, a China y a otros países de Oriente, que
son formidables competidores nuestros en razón de sus
poderosas factorías y de unos precios de mano de obra tan
bajos que los hacen imbatibles. Y no pueden soñar mucho los
pocos que logren sobrevivir convirtiéndose en
subcontratistas de las trasnacionales que se establezcan en
Colombia, pues ellas exigen, a la hora de seleccionar a sus
“socios” en las maquilas, que estos se sometan a la gran
tensión que significa aceptar utilidades escasas y contratos
de corto plazo, así como someter a sus trabajadores a
relaciones laborales inicuas. Tan inicuas que con frecuencia
solo logran imponérselas a mujeres cabeza de familia, que
constituyen el sector mas débil de los trabajadores.
Y los llamados servicios –que
son aquellos sectores económicos que deben generarse en todo
o en parte en donde se consumen, por lo que no pueden
importarse de la misma manera que los bienes agrícolas e
industriales– serán cada vez más tomados por el capital
extranjero, como bien lo muestra la experiencia de catorce
años de aplicación del neoliberalismo en Colombia. Para
saber que será así, basta pensar en lo ocurrido con el
sector financiero, el comercio, las telecomunicaciones, la
construcción de infraestructura y la salud, por ejemplo.
Por ello no debe extrañar que,
según el primer estudio del Departamento Nacional de
Planeación de Colombia sobre el impacto de una mayor
apertura –cuya fecha también muestra la irresponsabilidad
con la que se toman la decisiones en el país, pues apenas se
produjo en julio de 2003–, “los sectores sobre los cuales
Estados Unidos presenta ventajas competitivas y que muy
seguramente con la eliminación de la protección arancelaria
afectarían la producción doméstica están los relacionados
con la fabricación de maquinaria y equipo; madera; algunos
alimentos; hilados y fibras textiles; algunos productos
químicos; derivados del petróleo y el carbón; cauchos y
plásticos; como también los dedicados a la fabricación de
productos metálicos”.
Tan ciertas son las asechanzas,
que este mismo estudio reconoce que las importaciones
crecerán más que las exportaciones: con el Alca, lo
importado se incrementará en 10,07 por ciento, en tanto lo
exportado aumentará 6,30 por ciento; y con el Tratado de
Libre Comercio la relación será de 11,92 por ciento contra
6,44 por ciento, también en beneficio de la producción
extranjera.
Pero como en el estudio de
Planeación también señalan que, no obstante el mayor
incremento de las importaciones frente a las exportaciones,
aumentará el “bienestar” de los colombianos en ridículos
0,79 ó 0,23 por ciento, dependiendo del acuerdo que se
firme, esto tienen que explicarlo de alguna manera. Y lo
explican con una afirmación que otra vez los desenmascara
porque muestra que toda la estrategia, por donde se mire,
tiene como principal beneficiario al capital extranjero.
Allí se afirma que “cuando se consideran los efectos de (la)
mayor inversión extranjera producto de la liberalización del
sector servicios, las ganancias tanto del acuerdo bilateral
como del Alca son evidentes”, lo que significa reconocer que
las pérdidas de la industria y el agro nacionales a su vez
serán “evidentes”, para usar sus palabras, y que el capital
extranjero se quedará con los negocios que no arruinen las
importaciones, es decir, salud, educación, comercio,
construcción de infraestructura, telecomunicaciones,
servicios públicos domiciliarios, finanzas. Tan serán los
financistas estadounidenses los que se beneficiarán de la
profundización de la apertura que planean los neoliberales,
que hasta el aumento de las exportaciones colombianas que
esperan tendría origen en sus negocios. Al respecto, el
mismo Jorge Humberto Botero Angulo explicó que las mayores
gabelas que le otorgarán a la inversión foránea buscan
“generar exportaciones principalmente a Estados Unidos, y
generar cambios estructurales en la canasta exportadora” (El
Tiempo, 23 de noviembre de 2003).
Claro que esos capitales
foráneos llegarán –si es que llegan en las proporciones con
las que sueñan los neoliberales criollos, porque otra cosa
pueden definir sus propietarios, que apenas colocan en
Colombia menos del 0,4 por ciento de la inversión extranjera
directa que se hace cada año en el mundo– siempre y cuando
el gobierno les garantice a los inversionistas más ventas a
menos precio del patrimonio nacional, recursos naturales
bien baratos, impuestos menores o inexistentes, tribunales
privados y en el exterior para resolver los conflictos con
el Estado y los particulares y, en especial, mano de obra de
bajo precio (en salarios, prestaciones, salud y pensiones),
porque de otra manera no se dignarán invertir en Colombia.
Lo que busca Estados Unidos en América, entonces, no
significa otra cosa que arrebatarles los aparatos
productivos nacionales a los otros 33 países y seleccionar,
en cada negocio, al que esté dispuesto a someterse a las
peores condiciones, a cambio de “beneficiarlo” con las
inversiones de sus monopolistas.
Una vez quedó en ridículo la
tesis de que Colombia podría competir si mejoraba la
creatividad y la autoestima de sus productores, como se
sugirió en los noventas, los neoliberales se movieron de la
demagogia a la desfachatez. Ahora, como lo ha señalado
Míster Hommes, justifican el Alca o el TLC con Estados
Unidos afirmando que las mayores importaciones benefician a
los “pobres” porque les abaratan sus compras y que quienes
defienden la protección son los “ricos” del país, que desean
seguir abusando de su “ineficiencia”. Pretenden ocultar que
el incremento de lo importado golpeará primero a los
pequeños y medianos productores del campo y las ciudades,
por definición peor dotados que los mayores para enfrentar a
los monopolios extranjeros. Silencian que cuando se arruina
un empresario los que más sufren son sus trabajadores, que
se convierten en desempleados. Niegan la verdad general que
señala que la capacidad de compra de una nación depende de
la cantidad de riqueza y empleo bien remunerado que pueda
producir. Guardan silencio acerca de que las reducciones de
los precios de lo importado arruinarán la producción
nacional pero no les llegarán a los compradores, pues ellas
quedarán al arbitrio de los monopolistas que controlen lo
que se traiga del exterior. Y mencionan poco que la
eliminación de los aranceles a los productos foráneos –donde
se originarían los supuestos menores costos de las
mercancías– vendrá acompañada por un aumento igual en los
impuestos a los colombianos –más IVA–, incremento que el
gobierno, en el estudio de Planeación Nacional tantas veces
citado, calcula en 806,5 o en 590,6 millones de dólares
anuales, dependiendo del acuerdo que se firme, lo que quiere
decir que se pasará de unos gravámenes que le sirven a la
producción nacional a unos que benefician a la extranjera.
La falacia
mayor
La falacia mayor de las teorías
neoliberales consiste en señalar que “los países se
desarrollan exportando”, pues, si así fuera, Colombia
tendría más desarrollo que Estados Unidos y Japón, en razón
de que sus respectivas exportaciones –como participación en
el PIB, que es lo que cuenta– ascienden a 18, 10 y 11 por
ciento. También existen cifras que muestran que algunos de
los mayores exportadores relativos del mundo son
empobrecidos países africanos, como Angola y Guinea
Ecuatorial, cuyas ventas al exterior representan el 93 y el
97 por ciento de su PIB, respectivamente. Incluso, la propia
historia del país permite demostrar que no existe ninguna
relación de tipo automático entre mayores exportaciones
relativas y mayor progreso económico y social o que si
existe es al revés de como dicen los neoliberales. En La
historia económica de Colombia, José Antonio Ocampo
establece que entre 1945 y 1949 las exportaciones
colombianas representaron el 21,6 por ciento del total PIB,
un porcentaje superior al actual, y es obvio que todos los
indicadores de ese entonces eran peores que los de hoy.
Incluso, si alguien se tomara el trabajo de remontarse hacia
atrás es seguro que encontraría que en la colonia española
las exportaciones de piedras y metales preciosos llegaron a
representar cerca del ciento por ciento del producto de la
Nueva Granada. Sin que constituya una novedad, queda en
evidencia que el “bienvenidos al futuro” neoliberal que
acuñara César Gaviria, también en este aspecto busca una
regresión.
Y lo ocurrido en México, que con
el Tratado de Libre Comercio con los norteamericanos y los
canadienses pasó de exportar 51.900 millones de dólares en
1994 a 160.700 millones de dólares en 2002, un incremento
notable, también muestra lo endeble de esa teoría cuando se
conoce el conjunto de sus indicadores económicos y sociales,
tan mediocres como los países con que sueñan quienes lo
ponen como ejemplo, y eso que los mexicanos están mejor
localizados que todos en el mundo para tener éxito con el
modelo neoliberal de exportaciones, dada su vecindad con
Estados Unidos. Un solo indicador económico se sobra para
ilustrar el rotundo fracaso de la globalización en México
como orientación en favor del auténtico progreso de ese
país: la tasa media de crecimiento del PIB por habitante
durante el TLCAN (1994-2002) ha sido de sólo 0,96 por
ciento, la más baja alcanzada en comparación con todas las
estrategias de crecimiento seguidas por ese país en el siglo
XX.
Lo ocurrido en México pone al
descubierto por qué la globalización neoliberal no
desarrolla a los países atrasados de la tierra. Existen
cifras de sobra para mostrar que el aumento de las
exportaciones mexicanas es, sobre todo, fruto del incremento
de los precios del petróleo que desde hace décadas le vende
en abundancia a Estados Unidos y del negocio de importación
y exportación de manufacturas de las trasnacionales
estadounidenses ubicadas a lado y lado de la frontera, con
ellas mismas, como bien lo muestra que el 97 por ciento de
los insumos distintos de costos laborales que utiliza la
llamada “industria maquiladora” sean importados desde
Estados Unidos y que hacia allí vaya una porción indeseable,
por lo grande, de sus exportaciones. Su gran apertura,
entonces, destruyó una porción considerable de su aparato
productivo, al tiempo que lo reemplazó por inversión
extranjera que utiliza casi como único insumo de ese país
una mano de obra de bajísimo precio, el cual no podrá
elevarse presionado por los salarios también ínfimos de
otros países, como ya viene ocurriendo y ocurrirá cada vez
más, en la medida en que los gringos firmen nuevos tratados
de “libre comercio” e instalen más de sus factorías en otras
latitudes.
Así, y ello se evidencia no sólo
en México, la estrategia exportadora que se les impone a las
neocolonias en la globalización neoliberal consiste, por una
parte y como cosa supuestamente novedosa, en maquilarles
manufacturas a las trasnacionales y, por la otra, seguir con
la vieja estrategia colonialista de especializarse en
producir materias primas agrícolas y mineras que se venden
en el exterior con muy poco o ningún valor agregado
nacional, las cuales, además, en todo o en parte cada vez
mayor comercializan y hasta producen los monopolios de las
potencias. Para confirmarlo en Colombia basta con mirar las
cifras que muestran el aumento, desde la apertura, de las
exportaciones industriales de las multinacionales instaladas
en el país, así como los casos del carbón, el níquel, las
flores y el banano, donde ha crecido el peso de los
extranjeros en su producción y su comercio, sin perder de
vista que las mayores ganancias de esos negocios se realizan
al agregarles valor y en las ventas al detal, lo que
indefectiblemente ocurre en las metrópolis.
Además, es absolutamente
repudiable la teoría de supuesta reciprocidad que arguye que
hay que aceptarle a Estados Unidos el arrasamiento de buena
parte del agro y la industria nacional, dado que de otra
manera este tendría razones para no comprar el café y el
banano o el carbón y el petróleo que se producen en
Colombia. Porque es obvio que esas importaciones de los
estadounidenses no solo no le hacen ningún daño a su
economía sino que, como lo sabe cualquiera, les generan
enormes beneficios a sus monopolios. Salvo que se decida
someterse a la lógica del más burdo chantaje imperialista,
no cabe, por tanto, la proposición de decir que para poder
venderles, por ejemplo, café, hay que acabar con el maíz o
que a cambio de las ventas de carbón se debe sacrificar la
industria farmacéutica colombiana. Y si de lo que tratan el
Alca y el Tratado de Libre Comercio es de convertir en
derecho internacional la extorsión de los poderosos contra
los débiles, ¿por qué el gobierno colombiano no lo denuncia
a los cuatro vientos? ¿Cómo explica que ese trato sea digno
de todo rechazo en las relaciones entre las personas y no
entre los países? Porque una cosa es ser obligado a hacer
algo a punta de pistola y otra bien distinta someterse a lo
indeseable con toda mansedumbre; así como tiene gran
importancia distinguir entre quienes son víctimas del
despojo y quienes son sus alcahuetes o sus cómplices.
Es evidente que si no se
manipulan las teorías y los hechos para justificar la
globalización neoliberal, debe reconocerse que el único y
verdadero común denominador de los países que han logrado
desarrollarse, y que poseen condiciones de recursos
naturales y población equiparables a las de Colombia,
consiste en que en todos ellos, sea que exporten más o
menos, la clave de su progreso ha residido en crear fuertes
mercados internos, es decir, en elevar de manera notable la
capacidad de compra de su población, para que esta sustente
un poderoso aparato productivo destinado a atender el
consumo nacional, lo que además crea condiciones para la
exportación de los excedentes. ¿Quién es capaz de discutir
que el principal fundamento de la enorme capacidad
productiva y competitiva de Estados Unidos radica en la
también inmensa capacidad de compra, que llega hasta el
derroche, de sus ciudadanos? Además, la estrategia
exportadora como supuesta clave del progreso no sólo no
conduce al desarrollo. También implica la más regresiva de
las relaciones entre el capital y el trabajo que pueda
concebirse dentro de un país: como quienes les compran a los
exportadores no son los nacionales sino los extranjeros, a
estos empresarios solo les interesa relacionarse con su
pueblo a través de los salarios de miseria que sustentan sus
ventas externas, so pena de que si no lo logran sean
desplazados por los productores de otros países que sí
puedan hacerlo. Lo que se traduce en una competencia global
en procura de conseguir salarios de hambre y un mundo en el
que se les imponga el empleo informal a las legiones que no
podrán vincularse a los negocios de importación y
exportación y a los llamados servicios que ofrecen los
monopolios. A quienes señalan que hay que convertir el
mercado externo en el principal porque el interno es muy
débil, debemos espetarles: ¡dejen de importar lo que puede
producirse en Colombia, y ahí tienen su mercado! ¡Eleven la
capacidad de consumo de los treinta millones de colombianos
que languidecen en la pobreza y la miseria, y ahí también
tienen su mercado!
Resaltar la importancia del
mercado interno como el principal para desarrollar a
Colombia no debe entenderse como que se pretenda un
desarrollo autárquico, que rechace las relaciones económicas
internacionales. De ninguna manera. Es obvio que lo que no
producen los colombianos, y se requiera para el desarrollo
nacional, debe importarse, así como son bienvenidas las
exportaciones y hasta pueden serlo las inversiones foráneas.
Pero cualquier vínculo, de cualquier tipo, con los
extranjeros debe fundamentarse en el respeto mutuo y el
beneficio recíproco, a partir de una muy celosa exigencia de
respetar las soberanías nacionales, de forma que se
beneficie el desarrollo de cada nación, es decir, la
posibilidad de constituir un vigoroso mercado interno,
concepción que también debe ser la base para adelantar
cualquier proyecto de integración económica entre las
naciones.
Por otra parte, el Alca o el TLC
con Estados Unidos van más allá de abrirles de par en par
las puertas a las importaciones. También incluyen otra serie
de objetivos, todos a favor de los estadounidenses y en
contra de que el Estado colombiano, mediante sus políticas,
auspicie el desarrollo de la producción nacional. Busca
reformar el sistema de propiedad intelectual, de manera que
con este las trasnacionales puedan consolidar sus monopolios
y los precios monopolistas, lo que lesionaría a los
empresarios y a los trabajadores nacionales y les
significaría mayores precios a los consumidores, los cuales,
en el caso de la farmacéutica, podrían llegar a 770 millones
de dólares al año, según estudios del propio Fedesarrollo.
El capítulo de compras del sector público apunta a impedir
que mediante normas los gobiernos puedan favorecer a sus
compatriotas con sus grandes adquisiciones y contratos, con
lo que se perdería un instrumento que ha sido de uso común
en el mundo en beneficio de los productores de cada país en
su competencia con los foráneos. Un propósito similar
persigue el capítulo que trata sobre inversiones, acceso a
mercados y servicios, pues se sabe que uno de los
instrumentos claves del desarrollo de los países que han
tenido éxito ha sido el de reservarse ciertos sectores de
sus economías para sus inversionistas, así como imponerles
condicionamientos a los extranjeros. En el caso de la
solución de controversias entre los particulares y el Estado
con el capital extranjero, se quiere que ellas no las
diriman los sistemas judiciales de los respectivos países,
sino tribunales de arbitramento internacionales, hechos a la
medida y en el obvio beneficio de las trasnacionales. En lo
que tiene que ver con la política de competencia, los
gringos tienen como propósito que esta se dé en absoluta
igualdad de condiciones entre el capital nacional y el
extranjero, lo que implica una descomunal desigualdad en
contra del colombiano, dada la también descomunal
desigualdad entre las partes. Y el capítulo de subsidios,
antidumping y derechos compensatorios pretende –a pesar de
que Estados Unidos ya advirtió que se reserva el derecho de
mantener los enormes respaldos a sus productores– debilitar
todavía más la capacidad de las naciones débiles para
defender sus mercados internos.
Así las cosas, el cuadro de lo
que también le ocurrirá a Colombia con el Alca o el TLC se
completa si se comprende que es la misma política iniciada
en 1990, pero elevada a la enésima potencia, lo que implica
la definitiva privatización de la educación, la salud y los
servicios públicos domiciliarios, sectores que de una vez
por todas serán convertidos en vulgares negocios, de acuerdo
con la voracidad del capital extranjero. Además es necesario
advertir que el gobierno de Uribe Vélez viene anticipándose
a los acuerdos que tiene decidido suscribir, por la vía de
hacerles modificaciones a las actuales normas internas. Ya
anunció que volverá a presentarle al Congreso el proyecto de
ley negado en la legislatura de 2003, que establecía los
tribunales internacionales de arbitraje para dirimir los
conflictos con las trasnacionales. Y también es parte de la
misma política la decisión de dividir la Empresa Colombiana
de Petróleos (Ecopetrol) en tres, de prorrogar hasta el
agotamiento de los pozos los contratos de asociación y de
volver a los viejos negocios de concesión colonial con las
petroleras foráneas.
La
recolonización y sus beneficiarios
No se asiste, por tanto, a un
proyecto para integrar las economías del continente. Lo que
avanza es un plan de anexión de las enclenques economías
latinoamericanas por parte de la muy poderosa economía
estadounidense, proceso que viene desarrollándose desde hace
más de un siglo en la dirección de hacer que las relaciones
de Colombia y los países latinoamericanos con Estados Unidos
se parezcan cada vez más a las que tuvieron con España,
hasta concluir en su recolonización definitiva. Si se
comparan el Alca y los TLC con la Unión Europea –así sobre
esta puedan expresarse reparos–, resaltan tres enormes
diferencias como acuerdos de integración: los europeos se
demoraron cincuenta años en negociaciones y cambios hasta
concluirla, y eso que se trataba de países con menores
diferencias relativas, mientras que en América se quiere
imponer en mucho menos tiempo; allá se creo una moneda única
que es la de todos, en tanto aquí los acuerdos se
desarrollarán con la batuta del dólar, lo que les aumenta
las ventajas a los monopolistas gringos; y en Europa
acordaron el libre movimiento de las personas, de forma que
lo acordado tiene que cuidar un cierto equilibrio entre las
partes para impedir migraciones masivas de unos países a
otros, al tiempo que el Alca y el TLC excluye esa
posibilidad, lo que obedece a que la riqueza se concentrará
en Estados Unidos y la pobreza al sur del Río Grande y a que
sólo podrán migrar hacia el imperio los latinoamericanos que
sean necesarios para que, por las situaciones desesperadas a
las que los empuja el neoliberalismo y que los inducen a
aceptar los peores trabajos y remuneraciones, presionen a la
baja las condiciones laborales y los salarios
norteamericanos, y contribuyan también así con el éxito de
sus monopolios.
Son tan de bulto las razones por
las cuales Estados Unidos decidió imponer el Alca y el TLC,
que ellas no requieren más explicaciones, como no sea la de
agregar que su natural ventajismo actúa acicateado por las
grandes dificultades económicas por las que atraviesa y por
la paradoja de que la globalización que viene imponiendo lo
hunde cada vez más en la misma crisis en la que, con
interrupciones, lleva décadas. Y las razones de los
gobiernos latinoamericanos que tienen definido suscribir
este acuerdo, sin importar lo leonino que sea, también
pueden conocerse. Su secreto se revela cuando se sabe que
las clases sociales que controlan el poder económico y
político en estos países son las mismas que desde siempre se
han beneficiado de las relaciones desiguales con el capital
financiero norteamericano o que al menos lograron
distanciarse de sus peores consecuencias, sectores que son
cada vez más pequeños por la nueva situación originada con
los cambios ocurridos en los últimos años: en esta etapa
están siendo eliminados o golpeados muchos de quienes
gozaron de condiciones favorables en la anterior y, en
especial, todos los que no lograron amasar fortunas de nivel
monopolístico, aunque también sobre estos se ciernen grandes
asechanzas.
Eufemismos o timideces aparte,
hay que denunciar que en Colombia existen sectores sociales
que lograron separar su suerte de la suerte de la nación,
como bien lo ejemplarizan los asociados al capital
extranjero, los criollos que trabajan como altos mandos del
medio centenar de trasnacionales que operan en el país o los
tecnócratas de los organismos financieros internacionales.
Gentes a las que les va bien aunque al país le vaya mal o,
lo que es más grave, les va mejor cuando a la nación le va
peor. Como lo explicara Mariano Ospina Hernández, conocido
dirigente del Partido Conservador, lo que pretenden los
gringos equivale a una pelea de toche con guayaba madura, en
la que, “para empeorar la situación, la guayaba madura
encierra dentro de sí amigos del toche que seguramente
esperan ganarse la benevolencia y quizá algunas asesorías
por parte del USA-toche”.
La globalización neoliberal
representa un paso más en la evolución del capitalismo y
este significa, en sus relaciones entre sus empresarios, un
sistema de competencia feroz en procura de eliminar a sus
competidores y, con ello, alcanzar el monopolio que genera
la máxima ganancia posible, de donde se deduce que las
relaciones entre los países capitalistas también poseen la
competencia como la característica principal de sus
relaciones. De ahí que no pueda haber peor vocero de una
nación que quien negocie en su nombre pero represente el
interés extranjero o se someta a él, que es lo que ha
ocurrido en las reuniones donde Colombia define sus
posiciones frente al Alca o el Tratado de Libre Comercio, en
las que ni siquiera se distingue entre los empresarios
nacionales y los extranjeros, y a las que incluso asisten
con iguales derechos, como si fueran voceros de los
colombianos, los representantes de las trasnacionales que
operan en el país.
La actitud de patética sumisión
que caracteriza las negociaciones entre Colombia y Estados
Unidos la resumió bien Eugenio Marulanda, presidente de
Confecámaras, uno de los asistentes a la reunión de Uribe
Vélez con Robert Zoellick, Representante Comercial
estadounidense, en la que se decidió firmar el TLC: “Quien
tiene el oro pone las condiciones... Eso fue lo que hizo
Zoellick. Decir: listo, se hace el acuerdo, pero nosotros
ponemos las condiciones. Lo toman o lo dejan” (El
Espectador, agosto 10 de 2003).
Entonces, a los socios menores o
mayores del capital extranjero, así como a sus empleados y
comisionistas o a quienes aspiran a serlo –en razón de su
incapacidad para defender el modelo económico neoliberal
como una estrategia de progreso para Colombia–, les quedó
como principal argumento su supuesta “inevitabilidad”, con
lo que cumplen también con la misión de repetir la cantinela
que inoculan los ideólogos estadounidenses, quienes saben
que este nuevo paso en la construcción de su imperio se
dirimirá, primero que todo, en el terreno de las ideas, pues
nadie está más derrotado que quien de antemano se niega a
decir ¡No! Además de los voceros oficiales, quienes lo
afirman para tramar incautos, también dicen que “hay que
entrar”, así tampoco puedan mostrar sus beneficios, los que
se hacen ilusiones de que “puede negociarse bien”, lo que
tiene origen en saber o suponer que serán otros los que
sufrirán las peores consecuencias. Y no faltan los que, por
timoratos, guardan silencio sobre el desastre que saben
llegará, con el sueño de lograr un puesto en el bus del
imperialismo aunque sea colgados de la placa.
La nación colombiana toda –sus
trabajadores y empleados de todos los tipos, los campesinos,
indígenas, artesanos y empresarios del campo y la ciudad
afectados de manera directa por la globalización neoliberal,
o que tengan sentimientos patrióticos– debe levantar como
una sola voz el rechazo al Alca y el TLC con Estados Unidos,
porque esa política, como se ha visto, solo puede agravar
los muchos padecimientos de los colombianos y alejar el
momento en el que, a partir de una orientación económica
diferente, se construya un país auténticamente democrático y
próspero.
Ahora más que nunca urge
entender cómo, desde siempre, la principal palanca del
desarrollo económico ha sido la política, en este caso
entendida como la importancia de que las naciones garanticen
el ejercicio pleno de la soberanía sobre los territorios en
los que se asientan, así como en sus relaciones
internacionales, pues ella es la única que, mediante
decisiones de todo tipo, puede impedir que el descomunal
poder económico de los imperios y sus monopolios arrase con
las producciones de los países débiles y con sus
posibilidades de desarrollo y progreso. Sin la independencia
de España los colombianos poco o nada tendríamos; y el
relativo desarrollo que se ha logrado desde entonces se
explica porque el Estado, mediante aranceles y otras muchas
medidas de protección y estímulo al desarrollo, facilitó que
creciera la producción nacional. Que nadie se haga
ilusiones: si algún país no tiene futuro es aquel que amarre
su destino a los desechos de los negocios de las
trasnacionales y sus imperios.
Jorge Enrique Robledo
Castillo*
Convenio
Biodiversidad /Rel-UITA
7 de julio
de 2004
NOTAS
1 El Plan Colombia señala: “En los
últimos diez años, Colombia ha abierto su economía,
tradicionalmente cerrada... El sector agropecuario ha
sufrido graves impactos ya que la producción de algunos
cereales tales como el trigo, el maíz, la cebada, y otros
productos básicos como soya, algodón y sorgo han resultado
poco competitivos en los mercados internacionales. Como
resultado de ello –agrega– se han perdido 700 mil hectáreas
de producción agrícola frente al aumento de importaciones
durante los años 90, y esto a su vez ha sido un golpe
dramático al empleo en las áreas rurales”. Y concluye: “La
modernización esperada de la agricultura en Colombia ha
progresado en forma muy lenta, ya que los cultivos
permanentes en los cuales Colombia es competitiva como país
tropical, requieren de inversiones y créditos sustanciales
puesto que son de rendimiento tardío”
* Jorge Enrique Robledo Castillo,
senador elegido por la coalición Unidad Cívica y Agraria-MOIR,
es arquitecto de la Universidad de los Andes y fue por
muchos años profesor de la Universidad Nacional, institución
que le otorgó la Orden Gerardo Molina, máxima distinción que
les confiere a sus docentes. Ganó también Robledo el premio
de la XVII Bienal de Arquitectura en Teoría, Historia y
Crítica.
Ha publicado
varios libros, entre los que se destacan los siguientes: El
drama de la vivienda en Colombia, La ciudad en la
colonización antioqueña: Manizales, Lo que oculta la
privatización, El café en Colombia y
www.neoliberalismo.com.co. Además, es articulista de La
Patria (Manizales), La Tarde (Pereira), El Nuevo Día
(Ibagué), Tribuna Roja y El Usuario.
Fue fundador y
coordinador de Unidad Cafetera, secretario ejecutivo de la
Asociación Nacional por la Salvación Agropecuaria y asesor
de la Liga de Usuarios de Servicios Públicos de Caldas.
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