Política - intuición
El aliento del dragón |
A medida que pasan los meses y, centímetro a
centímetro, Estados Unidos se empantana más y más en Irak y
–aunque ya casi nadie lo recuerde– también en Afganistán,
una sospecha empieza a recorrer el mundo. Porque al
principio es eso, una sospecha, algo así como: “Ya pasaron
tres meses y, tal como lo imaginé, estos gringos no saben ni
dónde están parados”. Caen los civiles como moscas, o como
moscas musulmanas, que en el prejuiciado lenguaje castrense
deben ser términos equivalentes; mueren jóvenes, niñas y
niños, ancianas y ancianos, poetas y ladrones, futuras
madres, físicos y profesores, militares, escritores,
dentistas... Todo muere si pasa ante la mira del dragón
alado que escupe fuego hasta por las orejas.
Todas esas muertes, sin embargo, con el paso de
los meses no hacen sino confirmar que todavía no se la
pudieron, que el ejército mejor armado, equipado,
alimentado, pagado y promocionado del mundo aún no ha
logrado reducir la resistencia de pueblos diezmados por
décadas de autoritarismo, de guerras, hambre, escasez de
todo, represión y miedo.
Mientras pasa el tiempo las “forces” se van
hundiendo en el pantano arenoso que estas culturas
milenarias despliegan imperceptiblemente bajo sus pies, casi
sin quererlo, casi sin estrategia, pero con la fuerza de una
fe que no es apenas religiosa, sino también étnica,
cultural, social y afectiva. Estas sociedades milenarias,
inclusive marcadas por gestos que a los occidentales nos
parecen primitivos y alienados, portan en su cotidianeidad
valores más firmes y colectivos que el más formado de los
soldados de la ocupación. El capitalismo católico y
protestante pelea consumiendo. Del otro lado se consumen
peleando.
¿Cómo pelear contra estas gentes que lanzan a los
mejores de entre sus hijos envueltos en bombas para que
exploten contra el ejército de ocupación y sus alcahuetes?
La segunda sospecha es que mientras las “forces”
caotizan el medio del Oriente y guardaespaldan los pozos de
petróleo, otros ejércitos menos ruidosos vestidos de alpaca
y seda, feroces comerciantes, financistas, inversores,
piratas y tiburones recorren el planeta sin que “big brother”
les moleste, porque cuando los ultraderechistas
estadounidenses no están muy ocupados matando a las tías y
cuñadas de los que mataron antes, se zambuyen en complejas
elecciones o desatan una lucha mortal contra el aborto legal
y los matrimonios gay.
La tercera sospecha es que Estados Unidos
implosiona conceptualmente mientras China, Europa y Rusia se
dedican a hacer negocios. Estados Unidos perpetra un pillaje
en vivo y en directo y a sangre y fuego, mientras los otros
establecen nuevas relaciones comerciales, acuerdos de
cooperación, orientan inversiones a los sectores básicos,
capitalizan el asco y la desconfianza hacia un gobierno
yanqui groseramente yanqui.
Más allá del botín de guerra, en Estados Unidos
unos pocos grupos poderosos han instalado un embudo que
canaliza los recursos nacionales hacia sus cuentas
bancarias. Se trata del dinero interno que deambula de un
lugar a otro, de un banco a otro, aunque siempre intramuros.
Pero los demás, los que no han querido entrar directamente
en la guerra, los extranjeros, esos salen a cazar
oportunidades, persiguen negocios imposibles, incrementan el
ingreso nacional o regional –y el propio corporativo–
encantando serpientes a golpes de power point antes que de
West Point.
Estados Unidos se precipita en la rampa decadente
de la miseria cultural, una vez que sus enormes reservas de
inteligencia y generosidad moral han quedado amenazadas de
extinción, corroídas quizás, relegadas sin duda al sitio
casi invisible que ocupan los privilegios inmateriales en
las conciencias asordinadas por la opulencia.
La lógica del almacén acapara el centro del ruido
planetario, lo más mezquino de la dimensión doméstica, lo
que se acaba en la epidermis del mediocre. El dólar continúa
cayendo ante el euro, el déficit del gobierno de George Bush
es prácticamente histórico, el desempleo amenaza siempre, la
mitad de su propio pueblo se siente avergonzada de la otra
mitad de su propio pueblo. ¡Escuchen! Algo está haciendo
crack allá arriba.
Mientras tanto otro mundo confuso,
contradictorio, inabarcable, incomprensible por ser aún
sueño, avanza, monta, repta, se escabulle entre los dedos
como una gelatina mal liada, vestido de seda o de alpaca, de
algodón de lana o de nada, mira a las “forces” extraviadas
en Faluya y se dice que, después de todo, el promocionado
dragón no asusta tanto, apenas tiene mal aliento.
Carlos Amorín
© Rel-UITA
26 de noviembre de 2004
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