La batalla por la Casa Blanca se va a
decidir entre dos candidatos en
noviembre de este año. El candidato
Republicano ya está decidido. El otro,
todavía no.
Los Demócratas mantienen una lucha interna muy cerrada entre
el senador de Illinois, Barak
Obama y la senadora de Nueva York,
Hillary Clinton. El proceso
político de Estados Unidos no es
muy excitante.
Elegir solamente entre dos candidatos -o dos partidos- limita
seriamente las opciones, algo que se
agrava cuando las propuestas de ambos
son similares -que ocurre muy a menudo.
Otro problema que enfrenta la sociedad estadounidense es el
bajo caudal de votantes que concurre a
las urnas.
Por ejemplo, según el "U.S. Elections Project", en 2004 votó
el 60,93 por ciento de los 202 millones
de personas elegibles para hacerlo. O
sea, unos 123 millones, de los cuales un
poco más de la mitad apoyaron al
ganador. Es decir que unos 62 millones
de personas -casi la quinta parte de la
población- decidieron quién gobernaría
sobre los casi 300 millones de
habitantes.
Son números que no motivan mucho y cuestionan principios
democráticos.
Este año existe la esperanza de que más gente participe. La
crisis económica, la guerra en Irak y un
aumento en el número de solicitudes de
ciudadanía pueden ser factores
movilizadores para que aumente el número
de votantes.
¿Y los candidatos y sus plataformas? ¿Motivan a los votantes
a acercarse a las urnas? En general, el
clima político de Estados Unidos
es uniforme, con pocas sorpresas. Como
una cadena de restaurantes de comida
rápida, el menú es conocido y la comida
tiene poco sabor.
Una contienda entre Hillary Clinton y John McCain
sería -de acuerdo algunos de mis amigos
que poco saben o se interesan por la
política- muy aburrida, por eso
prefieren a Obama. Lo perciben
más dinámico y "algo diferente". Muchos
de estos ciudadanos son quienes están
inclinando la balanza a favor del
senador de Illinois dentro del partido
Demócrata. Y esta tendencia, si bien no
es muy marcada, se ha mantenido estable
desde hace varios meses.
Sólo Hillary y sus asesores parece que no lo ven.
Además, el propio lenguaje de la
senadora de Nueva York estaría alejando
a muchos de sus posibles seguidores. Por
ejemplo, cuando repite su argumento de
que su "experiencia" la convertía en
mejor candidata que Obama. ¿Cuál
experiencia? ¿La de Primera Dama? Si
bien no es despreciable, entre gobernar
y acompañar al marido a reuniones hay
una gran diferencia.
La manera de expresarse de Clinton refleja una extrema
seguridad, casi obsesiva, de que ella y
solo ella puede ser la candidata de su
partido. Incluso su actitud llegó a ser
irritante cuando sugirió que Obama
podría ser su candidato a
vicepresidente. En otras palabras, le
quiso decir a su oponente, "mira,
retírate y como premio te doy un
puestito".
La respuesta debe haberle dolido, "no veo cómo un candidato
que va primero en estas primarias va a
renunciar y aceptar un segundo puesto".
¡Auch! ¡Y el tono de sus presentaciones!
Paternalista, condescendiente respecto a
nosotros, pobres espectadores, que no
entendemos que ella esta ahí para
ayudarnos. Su esposo Bill, más
conciente quizás de que las cosas no
andaban bien, parecía perder los
estribos con su ansiedad. Hasta la hija
del matrimonio, Chelsea, aportó
su cuota de arrogancia en sus
presentaciones públicas en favor de la
candidatura de su madre.
En las últimas semanas, las deserciones del campo de
Clinton hacia el de Obama han
ido aumentando. Esta semana, una agencia
de noticias informó que Obama
pasó a liderar el número de
Superdelegados, ya tiene mayoría de
delegados y del voto popular. Presionada
por dirigentes Demócratas, la campaña de
Clinton envió un mensaje
conciliador: si la tendencia se
mantiene, se retiraría de la campaña,
dejando a Obama como virtual
nominado de su partido. Aunque la
reciente (pero pequeña) victoria en las
primarias de Virginia Occidental
significó un retorno al triunfalismo
"estilo Hillary".
¿Tanto tiempo le lleva a Hillary Clinton aceptar la
realidad? Su orgullo la domina. Estas
son "sus" elecciones. Un viaje de
coronación hacia la Casa Blanca para
inscribir su nombre en la historia, como
ella siente que merece. Orgullo del
hombre (o mujer) blanco que le impide
entender que no sea él (o ella) quien
decida por los demás, desde las alturas
de su fantasía y deseo de poder.
Será que por fin los electores decidieron dejar de lado la
insípida comida rápida y optar por algo
más gourmet