Argentina

Empresas autogestionadas

Una nueva cultura

  

Las últimas décadas de la historia argentina han estado marcadas por sucesivos planes de desindustrialización, de privatización y concentración de la riqueza. Sin embargo, la crisis del experimento ultraliberal fue abriendo la compuerta a una serie de experiencias protagonizadas por los desheredados del país. El colapso financiero, “el descubrimiento” de que toda la apuesta financiera no era sino una gran estafa –puesta al desnudo con la revuelta de diciembre de 2001– forjó un nuevo mojón histórico desde el cual sectores de población excluida han empezado a decir presente.

 

Entre esas nuevas manifestaciones está lo que ha dado en llamarse movimiento de “empresas recuperadas”: núcleos de trabajadores, generalmente marginados o en proceso de marginación, que reaccionan contra “el destino” y se apropian de los lugares de trabajo, a menudo empresas vaciadas. Estas iniciativas abarcan las más diversas ramas de actividad, incluida la de asistencia médica, con una policlínica ( “La Portuguesa”, abandonada hasta con instrumental) que ahora es autogestionada como servicio de salud de los otros emprendimientos “recuperados”.

 

En la zona de la megalópolis porteña (un área de 14 millones de habitantes) tres de estos emprendimientos pertenecen al área de la alimentación. Presentaremos a cada uno y luego procuraremos extraer algunas conclusiones o rasgos comunes.

 

Grissinópoli

 

Es una cooperativa recién formada, integrada por 16 miembros del viejo y ya muy disminuido plantel de 24 operarios de la empresa (que en su mejor momento llegó a disponer de cincuenta trabajadores). Durante medio siglo, esta firma se dedicó a la fabricación industrial de grisines y alimentos similares. En los años noventa, señaló la coordinadora de la nueva cooperativa, Norma Pinto, la empresa había ido menguando su actividad, respondiendo a la crisis general argentina y en particular al achique de todo lo nacional, estrangulado por el dólar barato. Hacia 1998, dejó de pagar en fecha a sus empleados, comenzando con una agonía que se prolongó hasta el 3 de junio de 2002, día en que los operarios sobrevivientes decidieron ocuparla para evitar su desguace final.

 

Gracias al apoyo y a la solidaridad de vecinos autoorganizados (del barrio porteño de Chacarita) y de otras empresas también recuperadas, los trabajadores lograron hacerse del dinero justo para volver al mercado, y de partes o accesorios para la planta o la producción.

 

El plantel actual es prácticamente el mínimo necesario para una línea de producción, que es lo que ahora llevan adelante. Si pudieran expandir el mercado, están en condiciones de emplear a muchos otros ex compañeros, al disponer de un enorme parque industrial hoy inactivo.

 

La acción de los trabajadores y trabajadoras fue providencial en muchos aspectos, no sólo porque disparó la solidaridad social sino para frenar un proyecto empresarial, conducido por síndicos y contadores, de convertir a todo el predio de la vieja planta en un apetecible bien inmobiliario. Grissinópoli está asentada sobre varios lotes ubicados a poca distancia del cruce de dos importantes avenidas (Dorrego y Córdoba), y es pasible de ser convertido en el asiento de torres de vivienda.

 

En parte como agradecimiento por la movilización social en su favor, la nueva cooperativa ha abierto un espacio cultural, Grissicultura, desde el cual trata de enriquecer el trabajo con otras actividades, como teatro, cine, danza, presentación de libros, jardinería e iniciativas coordinadas con emprendimientos similares.

 

El Aguante

 

Se trata de otra panificadora, ubicada en Carapachay, un barrio del Gran Buenos Aires. Esta cooperativa también proviene de una empresa en crisis, Panificación 5, que disponía de una plantilla fija de 80 trabajadores y 150 en período de zafra. En el año 2000, la empresa hace convocatoria de acreedores, tras la venta de Supermercados Norte, su único comprador o cliente. No bien esa cadena se comercializa, los nuevos propietarios rediseñan los suministros y descartan a este proveedor de pizza, masa para empanadas, pascualinas, etcétera. El 13 de octubre de 2001 –a pocas semanas del crac nacional– son despedidos 25 operarios, la gran mayoría de los que aún laboraban en ella. La planta queda entonces sin gas, luz, agua ni teléfono, aunque retiene una mínima dotación de empleados. El 17 de abril de 2002, 21 de esos 25 despedidos ocupan la fábrica, dispuestos a defender su trabajo y un ingreso. El emprendimiento será bautizado El Aguante en razón del apoyo social recibido, que les evitó la expulsión, el desalojo y la derrota.

 

A diferencia de Grissinópoli, El Aguante no ha querido distraer esfuerzos del proyecto laboral en sí. Aunque agradecen muchísimo aquel “aguante” inicial, no tienen deseos de verse envueltos en las dificultades que ellos asocian con la actividad cultural, a la que consideran demasiado cercana de la política, según dicen tres cooperativistas, la tesorera Teresa, Manuela y Norma.

 

Sasetru

 

Es una planta de grandes dimensiones, que llegó a ocupar, en los años setenta, a 7.000 operarios. Los terrenos de Sasetru, emplazados en Villa Marconi, municipio de Avellaneda, en el Gran Buenos Aires, abarcan varias manzanas. Quien la visite hoy verá un paisaje de desolación: basura compactada en monstruosas montañas de diez metros de altura, terrenos convertidos en cementerios de vehículos arrinconados por la municipalidad (que recibió estas tierras en pago por deudas fiscales), galpones inmensos y vaciados... En tan inhóspito paraje, un grupo de seres humanos está replantando la semilla del trabajo, de la lucha y una alternativa a la falta de futuro.

 

A diferencia de las dos cooperativas anteriores, surgidas de planteles de ex empleados empeñados en no aceptar la “solución” patronal, Sasetru se descompuso como empresa y desapareció del mercado hace más de 20 años. Hacia 1980 suspende actividades y en 1985 es comprada por otro gigante de la alimentación (Molinos Río de la Plata), no para reactivarla sino para asegurarse la desaparición de la competencia.

 

En 1998 empezaron a surgir en el barrio intentos de enfrentar una crisis económica y social pautada por la desaparición de las grandes fábricas, que empleaban a miles y miles de obreros. Así fueron surgiendo merenderos y comedores para paliar lo más urgente: el hambre generalizada.  Al mismo tiempo, se iba ampliando la red de ayuda mutua con huertas comunitarias, que abastecían a los comedores vecinales. Huertas que pretendieron ser orgánicas pero que no pudieron serlo en virtud de la extendida contaminación ambiental. De todas maneras, sus impulsores decidieron no recurrir a agroquímicos de ninguna especie. “Es hasta donde pudimos llegar”, dicen.

 

Es en este marco de resistencia y movilización social, potenciado por los acontecimientos de diciembre de 2001, que los vecinos se plantearon la idea de retomar la fábrica. En enero de 2003, 150 emprendedores –entre viejos operarios, desocupados y jóvenes que jamás han conocido “el trabajo”– ocupan la planta de Sasetru. Son desalojados violentamente por la policía, pero el proceso de cooperativización está en marcha. El núcleo de activos que me recibe, con la presidenta al frente, aclara que el gobierno de Néstor Kirchner parece ser más receptivo a estas iniciativas sociales y que ahora se están facilitando al menos algunos caminos. De todos modos, los cooperativistas no han recibido ni el más mínimo apoyo monetario o financiero, provincial o nacional. Todos los trabajos preparatorios (piénsese en las dimensiones: el único edificio que en esta primera etapa se quiere poner en marcha tiene más de cien metros de longitud y la única línea de producción que piensan habilitar es la de fideos, con unas 60 toneladas diarias) han sido solventados con fondos solidarios provenientes del exterior, en particular de grupos de derechos humanos de Francia y Holanda, y con los subsidios por desempleo que cobran algunos de los cooperativistas (150 pesos argentinos por titular).

 

Los nuevos emprendedores debieron enfrentar también el escepticismo de todos los técnicos que habían consultado acerca de las posibilidades de reparar la maquinaria y volver a producir. La respuesta había sido unánime: imposible, lo existente es inservible, hay que comprar máquinas nuevas y eso necesita de una inversión de muchos miles de dólares... Pero un buen día dieron con un vecino, ingeniero, dedicado a construir calderas, conocedor de modelos de hasta 1905. “Claro que lo podemos arreglar”, les dijo. Y aunque la primera prueba fue un fracaso (la cañería estaba destrozada), contra viento y marea hoy están poniendo a punto la planta, para lo cual consiguieron el sostén de técnicos de una facultad de la ciudad de Luján, de la Universidad Técnica Nacional de la Capital Federal y hasta del Instituto Nacional de Tecnología Industrial.

 

Elementos comunes

 

Una característica común a estos emprendimientos autogestionarios es la estructura de decisiones, en la que la asamblea es el órgano supremo. Otra de las constantes es la igualdad de género. Con un plus: en los tres casos los puestos de mayor responsabilidad están ocupados por mujeres. El igualitarismo alcanza otro aspecto medular: los ingresos. Todos cobran lo mismo, sea cual sea el puesto que ocupen. Ello implica una cierta elasticidad en las funciones, porque ya nadie esquivará un trabajo por mal remunerado o aspirará a otro por bien pagado. En Sasetru, que es el emprendimiento que todavía no está produciendo, tienen proyectado ingreso y duración de la jornada de trabajo: 550 pesos mensuales por 6 horas diarias de labor, para habilitar más empleos.

 

En las tres cooperativas, hay una clara conciencia del tema de la calidad de los ingredientes a emplear para la fabricación de los productos. El ingrediente básico en las tres es la harina de trigo, y recurren a la mejor, no sólo por una cuestión de principios sino porque ello les asegura producción y colocación. En Sasetru, apuntan a obtener fideos baratos de primera calidad, que tengan un precio de comercialización accesible; en El Aguante, para asegurar una buena terminación a los fideos, buscan la mejor harina; en Grissinopoli, rehúyen grasas de escaso valor y declaran no usar siquiera grasa hidrogenada.(1) Un técnico de Sasetru, Carlos, era consciente de los peligros representados por los plásticos blandos y del atroz maridaje que la alimentación de los seres humanos ha debido soportar por un largo medio siglo entre alimentos y envoltorios plásticos. Todavía es materia de discusión si utilizar el sellado (automático e incorporado) de lo que otrora era celofán y ahora es polietileno para los paquetes de fideos o persistir en el envasado de cartón, manual.(2)

 

En resumen, estas cooperativas no sólo han conducido a la recuperación de fábricas abandonadas y de puestos de trabajo sino que, a partir de su forma organizativa (autogestionaria), han permitido el involucramiento de los trabajadores en la forja de su propio destino y el rescate de una cultura de trabajo que se sitúa en las antípodas de los valores pregonados durante la ola neoliberal.

 

 

Luis Sabini Fernández

© Rel-UITA

30 de octubre de 2003

 

 

NOTAS


(1)  La grasa, vegetal o animal, hidrogenada es un invento de la época del optimismo tecnológico y de la quimiquización generalizada. Descubierta en Alemania en 1915, aseguraba un uso indefinido de las grasas que antes se ponían rancias. Hacia 1985, se verificaron rasgos indeseables en el proceso de “construcción” de dichas grasas: eran, por ejemplo, cancerígenas.

 

(2)  El sellado de los envases plásticos se hace a unos 120 grados centígrados. Baste señalar que investigadores alemanes comprobaron la migración de plásticos ftaláticos a alimentos con apenas 40 grados de calor para advertir que las máquinas selladoras de envases plásticos desatan una “orgía” de polímeros o monómeros que deben ser todo menos saludables.

 

 

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