Una tarde le anunciaron a Emilio Frugoni, poeta,
escritor, primer legislador
socialista del Uruguay
(1880-1969) que una persona le
aguardaba en su escritorio. Era un
hombre delgado -describe Frugoni-,
de tez pálida y nariz afilada,
rostro anguloso con una barba algo
nazarena tirando a rubia, cabellos
alisados hacia una oreja y delatando
más que ocultando los irremediables
estragos de una calvicie incipiente.
De mirar confiado y dulce que
inspiraba amistad, sonreía con una
sonrisa agradable, llena de blancos
dientes. Sus ojos se le iluminaban
intensamente al reír y esparcían su
honda dulzura por todos los rasgos
de la cara en la que las mejillas
hundidas y los pómulos salientes con
cierta transparencia de cera
acusaban inquietantes claudicaciones
de salud.
Soy Barret -dijo el visitante- en tanto se daban un
apretón de manos firme y recio que
denotaba -explica Frugoni-
una vibrante fuerza de nervios y una
cálida electricidad de espíritu
Barret
(importante escritor, 1874-1910),
llegaba deportado de Paraguay,
donde la municipalidad de Asunción
le había extendido un documento en
el que expresaba la gratitud de la
ciudad por su admirable
comportamiento durante la refriega
en las calles de la población, no
como combatiente sino como
auxiliador de los heridos.
Frugoni
vio el documento en el que se dejaba
constancia de la actuación de
Barret quien, adueñándose, con
un compañero, de un auto, se había
internado en las calles barridas
por las balas, recogiendo heridos,
arriesgando una y otra vez la vida
con una obstinación heroica y
estupenda que él, con modestia
espontánea, atribuía sobre todo al
temerario arrojo de su acompañante.
Yo lo vi entonces -escribe Frugoni- iluminado por una
luz interior de bondad evangélica,
que acentuó a mis ojos su parecido
con el Jesús divulgado por las
estampas. Después, habría de verlo
siempre así.
Barret,
en torno a hechos cotidianos, por
insignificantes que fueran en
apariencia, acumulaba -comenta
Frugoni- las más agudas
reflexiones, remontándose del
guijarro a la estrella, del átomo al
universo, de la exclamación de un
niño al porvenir de la humanidad,
del ademán de un anciano al misterio
de la vida y la muerte, a través de
sentencias inéditas impregnadas de
un humorismo sutil de amargo y
triste dejo.
Ya enfermo, Barret fue asistido a pedido de Frugoni
por el doctor Narancio en el
Hotel Plaza Bianchi, donde se
alojaba y del que hubo de salir
porque al saberse que estaba
tuberculoso le pidieron la pieza.
Tuvo que asilase entonces en la Casa
de Aislamiento, pero no dejó de
escribir. Enviaba sus notas a La
Razón y a la revista El Espíritu
Nuevo, que dirigía Frugoni.
Algo mejorado viajó a Paraguay a ver a su esposa y a
su hijo, de dónde retornó para
emprender un viaje a Europa,
que fue su último viaje. Al
despedirlo, Frugoni volvió a
ver en su rostro la imagen del Jesús
de las estampas. Y no volvió a verlo
más.
Los escritos de Barret desbordan de belleza y
enseñanzas profundas. Dice, por
ejemplo: “el patriotismo se cree
amor y no lo es. Es una extensión
del egoísmo; una apariencia de amor.
Sería muy natural amar a los más
próximos, a los más semejantes de
nuestros hermanos, a la tierra que
nos sustenta y al cielo que nos
cobija. Pero eso no es patriotismo;
es humanidad. El amor irradia hasta
el infinito, como la luz, mientras
el patriotismo cesa al otro lado de
un monte, de un río, de una raya
sobre el papel. El amor une, el
patriotismo separa. Un patriotismo
que no odiara al extranjero sería
amor, un amor que se detiene en la
frontera no es más que odio. El
patriotismo es odio, hijo del miedo.
En el patriotismo hay crueldad,
codicia y envidia. En nombre del
patriotismo se cometen todos los
crímenes, Enseñamos al niño a
suspender toda noción de justicia
cuando se trata de la patria. Su
patria, es decir, un número efímero
de hombres, es superior al universo.
Hay que sacrificarle las vidas y las
conciencias. Por ello, el robo se
vuelve honroso, y el engaño, y el
homicidio.
No existe patria que no sueñe con el imperialismo y ¿en qué
se diferencia una patria
imperialista de una cuadrilla de
ladrones?; en que es más numerosa.
Cuanto más patriótica es una patria, más necesita del
ejército y más se asemeja a él. El
ejército encarna la patria. Es la
organización de la esclavitud de los
cuerpos y de las almas. Es la
esclavitud doble; el cuartel refunde
el convento y el presidio. En las
patrias más patrióticas los
ciudadanos reclutas, dispuestos a
matar a su madre si el cabo lo
ordena. Los pobres tienen patria
pero les falta pan. Si los dejan,
emigran, hartos de patriotismo y de
hambre. Los que se quedan empiezan a
pensar que tal vez sus males se
remedien con un poco de energía.
¿Qué es un oficial que dice sí ante
cien soldados que dicen no?
Así hemos visto en Barcelona a un regimiento negarse a ser
embarcado para Marruecos.
Hubo que regresar al cuartel.
Generalizado. La guerra habrá
concluido. Porque los proletarios
estarán en contacto internacional
siempre más íntimo, y cuando los
gobiernos se declaren en guerra, los
soldados declararán la paz. Los
mariscales tendrán que batirse
solos, lo cual no será grave para
los intereses de la civilización.