Carlos Mesa lo tuvo difícil desde el mismo día en que se
hizo con las riendas de Bolivia, un país de mayoría
indígena, desestructurado, donde el racismo se sigue
ejerciendo a espuertas y cuya miseria es equiparable a la de
Honduras o Haití, que son las naciones más desabastecidas de
un continente ya de por sí empobrecido. Pero también las
circunstancias
en
las que Mesa tomó posesión de su cargo han influido y mucho
en
su
progresivo desgaste, más allá de la fecha en que se produzca
su
cese definitivo.
El historiador y periodista, de verbo fácil y brillante, se
volvió presidenciable una vez que el mandatario de marras,
Gonzalo Sánchez de Lozada, abandonó apresuradamente el país
dejando atrás a una sociedad convulsionada por las violentas
jornadas en las que perdieron la vida más de sesenta
personas, después de que la policía cargara contra los
manifestantes. Protestas populares que fueron calificadas de
desmedidas por las autoridades, y que probablemente lo
fueron si nos atenemos a las causas más inmediatas de las
mismas. Sin embargo, sólo hay que revisar unas cuantas
páginas de la historia reciente o pasada de ese país para
llegar a la conclusión de que cualquier protesta ciudadana,
por desproporcionada que parezca, está más que justificada a
la luz de las carencias que mantienen a Bolivia en la
cuarentena.
El entonces Vicepresidente Mesa buscó desde el principio la
reconciliación con ese importante sector de la población
que, una vez más, se sintió agraviado por los políticos
tradicionales, muchos de ellos testaferros de los finqueros
y oligarcas que desde tiempos inmemoriales manejan el país
como si fuera un cortijo. El detonante de la crisis que
acabó con Sánchez de Lozada fue la voracidad de las
petroleras internacionales por rentabilizar cuanto antes su
desembarco en el país, que el mandatario boliviano consintió
al otorgarles poco menos que una patente de corso para
moverse en la nación sudamericana. Tal exceso se vio
agravado por la decisión de que fueran los puertos de Chile
(país que privó a Bolivia de su salida al mar) los que
canalizaran los energéticos hacia tierras norteñas. Con un
caldo de cultivo más que predispuesto, las revueltas
populares no se hicieron esperar tras el desplante del
Presidente que tuvo que salir del país a la carrera para
exiliarse en Estados Unidos.
"La relación entre la sociedad y el Estado se ha deteriorado
hasta tal punto que el marco global que define nuestra
relación se ha perdido y eso se expresa en que la ley como
aspecto fundamental ordenador de un compromiso social está
en entredicho", subrayó Mesa en el otoño del año pasado,
después de haber asumido la Presidencia, para enfatizar la
gravedad de la situación. "Mi compromiso como presidente es
cumplir una tarea de transición histórica, abrir el espacio
de una segunda fase de una democracia en la que la
participación y la inclusión sea una respuesta a la
democracia pactada que fue útil, que fue necesaria, pero que
se agotó". Un buen planteamiento político que hasta ahora no
ha podido concretar en sus diecisiete meses de reinado.
Cierto que Mesa recortó, y mucho, las utilidades de las
trasnacionales; cierto que la oposición del líder cocalero
Evo Morales, al que algunas plumas indocumentadas
criminalizan desde el exterior, ha sido implacable con un
Presidente que debía haber gozado de un mayor periodo de
gracia; cierto que la política cotidiana se le queda pequeña
al gran pensador que Mesa lleva dentro. Sin embargo, las
asignaturas pendientes del país sudamericano no admiten
nuevos plazos para su aprobación. Cualquiera que acceda al
poder allí tendrá que vérselas con necesidades de carne y
hueso. Porque entre tanta vida maltrecha lo que
verdaderamente cuenta en Bolivia es el hambre que se pasó en
la víspera, y no los banquetes prometidos. Mesa ha venido
apostando; pero no lo suficiente.
Luis
Méndez Asensio
Agencia de
Información Solidaria
17 de
marzo de 2005