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 La Unión Europea,

en el callejón (sin salida) neoliberal

Al rechazo del Tratado constitucional europeo en Francia y Holanda y al fracaso de la última cumbre celebrada en Bruselas (una consecuencia de las exigencias británicas y del repentino desconcierto y división de los dirigentes de la visión neoliberal de la Unión Europea), se ha añadido una grave disputa entre los gobiernos que dirigen los países centrales de la Unión.

 

Los problemas proliferan y la confusión se apodera de las instituciones europeas: baste señalar el despropósito enunciado por el presidente del Parlamento europeo, Josep Borrell, al defender el mantenimiento del proceso de ratificación constitucional y que, para negar la muerte de la Constitución, esgrime que ningún país ha dicho aún que no va a ratificar el Proyecto. Borrell estaba hablando de los gobiernos, como es obvio, intentando, sin incomodarse lo más mínimo, pasar por encima de la voluntad popular expresada por franceses y holandeses. Ahora, al tradicional eje franco-alemán se ha opuesto un todavía embrionario bloque, dirigido por Londres, pero que encuentra apoyos en Holanda, en Italia, y en algunos países que se incorporaron a la Unión en la última ampliación.


El déficit democrático de la Unión Europea es una realidad insoslayable: el Tratado ha sido aprobado hasta ahora exclusivamente por los parlamentos nacionales de cada país, sin debate democrático, y, muchas veces, con la oposición mayoritaria de la población, y el único referéndum celebrado (en España) fue un ejercicio de despotismo, por la evidente desigualdad con que los grandes medios de comunicación trataron a los partidarios del sí y del no al Tratado, y fue, también, una muestra de desinterés ciudadano que no puede separarse de ese déficit democrático con que se está construyendo la Unión Europea desde sus inicios. Sin embargo, la hipocresía y la mentira sigue siendo un recurso de quienes dirigen la Unión: se ha llegado a afirmar desde la Comisión Europea que, pese al rechazo de la Constitución hecho por franceses y holandeses, casi la mitad de la Unión había aprobado ya ese texto. Enfáticamente, la Comisión Europea afirmaba en un comunicado oficial: "La voz de casi la mitad de la Unión Europea no puede ser ignorada", sin reparar, interesadamente, en que casi todos los países que han ratificado el texto lo han hecho en trámites parlamentarios, sin consulta popular, hurtando el debate público y despreciando la voz de la calle. Algunos gobernantes todavía pretenden seguir con esa elitista gestión europea, alejada de las preocupaciones populares: la desfachatez ha llegado tan lejos que el propio presidente de la Convención que redactó el proyecto constitucional, Giscard d'Estaing, defiende sin rubor la conveniencia de una nueva consulta, para ignorar, en la práctica, el resultado de los referéndums francés y holandés.

En la mayoría de los países europeos, la manipulación informativa llegó al extremo de presentar a los partidarios del sí como un ejemplo acabado de responsabilidad democrática, de confianza en el futuro, de sensibilidad social, y a los partidarios del no como una agrupación heterogénea donde se mezclaba la irresponsabilidad, la falta de madurez democrática, la ausencia de una visión de futuro y de propuestas viables para la Unión e, incluso, el maridaje de los resabios fascistas de Le Pen con la izquierda comunista, anarquista y extraparlamentaria, ocultando que, en un referéndum que limita por definición a dos las opciones políticas, siempre se produce extrañas coincidencias. También se han dado en la derecha. No hay que insistir, por evidentes, en las razones opuestas que llevaban a la izquierda o a la derecha xenófoba a coincidir en sus llamamientos al voto contrario al Tratado constitucional. Desde el campo del sí, se llegó a acusar a quienes rechazaban la Constitución de ser "incapaces de gestionar el no", remedando la trampa de tahúr que utilizó el viejo presidente español, Felipe González, para forzar la permanencia de España en la OTAN, hace casi veinte años. De paso, los partidarios del sí, negaban la evidencia de la limitación de derechos sociales y laborales que pretendía impulsarse con ese texto y apenas hacían referencia a la imposición jurídica de la economía capitalista que comportaba.

El ejército de comentaristas que en estas semanas alecciona a los ciudadanos desde los medios de comunicación insiste ahora en una lectura equivocada de las consecuencias del rechazo francés y holandés a la Constitución y del fracaso de la cumbre de Bruselas. Tony Blair, el socialdemócrata convertido en ariete neoliberal, afirma que hacen falta "dirigentes que conecten con los ciudadanos", en un desvergonzado ejercicio de equilibrista que oculta que él mismo desoyó la unánime opinión de los británicos que se oponían a la guerra e invasión de Irak, por ejemplo. Como ha ignorado hasta ahora los justificados temores de los ciudadanos británicos ante la degradación de sus condiciones de vida. Por su parte, Chirac y Schröder, intentan resistir la acometida de Blair diciéndonos las verdades del porquero: que el primer ministro británico apenas desea algo más que un gran mercado europeo, lejos de las propuestas unificadoras que han sido alimentados en los últimos años desde París o Berlín.

Pero todos los protagonistas de la disputa procuraban ignorar la evidencia que recorre Europa: el desencanto, la frustración, el rechazo por los ciudadanos a la deriva neoliberal de la Unión Europea, tanto en la versión más moderada de Chirac y Schröder como en la más descarnada de Tony Blair. Esa realidad ya se puso de manifiesto cuando Blair exigió a sus socios europeos, y obtuvo, la reducción de derechos sociales contemplados en el texto del Tratado. Sin embargo, la desfachatez de Blair ha llegado tan lejos que ha utilizado precisamente las consecuencias de la política neoliberal impulsada hasta ahora en Europa (hay más de veinte millones de parados en la Unión) para reclamar ¡más medidas neoliberales! Esa flagrante contradicción no arredra a un curtido político experto en mentir con soltura ante las cámaras de televisión. El demagógico recurso de Blair a la necesidad de mayores inversiones en investigación y desarrollo, en nuevas tecnologías, es apenas el velo con que pretende ocultar su apuesta por una Europa mercantil, con sindicatos cautivos, con condiciones de trabajo precarias, con facilidades para las empresas y grilletes para los trabajadores. No es una frase retórica: el mismo Blair, que tras el referéndum francés y holandés ha paralizado el debate sobre el Tratado constitucional sin contar con la opinión de sus colegas europeos, está siendo ayudado en ese empeño por los reclamos neoliberales de los sectores más conservadores de Europa: desde The Times y la Liga Norte italiana, que especulan con la desaparición del euro, hasta los que llegan de círculos empresariales que reclaman un gran mercado y una dura regresión de los derechos sociales y de los salarios de los trabajadores europeos para, supuestamente, "hacer frente a la globalización". No es ninguna casualidad que Blair haya sido elogiado por su propia oposición, el Partido Conservador británico, heredera del monetarismo y de la mano dura de Margaret Tatcher.

Tampoco Chirac y Schröder se apartan de la receta neoliberal, aunque su visión contenga matices menos duros y una apuesta por la construcción de un fuerte Estado europeo. Pero todas esas luchas entre dirigentes, algunas abiertas y otras secretas e intestinas, no pueden ocultar la cuestión central: en los países donde se ha producido un verdadero debate y se ha celebrado un referéndum consultivo, la población ha rechazado la Constitución. Las discusiones sobre el carácter político de la Unión, sobre sus límites territoriales, sobre la incorporación de nuevos países, sobre la cuestión turca, o sobre la geometría de los acuerdos por arriba que escapan al control democrático de los ciudadanos; sobre los fondos estructurales o la Política Agraria Común, así como las retóricas apelaciones a la solidaridad, son cuestiones muy importantes pero secundarias ante la cuestión central: el modelo social y económico capitalista que está detrás del incompleto proceso de construcción de la Unión Europea se encuentra en un callejón sin salida.

En la larga década transcurrida desde la desaparición de la URSS (que ha supuesto, entre otras cosas, la incorporación a la Unión Europea de casi tantos países como la formaban anteriormente), se ha producido un claro deterioro de las condiciones de vida de la población: en el Este y en el Oeste, y las élites europeas pretenden continuar con ese proceso en aras de una peculiar modernización y de la construcción de una fuerte Unión, capaz de hacer frente, supuestamente, a los riesgos de la globalización mercantil del planeta. Sin embargo, el discurso de la burguesía europea, partidaria con diversos matices de esa globalización y, también, del proteccionismo comercial, hace aguas por todas partes. Los gobiernos europeos y las grandes empresas han colaborado en la destrucción de la economía y de los derechos sociales de la antigua Europa socialista, degradando (con la complicidad de las nuevas élites corruptas que gobiernan esos países) hasta límites difíciles de soportar las condiciones de vida y los salarios de la población. Y, en nuestros días, una parte de esa población de la Europa central y oriental, forzada a emigrar por la miseria y el desempleo, está siendo utilizada por los poderes económicos de la Unión Europea para reducir drásticamente salarios y derechos sociales y sindicales en todos los países: para trabajadores autóctonos y para obreros inmigrantes. La metáfora del fontanero polaco que hizo fortuna en Francia no puede ocultar que no son los trabajadores inmigrantes quienes amenazan a la clase obrera del resto del continente, sino la desmesurada voracidad de empresarios sin escrúpulos que están imponiendo por la fuerza salarios de miseria y aumentos inhumanos de jornadas laborales. La hipocresía empresarial llega tan lejos que, mientras sus portavoces acusan a China de competencia desleal por la diferencia salarial entre ese país y Europa, no dudan, al mismo tiempo, en exigir mayores sacrificios a los trabajadores europeos y salarios cada vez más bajos para competir, para vender sus productos al resto del mundo.

Se ha producido, así, un claro rechazo popular a una Constitución que suponía graves peligros para los derechos sociales de los trabajadores y ciudadanos europeos, como habían denunciado los partidarios del no. Porque la distancia entre los ciudadanos y los gobernantes va más allá de desacuerdos circunstanciales: la construcción de la Unión está suponiendo mayor precariedad, menores derechos laborales, aumento del desempleo. Con el santo grial de las promesas sobre una modernización que consolide la Europa social y el Estado del bienestar (señuelo que, en realidad, favorece a los grandes poderes económicos, a costa de los trabajadores autóctonos o inmigrados), los gobiernos europeos han construido hasta ahora un nuevo espacio económico que ignora a los trabajadores y a la mayoría de la población. Pese a las cifras oficiales, la pobreza y la precariedad crecen en Europa, al Este y al Oeste. Y los gobernantes no han podido ocultar ese malestar ciudadano, que les ha estallado entre las manos. Es obvio que Chirac y Schröder no tienen ningún proyecto progresista, pero tampoco lo tiene Blair, que, al margen de su retórica populista, no puede ocultar que es un curtido político que ha mentido a sus compatriotas y que debería ser juzgado por la Corte Penal Internacional como un criminal de guerra por la agresión y ocupación de Irak. Ahora, las diferencias entre el eje francoalemán y el que intenta organizar Blair para dirigir la Unión estriban apenas en que París y Berlín pretenden construir un espacio económico europeo de orientación neoliberal y un gran Estado multinacional que compita con Washington, mientras que Londres sólo busca un gran mercado neoliberal europeo sin dañar los lazos entre ambas orillas del Atlántico, aceptando una tácita subordinación de la Unión Europea ante los Estados Unidos. Esos rasgos definen la actualidad política, planteando un claro desafío a la capacidad de la izquierda política. De hecho, es el momento de que la izquierda europea, en una amplia coalición que englobe a los representantes políticos de los sectores populares, desde la socialdemocracia hasta la izquierda extraparlamentaria, defina una alternativa propia, opuesta a Londres, pero también a París y Berlín. No va a ser fácil.

Pese a todo, un hecho resulta evidente: la Constitución europea está muerta. Seis países han detenido el proceso de ratificación: Gran Bretaña, Portugal, Dinamarca, Irlanda, Suecia y la República Checa, y la pausa decidida en el Consejo Europeo de Bruselas dedicando un año a la "reflexión" es sólo un mal remedio para ganar tiempo. No se ha producido sólo un enfrentamiento entre quienes desean un gran mercado y quienes, además, defienden una Europa política integrada: ambos, con matices diversos, están en el mismo campo y eran partidarios del sí, aunque las consecuencias del predominio de unos u otros impliquen más o menos severidad en la aplicación de las recetas neoliberales. El enfrentamiento real está situado entre quienes se han estrellado con un proyecto liberal que ha fracasado y quienes mantienen que otra Europa (y otro mundo) es posible, pero que no han conseguido (todavía) la articulación de sus propuestas políticas a escala continental y la construcción de un bloque político capaz de defenderlas, en las calles y en los Parlamentos nacionales.

Junto a ello, no hay que olvidar que las consecuencias estratégicas de este pulso político pueden ser importantes: de su conclusión depende desde la vigencia del euro como moneda de referencia internacional ante el dólar, pasando por la atención o el olvido hacia los más peligrosos conflictos europeos (los Balcanes, la cuestión turca, la segregación de la población rusa en los países bálticos y la inmigración, entre otros), y por el peligro de un reforzamiento de los populismos reaccionarios, xenófobos y, en ocasiones, abiertamente fascistas, llegando hasta la clarificación de las fronteras de la Unión (¿ante Odessa o ante Rostov? ¿en el Bósforo o en el Cáucaso?) y la redefinición del papel político que deben jugar Europa en el mundo que se avecina, entre la previsible decadencia norteamericana, la pujanza china, y la emergencia de nuevos actores como Rusia, India o Brasil. Otra Europa es posible, pero la izquierda sabe que hay que pasar del enunciado a la acción. La gran estafa de la construcción europea diseñada hasta ahora ha fracasado, pero hay que organizar la alternativa. Y el tiempo apremia.

 

Higinio Polo
La Insignia / Rel-UITA

2 de julio del 2005
 

 

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