Perú - Estados Unidos

Cocaína y espárragos

El granjero Ed McKay de Washington está furioso con el Perú, según informa el New York Times. Después de cincuenta años cultivando espárragos, McKay ha tenido que dedicar sus parcelas al maíz y al trigo o dejarlas en barbecho.

 

La razón es que el mercado estadounidense ha sido inundado por espárragos peruanos, que son más baratos y se consiguen frescos todo el año, debido a las políticas antidrogas de los EEUU, que durante la última década han subvencionado el cultivo de este producto para que los campesinos del país andino no siembren coca en sus tierras.

Como McKay, los propietarios de otras 6.900 hectáreas, especialmente en Michigan y Washington, se sienten víctimas norteamericanas de la guerra contra las drogas. Y se preguntan si la política de cultivos alternativos ha servido realmente para reducir el comercio de cocaína. Sin embargo, ningún indicador sugiere una disminución del consumo de estimulantes en los EEUU, al menos no en la proporción en que ha caído la industria del espárrago, un 35% en una década.

La razón más obvia es que los espárragos y la coca ni siquiera se cultivan en las mismas condiciones ecológicas. Mientras la segunda se da en la selva montañosa, el primero crece al nivel del mar, como ha señalado la Junta Consejera del Espárrago en Michigan, así que la producción de uno no le roba tierras a la otra.

El Estado peruano ha defendido sus subvenciones respondiendo que el 40% de los empleados en la producción de espárragos provienen de regiones productoras de coca. Quizá sea cierto que esos aproximadamente 20000 campesinos estarían sembrando coca de no haber subvención para los espárragos. Pero aún en ese caso, cabe preguntarse ¿y qué pasa con el otro 60%? Si ellos provienen de regiones costeras ¿qué sentido tiene privilegiar al espárrago sobre otros cultivos propios de las regiones cocaleras como el café o el cacao?

En los EEUU, las tribulaciones de los granjeros norteamericanos son esgrimidas por los partidarios de una solución militar al tema de las drogas. Según su filosofía, su país no es responsable de la producción de coca en los países de origen, así que no debe perjudicarse económicamente combatiéndola. Sin embargo, en la medida en que todo productor de coca es un delincuente -o por lo menos, un cómplice del narcotráfico-, es lícito criminalizarlo, esterilizar sus tierras y encarcelarlo. La manifestación más radical de esta manera de pensar fue, en su momento, la invasión de Panamá para arrestar al dictador Noriega bajo cargos de narcotráfico.

En esa ocasión, el mensaje para toda América Latina quedó bastante claro. Pero aún sin necesidad de ese ejemplo, EEUU controlaría la política antidrogas de la región porque los premios e incentivos financieros que ofrece para la lucha son de tal magnitud que ningún país se puede dar el lujo de rechazarlos, así que todos los pretenden, aunque sea para destinarlos a industrias que no necesariamente cumplen con el objetivo predeterminado. Los espárragos no reemplazan a la coca, pero resultan una inversión más "viable" en un país como el Perú, donde la mayor parte de la tierra cultivable y las empresas están en la costa. Así, el uso alternativo del látigo y la zanahoria no sólo es un negocio para EEUU sino también para los gobiernos y las empresas de los países andinos y amazónicos.

En medio de este juego de intereses, quienes quedan desprotegidos en primer lugar son los campesinos productores de coca, que no reciben las zanahorias pero sí los latigazos. Su respuesta de los últimos años ha sido organizarse políticamente, por lo general en abierto enfrentamiento tanto con EEUU como con los gobiernos nacionales y sus élites empresariales. El caso más claro ha sido el de Evo Morales y el MAS en Bolivia, cuyo ejemplo se ha extendido al Perú, donde ya existe un gremio de cocaleros con decenas de miles de asociados.

En ambos países, sus detractores acusan a estos movimientos de actuar en complicidad con el narcotráfico. Aunque esos vínculos no están probados, no deberían extrañarle a nadie, porque admiten según sus propios acusadores, los cocaleros sólo subsisten gracias al dinero del tráfico de estupefacientes. La labor pendiente de gobiernos y capitales nacionales debe ser precisamente sustraer a estos campesinos de la órbita del narcotráfico e integrarlos en el juego democrático en vez de expulsarlos de él. Para eso, será imprescindible una gestión más eficiente -y, por cierto, más democrática- de los recursos destinados a la lucha antidrogas.

Esa gestión multiplica su importancia en vísperas del Tratado de Libre Comercio, que el Perú y EEUU han empezado a negociar el 18 de mayo. Si el acuerdo se limita a una supresión de aranceles, los granjeros estadounidenses como nuestro furioso Ed McKay quizá sigan perdiendo sus cultivos a merced de políticas erráticas e innecesarias, y los campesinos cocaleros podrían convertirse en el germen de enfrentamientos sociales cada vez más graves, como los que ya han sufrido Venezuela y Bolivia. En cambio, si el continente adopta un modelo de negociación y desarrollo -similar al de la Comunidad Europea pero adecuado a la dificultad que implican las enormes desigualdades del continente- quizá ambos puedan, simplemente, comerciar en libertad.

Estoy seguro de que Ed McKay nunca ha visitado el Perú, ni tiene muchas ganas de hacerlo. También es verdad que los campesinos cocaleros probablemente nunca recibirán un visado a los EEUU. Pero a ambos les vendría bien saber que, a pesar de la distancia, están en el mismo equipo, y que es responsabilidad de sus gobiernos y sus empresas actuar en consecuencia.

 

Santiago Roncagliolo *

Convenio La Insignia / Rel-UITA

2 de junio del 2004

 

* Santiago Roncagliolo es escritor y periodista

 

  

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