Las elecciones del 2006 arrojaron
resultados previsibles. Poco hay en
ellas que no se hubiera cantado de
antemano: el triunfo contundente de
Álvaro Uribe en la primera vuelta; el
avance de la izquierda liderada por
Carlos Gaviria Díaz; la evaporación del
Partido Liberal (con inmerecido castigo
a Horacio Serpa); la pertinaz abstención
mayoritaria (subió, incluso, de 53,5 a
54,9 por ciento).
Solo faltaba colgarles cifras a los
hechos, y ellas nos cuentan que Uribe
logró la mayor votación de todos los
tiempos (más de 7 millones 363 mil
votos); la izquierda, su más poderosa
exhibición en las urnas (triplicó los
754 mil que había obtenido Antonio
Navarro) y el liberalismo su más baja
proporción (11,84 por ciento). Justo es
agregar a lo anterior el eficiente
trabajo de la Registraduría.
Una de las pocas sorpresas de la jornada
fue la bajísima cifra de Antanas Mockus,
el ex alcalde bogotano, que obtuvo
apenas 146 mil votos en todo el país. En
cuanto a los demás -incluso Álvaro Leyva,
el hombre que gestionó la presidencia de
Andrés Pastrana con Tirofijo-,
prácticamente no existieron. También era
predecible. Más extraña fue la
importante votación por Uribe en Bogotá,
donde gobierna un antiguo rival suyo.
Allí logró el presidente proporciones
aun mejores que en el país.
Las elecciones dejan sobre la mesa
algunos temas gordos de análisis. Uno de
ellos es si el bipartidismo está muerto,
y si, además de muerto, fue sepultado el
domingo, o si únicamente se encuentra
cataléptico. Yo pienso que está
descuartizado, pero no muerto. Hay
pedazos suyos repartidos en distintos
movimientos -sobre todo el uribismo-, y
que, ante una buena convocatoria
clientelista, podría remendarse a
medias.
Otro es si la composición interna del
triunfo amerita reorganizar el gabinete
y repartir poderes y prebendas con
criterios distintos a los que
prevalecieron hasta ahora. Lo que deben
saber los amigos de Palacio es que la
victoria corresponde a un señor llamado
Álvaro Uribe Vélez, que ha podido
sintonizar con la gente, y no a un
aparato o una campaña. En el uribismo,
más allá de Uribe no hay mucha tela.
Se votó para premiar por el pasado, no
para apostar por el porvenir. Los
ciudadanos aprobaron el desempeño del
presidente durante el cuatrienio
2002-2006. A seis de cada diez les gustó
el gobierno, y le concedieron clamorosa
medalla con sus papeletas.
Aplaudían lo conseguido, no lo que
podría conseguir, entre otras cosas
porque Uribe no anunció grandes cosas
para su segundo mandato, sino más de lo
mismo. Los colombianos tienen esperanzas
de paz y empleo, pero no se conoce
ningún gran plan del gobierno para lo
uno ni para lo otro.
La prueba es que su discurso de victoria
mucho agradece y ofrece poco. De hecho,
pasará a la historia como uno de los más
pobres y demagógicos de nuestros anales,
empezando por la invocación de Nuestro
Señor y María Santísima y prosiguiendo
con la defensa de una meritocracia que
no existe y la dosis delirante de
oratoria patriotera.
De 3.118 palabras que contenía, 104
mencionaban a la patria, los
compatriotas, Colombia o los
colombianos. Una de cada 29 palabras
estaba teñida de ese agobiante tinte
tricolor que tanto gusta al presidente.
Tiempo habrá para meditar sobre el
futuro, porque las elecciones no
consolidaron un movimiento político,
sino un caudillo. Es presumible que
vengan tiempos difíciles. Los problemas
sociales -cada vez mayores- no se
solucionan batiendo banderas.
¡Nuestro Señor y María Santísima nos
dieron a Uribe hace cuatro años, Nuestro
Señor y María Santísima se negaron a
quitárnoslo el domingo!... ¡Que Nuestro
Señor y María Santísima nos ayuden para
que Colombia no vaya a arrepentirse de
su decisión democrática!
Daniel Samper Pizano
Tomado de La Insignia*
* Publicado originalmente
en El Tiempo, de Colombia.
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