A partir de
la 'década perdida' y, sobre todo, desde los años noventa
del siglo pasado, los gobiernos latinoamericanos en general
y el peruano en particular creen haber encontrado la fórmula
mágica para remontar su condición de subdesarrrollo. Para lo
que nos han llevado de regreso al estilo de 'crecimiento
hacia afuera' que caracterizó nuestras economías desde la
Colonia hasta muy entrado el siglo XX, básicamente como
consecuencia de la aplicación del doloroso recetario del
Consenso de Washington, jalonado por la demanda global y
sustentado en ventajas comparativas estáticas. Lo que se ha
ido materializando en una aparentemente avanzada modalidad
de acumulación de exportaciones tradicionales modernizadas y
'no tradicionales' sencillas, en cuyo marco se han
incrementado y diversificado nuestras exportaciones, gracias
a la atracción masiva de inversión extranjera directa.
En esa
creencia, aparentemente sabia, nuestros gobernantes están
incurriendo en una clásica 'falacia de composición', ya que
abrigan la ilusión de que todos los países
subdesarrollados que se vienen globalizando pueden crecer
paralelamente en forma sólida, estable y sostenida basándose
en el aumento de ese tipo de demandas por parte de los demás
países, especialmente de los más desarrollados. Lo que
ciertamente era válido para los primeros que se acoplaron a
la 'nueva' división internacional del trabajo, como fuera el
caso de los 'tigres asiáticos'. Pero, en la medida en que
prácticamente todos los países periféricos han adoptado el
mismo camino, ese proceder está conduciendo amenazadoramente
al conocido 'crecimiento empobrecedor', al que hacía
referencia Jagdish Baghwati en un célebre artículo de 1958.
En efecto,
debido a la dinámica propia de la tan preciada
'globalización', más y más economías y empresas
transnacionales radicadas en la periferia del sistema
mundial producen tipos similares de exportaciones, con lo
que la competencia se torna cada vez más aguerrida, para
beneficio de los consumidores. Pero, a nuestro entender,
ésta es apenas una victoria pírrica para quienes hoy pueden
comprar esas mercancías cada día más baratas y para los
países que han logrado balanzas comerciales positivas.
Porque en ese proceso la oferta está creciendo más
aceleradamente que la demanda, en que además ésta se irá
desplazando cada vez más hacia las economías más
competitivas ubicadas en las regiones orientales, tanto de
Europa como de Asia, ahogando la producción 'no tradicional'
de nuestro subcontinente. Lo que ciertamente no llegan a
entender nuestros economistas ortodoxos, puesto que siguen
creyendo descaminadamente en la Ley de Say, de
acuerdo a la cual toda oferta crea su propia demanda, con lo
que ambas siempre estarían en equilibrio. En la práctica,
sin embargo, a la larga esa sobreoferta a escala global, no
sólo deteriora los precios de lo que exportamos, sino que
desemboca en una sobrecapacidad productiva, que será más
evidente cuando la demanda global se reduzca agudamente, lo
que sucederá -más temprano que tarde- en cuanto EEUU ajuste
con seriedad sus enormes desequilibrios fiscal y externo.
En esta
carrera infernal entre las empresas que producen bienes
similares es evidente que su principal preocupación consiste
en aumentar desesperadamente su 'competitividad
internacional', lo que desafortunadamente sucede en forma
espuria y, por tanto, perjudicial para nuestro propio
desarrollo interno. Las 'medidas' más comunes que se adoptan
a ese respecto son conocidas: reprimir los salarios reales
(en el mejor de los casos) y los sindicatos (en el peor de
los sentidos), contratar a quienes cobran menores
remuneraciones (mayoritariamente mujeres y jóvenes, incluso
niños), alargar e intensificar la jornada de trabajo,
flexibilizar el mercado laboral, ignorar el pago de
horas-extra, recortar beneficios sociales, gratificaciones,
vacaciones y demás 'sobrecostos' laborales; sobreexplotar
los recursos naturales no renovables y desconocer los costos
conexos del deterioro medioambiental; recortar al mínimo las
funciones del Estado, en vez de reformarlo; devaluar del
tipo de cambio más allá de la paridad, abaratando
exageradamente nuestros productos en el extranjero; y
asegurar que la política tributaria se base principalmente
en impuestos indirectos, más que en los que se cobran sobre
los ingresos, la propiedad y las ganancias. Lo que no es
otra cosa que -técnicamente hablando- una suicida
'competencia de fondo de pozo' entre las economías
globalizadas y pasivamente TLC-adictas.
Pero los
efectos perversos adicionales de tal estrategia extrema a
nivel internacional son aún mayores que los que
derivan de la sobreoferta generalizada y la consecuente
deflación global que nos amenaza, especialmente porque el
proceso viene generando un conflicto aparentemente invisible
entre los trabajadores de los sectores manufactureros de los
países subdesarrollados con los de los desarrollados, lo que
tenderá a reforzar las medidas proteccionistas de estos
últimos, que ya han ido in crescendo durante el
último lustro por la presión ejercida eficazmente por los
lobbies correspondientes. Peores aún son sus conocidos
efectos perversos a escala nacional: porque esta
modalidad de acumulación exportadora 'fácil' de mercancías
nos hace extremamente dependientes de los ciclos económicos
de las economías centrales; porque las fuerzas endógenas que
desencadena dejan de lado la expansión paralela del mercado
interno que podría darse a través de cadenas productivas y
transferencias de excedentes; porque la producción
generalmente es de enclave o de ensamble y porque nos
estamos especializando en bienes de baja tecnología y de
rendimientos decrecientes a escala, sin preocuparnos por la
adaptación e innovación tecnológica y, mucho menos, por el
desarrollo científico propio. Lo que, en la práctica,
conduce a mayores niveles de subempleo, informalidad y
deterioro de la de por sí desigual distribución del ingreso
y la riqueza, con lo que crecen variedades patológicas de
exportaciones no tradicionales, tanto aquellas derivadas de
la coca y la amapola, como las de 'cholos baratos' y de
cerebros costosísimos. De esta manera el 'modelo' genera una
serie de círculos viciosos que nos eternizan en equilibrios
malsanos o 'trampas de la pobreza'.
Por
supuesto que, a pesar del panorama exageradamente pesimista
trazado aquí, porque tampoco estamos hablando de un 'medio
milenio perdido', no hay motivo para la desesperación,
porque las soluciones están a la mano para cambiar
responsablemente el rumbo de la mayoría de países
latinoamericanos. Apenas falta la voluntad política para
adoptarlas desde hoy, aun sabiendo que sólo habrán de
fructificar en una o dos generaciones. En cambio, sería
lamentable que, una vez más, sólo se realicen ciertos
cambios para que nada cambie, como diría el viejo Lampedusa.
Jürgen
Schuldt *
Convenio La Insignia / Rel-UITA
Perú, 22
de junio del 2006
* Universidad del
Pacífico (Perú).