Los
ejecutivos de la aseguradora AIG,
rescatada de la quiebra con dinero
multimillonario del Estado,
se han
repartido 165 millones de dólares
como sobresueldo… ¡como premio por su
gestión!
El gobierno de Obama descontará
esa cantidad del dinero que aún ha de
entregar para salvar la empresa. A
partir de tal desvergüenza, no sorprende
el fracaso del sistema financiero ni la
desaparición de cientos de miles de
millones de dólares, ni la economía real
en recesión, ni la peor crisis económica
jamás sufrida.
Las crisis son consustanciales al
capitalismo. Treinta y cuatro de
diversos calibres desde 1854, con
desempleo castigando a los ciudadanos
con mayor o menor intensidad, según nos
cuenta el escritor y analista Tariq
Alí. Pero más allá de las
contradicciones insolubles del
capitalismo, esas crisis económicas de
diversa hondura tienen mucho de derrumbe
moral. Los desastres no suceden sólo por
causas económicas y financieras que se
dirían “técnicas”, sino por la
desaparición de valores éticos que
impulsan conductas predadoras.
José Luis Sampedro,
escritor y economista, nos recuerda “con
qué facilidad ha surgido dinero de
debajo de las piedras para ayudar a los
bancos culpables de la crisis. Si se
hubiera pedido para curar el SIDA
en África o para educación no
hubieran aparecido ni diez mil dólares
ni aún habiéndose constituido treinta
comités internacionales. Es una muestra
de en qué situación estamos”. Una prueba
de la ruina moral en la que hemos caído.
La próxima cumbre del G20 es el foro
para decidir cómo enfrentar la crisis.
Los desacuerdos entre las grandes
potencias económicas sobre como relanzar
la economía no auguran nada bueno.
Buenas intenciones, profesiones públicas
de unidad, estímulos fiscales,
regulación y control... Todo está muy
bien, pero ¿qué tal recuperar la ética
en la economía y en la política
económica? Nadie ha propuesto hasta
ahora restaurar principios y valores
cuya ausencia nos ha conducido al
desastre.
Aunque haya sido diáfano que la avaricia
nunca es buen motor de la economía y que
los mercados no pueden regularse a sí
mismos (han de ser vigilados y regulados
con mano férrea), precisamente porque la
codicia, ostentación y derroche no
pueden ser los motores de quienes
manejan el mundo financiero. Como nos ha
dicho recientemente José Luis
Sampedro, “la idea misma del
desarrollo económico es una
degeneración. La degeneración de las
ilusiones de la razón”.
Más allá del desacuerdo entre las
grandes potencias económicas, y sabiendo
que tan importante como las propuestas
prácticas es la rehabilitación de
valores y principios, deberíamos tener
en cuenta lo dicho por Rahm Emmanuel,
jefe de gabinete de Obama: "Nunca
se debe desaprovechar una crisis". Si,
como nos ha recordado el Nobel Paul
Krugman, Reagan aprovechó la
crisis de 1987 para cambiar todo en
beneficio de la minoría rica, la
involución neoliberal, ¿por qué no
aprovechar esta crisis para enderezar
profundamente el rumbo que nos ha
llevado al desastre? Restaurando
principios éticos, de solidaridad, de
justicia y de respeto al medio ambiente,
al planeta, por encima de la codicia, el
crecimiento incesante y el derroche.
En los últimos años, tras el hundimiento
del imperio soviético y la miserable
victoria del capitalismo en su nefasta
versión neoliberal, se sintieron con
crudeza sus peores consecuencias: veloz
derrumbamiento de la economía argentina,
aumento de los pobres, mayor
empobrecimiento de países ya
empobrecidos y crecimiento astronómico
de la desigualdad entre países y entre
clases en los países, entre otras. Pero
también surgieron respuestas.
Protesta en Seattle y en todas las
ciudades donde se reunían las elites
económicas, nacimiento del Foro Social
Mundial, oposición global al pensamiento
único (el dogma del consenso de
Washington), movimientos populares
sociales en Argentina,
Venezuela, Bolivia,
Ecuador, Paraguay…,
concienciación política de las grandes
ONG… Un desafío constante al desorden
neoliberal. Los movimientos sociales en
América del Sur se han concretado
políticamente y han elegido una mayoría
de gobiernos progresistas en la región,
gobiernos que desafían la desregulación,
la libertad absoluta del capital, la
privatización como panacea y la acción
depredadora de las empresas
transnacionales.
Es un buen modo de empezar a cambiar las
cosas, pues está demostrado que sin
acción ni presión desde abajo, no hay
cambios por arriba que merezcan tal
nombre. Aprovechemos la crisis para
cambiar las cosas.