El 11 de enero de 2008, nadie hubiera apostado demasiado a
que un joven senador negro del estado de
Illinois sería elegido Presidente de
Estados Unidos.
Pero nadie hubiera sospechado tampoco que ese acontecimiento,
tan inesperado como importante, no
constituiría el hecho más sobresaliente
del año.
Porque en 2008 el destino de Barak Obama y el de su
país fueron moldeados por una fuerza que
los superaba, y que los superó, hasta el
punto de poner patas para arriba a todo
el planeta: la crisis. Una crisis
devastadora que refleja y pone en
cuestión un modelo económico, social y
ecológico.
A comienzos de 2008 el alza vertiginosa de las cotizaciones
de la energía parecía precipitar el
vuelco del mundo. El aumento beneficiaba
a Rusia, Venezuela e
Irán, adversarios estratégicos de
Estados Unidos.
A comienzos de 2009 el petróleo que en julio había alcanzado
los 147,5 dólares por barril, volvía a
caer por debajo de los 40 dólares, es
decir a su nivel de 2003.
Entre ambos momentos, la crisis financiera nacida en Nueva
York provocó la contracción del crédito
en Occidente, el retroceso de la demanda
global y el derrumbe de los precios de
la energía.
El miedo a la inflación y al endeudamiento, y también a la
“inseguridad” asociada al terrorismo, se
disolvió en parte en el terror a la
recesión y el desempleo masivo.
La “energía verde” que con un oro negro a 150 dólares el
barril pasó a ser rentable, amenazaba
con convertirse en la siguiente burbuja
especulativa como lo fueron los
tulipanes en el siglo XVII, Internet, el
mercado inmobiliario… etc.
Luego, la caída del imperio estadounidense liberaba el camino
-se decía- a las potencias renacientes:
Rusia y los nuevos gigantes:
Brasil, India, y China.
En pocos meses, aquel pronóstico también fue puesto en duda:
mientras Estados Unidos encarnaba
el epicentro del crac financiero, el Dow
Jones bajó 33,8 por ciento, menos que
las cotizaciones de las demás bolsas
mundiales. El dólar recuperó incluso un
poco de altura en relación con una
canasta representativa de grandes
monedas.
En cuanto al desacople ideológico, aun se hace esperar. Las
sucesivas cumbres del G20 -Londres,
Washington, Pittsburgh- confirmaron que
el libre comercio seguía siendo el credo
general, aun para los regímenes
presuntamente de izquierda como,
Brasil y Argentina.
Lo que no les impide a unos y otros, y a Estados Unidos
antes que nadie, violar sus
prescripciones apenas lo impone su
emergencia nacional. Como si la
reiteración maquinal de la plegaria
resistiera a toda costa el
desvanecimiento de la fe.
Los liberales redescubrieron a Keynes, pero su
desamparo ideológico era tal que el
semanario Newsweek celebró a Carlos
Marx. La revista estadounidense
eligió incluso este fragmento del
manifiesto del Partido Comunista como
epígrafe de uno de sus principales
artículos sobre la crisis: “La sociedad
burguesa moderna, que ha hecho surgir
tan poderosos medios de producción y de
cambio, se asemeja al aprendiz de brujo
que ya no es capaz de dominar las
potencias infernales que ha
desencadenado”.
Al fin de cuentas, este texto, que data de l848, envejeció
mejor que los análisis del Fondo
Monetario Internacional. Así, quienes se
proclaman “los mejores economistas del
mundo, incorregibles arquitectos de las
políticas neoliberales en desbandada, se
muestran por añadidura incapaces de
prever lo que ocurrirá el mismo año de
su oráculo”.
“Hace 40 años que trabajo sobre la economía de las grandes
potencias –señalaba el historiador
Paul Kennedy-, y nunca vi que los
datos se modificaran con tanta
frecuencia y en tales proporciones,
porque cuando se mira cinco o tres
siglos atrás, la dependencia
estadounidense respecto de los
inversores extranjeros no deja de
acercarse al nivel de endeudamiento
exterior que nosotros, los
historiadores, asociamos a Felipe II
de España y a Luis XIV.
Mucho más cerca de nuestro presente -continuaba Kennedy-,
más allá de las oscilaciones cotidianas
de los precios de la energía, las
sugerencias en materia de medio ambiente
confirmaron las alarmas de hace 30 años:
la oleada de refugiados climáticos va en
aumento y la selva amazónica pierde 10
mil kilómetros cuadrados por año. Ante
previsiones tan seguras hasta el FMI
podría arriesgarse sin temor a errar”,
concluía.
De ahora en adelante, la cuestión no es solo saber si el
sistema es capaz de corregirse, sino por
cuánto tiempo, a qué precio y quién lo
pagará.