Qué nos ha pasado a los
trabajadores durante los últimos años,
qué hemos hecho y dejado de hacer, qué
nos han hecho y qué nos hemos dejado
hacer.
Que en estos tiempos hipertecnologizados
hayan tenido que ser los mineros los que
enseñen el camino al resto de
trabajadores, da que pensar. Que en la
época de empresas flexibles, sociedad de
la información, economía global, riqueza
virtual y trabajadores desubicados y
desideologizados, hayan tenido que ser
los viejos mineros, con sus duras
herramientas, sus manos callosas y su
fuerte conciencia de colectivo, los que
salgan a la luz y echen a andar para que
los sigamos, debería hacernos pensar qué
nos ha pasado a los trabajadores durante
los últimos años, qué hemos hecho y
dejado de hacer, qué nos han hecho y qué
nos hemos dejado hacer.
Habrá quien diga que el protagonismo
minero de estos días es pura coherencia:
si la crisis y las políticas anticrisis
suponen para los trabajadores un salto
atrás en el tiempo, un regreso a
trompicones al siglo XIX, nadie mejor
que los mineros al frente de la
manifestación, ellos que con tanta
rotundidad encarnan aquellos tiempos
iniciales del movimiento obrero. Pero no
estamos ante un asunto de coherencia
histórica, sino mucho más.
Las emocionantes escenas vividas en cada
pueblo por donde han pasado los mineros
en su marcha hacia Madrid, la acogida,
las palabras de ánimo, las ayudas
recibidas, la solidaridad extendida por
todo el país, en las calles y en las
redes sociales, y finalmente el
recibimiento en la capital y el
acompañamiento en su protesta por tantos
trabajadores, deberían ser un revulsivo,
marcar un punto de inflexión en la
construcción de resistencias colectivas.
Los mineros han roto algo, han
despertado algo que dormía en nosotros,
nos han empujado.
El recibimiento en la
capital y el acompañamiento
en su protesta por tantos
trabajadores, deberían ser
un revulsivo, marcar un
punto de inflexión en la
construcción de resistencias
colectivas. |
Sé que hay un componente no pequeño de
simpatía que escapa a las razones de su
protesta. Hay algo de justicia
histórica, de memoria, de
sentimentalidad obrera si quieren, en el
cariño que los mineros reciben estos
días, y digo cariño con intención,
porque en ocasiones se trata de cariño
más que de comprensión de sus
reivindicaciones.
La figura del minero, con su casco, su
lámpara y su rostro ennegrecido está
fuertemente arraigado en el imaginario
de la clase trabajadora desde hace
siglos, y por eso con los mineros no
funciona el habitual discurso de los
“privilegiados” con que algunos intentan
anularlos desde la derecha mediática
(por eso, y porque la minería representa
desde siempre lo más duro y peligroso
del mundo del trabajo, y su fatiga,
lesiones, enfermedades y accidentes no
casan bien con ningún privilegio). Por
todo ello, por su condición popular de
héroes de la clase obrera (demostrada,
por otra parte, en tantos episodios de
lucha en efecto heroica a través de
siglos), parece natural que los mineros
encuentren todo ese calor a su paso por
los pueblos. No creo que una marcha a
pie de, pongamos, camareros, albañiles,
periodistas o funcionarios, lograse
tanto apoyo, tanto cariño, tantos
recibimientos, homenajes y adhesiones,
por justas que fuesen sus
reivindicaciones.
Pero más allá de ese componente
emocional, importa el momento en que se
ha producido esta salida de los pozos.
En un momento de terror económico como
este, cuando los trabajadores nos
sentimos acorralados, desesperanzados, y
nuestra resistencia se limita a adivinar
por dónde vendrá el siguiente golpe, la
aparición en escena de los mineros puede
ser la lucecilla al final del túnel (el
túnel en que andamos perdidos los
trabajadores, no el tópico túnel de la
salida de la crisis donde la única luz
que se ve es la del tren que viene de
frente), la señal que estábamos
esperando. Los mineros nos están
dando una lección que no deberíamos
dejar pasar, y que va más allá de sus
reivindicaciones por justas que puedan
ser.
Y lo son. Los mineros tienen razón en su
lucha, y no voy ahora a extenderme en
por qué tienen razón. La tienen por
todos los motivos que ya habrán oído y
leído estos días, pero incluso si no
tuviesen esos motivos, seguirían
teniendo la razón de su lado, por una
elemental cuestión de justicia
histórica.
Se lo debemos, a ellos y a las
generaciones de mineros que les
anteceden, y eso basta para que estemos
obligados a respetar su medio de vida y
sus territorios, ofrecerles salidas
dignas y no escatimarles un dinero que
es calderilla comparado con los rescates
financieros. Pero insisto: lo que hoy
me interesa no es tanto su lucha
particular (que apoyo), sino esa lección
de dignidad, solidaridad y resistencia
que nos dan al resto de trabajadores.
Todos nos hemos sentido interpelados
estos días por la lucha de los mineros,
en dos direcciones: porque en su
reivindicación de un futuro digno
cabemos todos los que igualmente
carecemos de ese futuro; y porque la
contundencia de su lucha hace más
evidente nuestra pobre reacción ante los
ataques sufridos.
En cuanto a lo primero, la
reivindicación de los mineros es
extensible a todos nosotros. En los
mineros vemos nuestro pasado, nuestra
conciencia de clase que en algún momento
perdimos o nos arrebataron, las
posibilidades de lucha colectiva que hoy
no encontramos. Pero sobre todo, vemos
en ellos nuestro futuro: en su grito
para no ser abandonados, para no
desaparecer, para no ver arrasados sus
pueblos y comarcas por el paro y la
inactividad, asoma un resquicio del
futuro que nos espera a todos,
convertidos todos en trabajadores
abandonados a nuestra suerte, abocados a
un largo tiempo de escasez, de miseria;
a merced de un viento que no deja nada
en pie; con millones de empleos en
extinción, y toda España convertida en
una gran comarca minera amenazada por la
desolación y la falta de salidas.
En cuanto a lo segundo, la dureza
clásica con que resisten los mineros, la
violencia con que responden a la
violencia, hace que debamos buscar otra
palabra para denominar lo que hacemos
los demás, eso que a menudo llamamos de
manera exagerada resistencia.
Mientras nosotros
retuiteamos y damos miles de
“me gusta” para apoyar las
reivindicaciones de los
colectivos más castigados,
ellos van pueblo por pueblo
dando y recibiendo abrazos,
compartiendo comidas y
techo. |
Mientras nosotros ‘incendiamos’ las
redes sociales, los mineros prenden
fuego real a las barricadas en las
autopistas. Mientras nosotros convocamos
una huelga cada dos años, sin mucha
convicción y sobre todo sin continuidad,
los mineros eligen la huelga indefinida
durante semanas, inflexible. Mientras
nosotros escribimos posts y
tuits de denuncia contra los
recortes (yo el primero), ellos se
encierran en los pozos, paralizan el
tráfico, levantan en pie de guerra
comarcas enteras, y finalmente echan a
andar por la carretera. Mientras
nosotros pintamos ingeniosas pancartas y
componemos simpáticos pareados para
gritar en manifestación, ellos se
enfrentan a cuerpo con la Guardia Civil.
Mientras nosotros retuiteamos y damos
miles de “me gusta” para apoyar las
reivindicaciones de los colectivos más
castigados, ellos van pueblo por pueblo
dando y recibiendo abrazos, compartiendo
comidas y techo. Mientras esperamos al
próximo aniversario para volver a tomar
las plazas, ellos se plantan en la
Puerta del Sol tras haber hecho suyas
las plazas de todas aquellas localidades
por las que pasaron.
La lección está clara: ante el ataque
total contra los trabajadores, estos no
son tiempos de hashtag, sino de
barricada. Frente a la solidaridad
efímera de la red social y la
indignación inofensiva, son tiempos de
caminar juntos, de compartir encierro o
marcha, de encontrarse en las calles, de
abrazarse como ya no nos abrazábamos,
como estos días se abrazaban los mineros
con quienes los esperaban a la entrada
de cada pueblo.
Por todo ello, el gobierno no puede
permitir que los mineros ganen este
pulso: porque si triunfan, estarán dando
un mal ejemplo para el resto de
trabajadores, que podríamos tomar nota,
aprender la lección, seguir su ejemplo
para ser escuchados, para no ser
pisoteados, para no seguir perdiendo:
luchar, resistir, construir redes de
solidaridad, ser firmes, llegar hasta
las últimas consecuencias, tomar la
calle, recuperarla. Por eso la
durísima represión policial contra los
mineros y su criminalización mediática.
Por las mismas razones los trabajadores
necesitamos que los mineros ganen este
pulso: porque su victoria despeja el
camino para nosotros, y en cambio su
derrota nos haría más difícil levantar
la resistencia.
Por eso hoy todos somos mineros, y
tenemos que estar con ellos. Por
justicia, por historia, por memoria,
porque lo merecen. Pero también por
nosotros, porque si ellos temen por su
futuro, el nuestro es más que negro,
negro carbón.