En julio de 1984 publicamos en la revista Proceso, de
México, un artículo que luego
reprodujo el semanario La Voz,
de Uruguay, reclamando la
libertad del líder del uruguayo
Partido Nacional, Wilson Ferreira
Aldunate. “Cuando la oposición
política es delito -planteamos
entonces- todo proceso judicial se
parece a una venganza”.
Esa fue la imagen que ofrecieron la dictadura uruguaya y su
justicia militar con el
procesamiento de Wilson Ferreira
Aldunate.
Después de once años de exilio, Ferreira fue detenido
a su regreso al país y encarcelado
en un cuartel del departamento de
Flores. Se le acusó de
“asociación subversiva”, “atentado a
la Constitución”, “ataque a la
fuerza moral de las Fuerzas Armadas”
y “actos capaces de exponer a la
República al peligro de sufrir
represalias”.
Como expresó su abogado, el doctor Rodolfo Canabal, la
prédica opositora de Ferreira
fue llevada a la categoría de
delito.
Por cadena radial obligatoria, el dictador hoy encarcelado
general Gregorio Álvarez,
afirmó que “el procesado” había
expuesto a las Fuerzas Armadas “a
los peligros de una guerra de
represalias”.
Ocho años antes de enfrentarse a la justicia militar,
Ferreira planteó ante
legisladores de Estados
Unidos algunos hechos
indiscutibles: desde 1976 Uruguay
no vivía enfrentamiento alguno entre
las Fuerzas Armadas y grupos
guerrilleros. En cambio, el número
de presos ese año podía calcularse
entre 5.000 y 6.000; en proporción a
su población, que llegaba a poco más
de 3 millones, el porcentaje de
encarcelados era uno de los más
altos del mundo.
Bajo el régimen militar, el destino de los uruguayos -como
denunció el doctor Carlos Quijano,
personalidad excepcional y fundador
del prestigioso semanario Marcha-
era “el encierro, el destierro o el
entierro”.
En Estados Unidos, Ferreira reclamó que se
pusiera fin a la interferencia de la
embajada de ese país, que actuaba,
dijo, como agente de relaciones
públicas del gobierno uruguayo,
difundiendo en el mundo
informaciones falsas sobre la
situación interna, desmintiendo
denuncias exactas y hechos notorios,
haciendo afirmaciones como la de que
en Uruguay sólo han sido
detenidos “unos centenares de
comunistas”, y la de que allí ha
mejorado la situación en materia de
derechos humanos.
Contra esa ingerencia directa y desembozada –dijo-
protestamos enérgicamente. Pero a
eso la dictadura lo consideró un
atentado a la Constitución,
justamente un texto legal al cual
los militares habían sido
absolutamente infieles al dar el
golpe de Estado.
En 1972, cuando ya se perfilaban en Uruguay sectores
de las Fuerzas Armadas que promovían
ese golpe de Estado, entrevistamos a
Wilson Ferreira para el
semanario Marcha. En ese
reportaje destacó: “Cada vez que se
nos demuestra que para defender al
régimen jurídico hay que dictar
normas, estamos dispuestos a
colaborar. Pero no estamos
dispuestos, con ese pretexto, a
destruir el sistema cuya defensa se
invoca. Porque hay un problema
esencial que consiste en creer o no
creer que la democracia pueda
defenderse en el ámbito de la
libertad”.
Ya antes de producido el golpe, las medidas tomadas invocando
la defensa de las instituciones
terminaron aplicándose a sus
defensores. Los violadores de la
legalidad pretendían aparecer como
defensores de la ley.
Ferreira
-escribimos entonces- un líder al
que nadie discute su condición de
hombre honrado, está preso y en el
centro de una tormenta política de
fin impredecible. Pero hay algunas
luces en el horizonte: a pesar de la
censura, las clausuras reiteradas de
medios de comunicación, las
prohibiciones y los riesgos, amanece
en la conciencia popular. Amplios
sectores han perdido el miedo. El
día que Ferreira llegó al
país, a pesar de un comunicado
oficial que advirtió, con la
perfidia de la gota de agua, contra
la realización de manifestaciones y
la infiltración de agitadores
venidos del extranjero, una inmensa
multitud con banderas, en su mayoría
del Partido Nacional y del Frente
Amplio, se concentró a lo largo de
la Avenida Agraciada, en Montevideo,
desde el Palacio Legislativo hasta
la Avenida 18 de Julio. Por esos
días, sin autorización alguna, se
llevó a cabo una jornada convocada
con la consigna “democracia ahora”,
y se realizó una caravana similar,
en número, a las que habían motivad
en el país las grandes hazañas
deportivas.
El 27 de junio, aniversario del golpe de Estado, un paro
cívico congeló importantes sectores
del país.
El futuro es incierto –escribimos entonces-, pero no habrá
pacificación que no pase, entre sus
primeras medidas, por la liberación
de Ferreira, un líder
político que será desproscripto, o
no, -eso dependerá de las nuevas
movilizaciones- pero a quien el
régimen ha asegurado un lugar de
privilegio. Porque las cárceles son,
hoy, un sitial prestigioso, hoy y en
el futuro, en el corazón del pueblo.
Algunos periodistas tuvimos oportunidad de observar, en el
expediente de varios de los
detenidos, cómo, después de primeras
declaraciones negativas ante quienes
les exigían cargos contra
Ferreira, el trazo
progresivamente quebrado de la firma
al final de cada interrogatorio
permitía comprobar las torturas a
las que el preso era sometido.
Señalamos entonces que la prisión de Ferreira
confirmaba la convicción de que la
justicia militar es a la justicia lo
que la música militar es a la
música. Y ante quienes sostenían que
esos planteamientos desprestigiaban
a las Fuerzas Armadas, replicamos
que “lo que lleva al desprestigio de
una institución -se trate de las
Fuerzas Armadas, de un Partido o de
la Santa Madre Iglesia- es su
inconducta; las arbitrariedades
cometidas; no el enjuiciamiento de
las mismas”.
Sostuvimos que Ferreira debía ser liberado, porque su
prisión significaba la pretensión de
castigar ideas. Y que debía ser
desproscripto porque una elección
con Partidos o candidatos prohibidos
no tendría la normalidad elemental
que exige una instancia electoral.
Por otra parte, Ferreira era un candidato proclamado
por la Convención de su Partido, y
de una elección con limitaciones
impuestas por un gobierno de facto
no podría surgir el gobierno que el
país necesitaba para intentar
recorrer el camino de la
reconstrucción nacional.
Por esos días, grupos de mujeres encabezados por la esposa de
Wilson Ferreira recorrían
desde Plaza Independencia hasta el
Ministerio de Relaciones Exteriores
cantando el himno nacional y
reclamando libertades. La imagen de
Wilson Ferreira y de
su hijo Juan Raúl, que
también había sido detenido, crecían
en el cariño popular.