En
septiembre de 2000, 189 jefes de Estado y de Gobierno
firmaron la declaración del milenio en Nueva York,
pretendían derrumbar los muros de desigualdad existentes
entre países ricos y pobres generando un mundo más justo
para todos. Los ocho objetivos propuestos en la declaración
simbolizan los requisitos mínimos que todo ser humano
debería tener para poder llevar una vida digna.
Durante la cumbre, gobiernos,
representantes de la sociedad civil y organizaciones
internacionales definieron una agenda común para reducir a
la mitad la pobreza extrema y el hambre: conseguir que la
enseñanza primaria sea universal y garantizar la igualdad
entre los sexos; reducir la mortalidad de menores de 5 años
y la mortalidad materna en dos terceras partes y en tres
cuartas partes respectivamente; detener la propagación del
SIDA, el paludismo y otras enfermedades; y garantizar la
sostenibilidad del medio ambiente. Los objetivos venían con
fecha de caducidad: el año 2015. Quedan menos de diez años.
¿Lo lograremos?
Tras los malos resultados
obtenidos a pesar de todo el compendio de cumbres,
resoluciones y acuerdos internacionales, existe fatiga por
parte de los países donantes y escepticismo por parte del
sector de cooperación. ¿Qué aportan de nuevo estos objetivos
a la agenda global de desarrollo que no se hubiese propuesto
antes? Aparte de plantear un marco más propicio, existen una
serie de condiciones que dan cierta esperanza.
Por un lado, no sólo es un
pacto entre entidades de Naciones Unidas y los países ricos
y pobres; también participan instituciones financieras
-Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Bancos
regionales y la Organización Mundial del Comercio- que
históricamente han sido determinantes en dictaminar el
destino económico y de países en vías de desarrollo, y no
precisamente con la erradicación de la pobreza como
objetivos.
Por otro lado, la iniciativa
cuenta con mecanismos precisos para cuantificar el progreso
hacia los objetivos así como con herramientas para evaluar
la eficacia de las políticas diseñadas.
Pero quizás, el valor añadido
de los Objetivos del Milenio (ODM) es el compromiso
propuesto en el objetivo 8: generar un pacto global para el
desarrollo. A través de este compromiso, los países
empobrecidos del Sur se comprometieron a fortalecer sus
instituciones, sus gobernabilidad y a diseñar una estrategia
para el desarrollo que priorice las inversiones en servicios
básicos.
Los países ricos se
comprometieron a aportar el 0’7% de su PIB en materia de
Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD), a condonar la deuda
externa de los Países Pobres más Endeudados (PPME) y a
generar unas condiciones de mercado más justas que no
discriminaran el acceso de productos de países pobres al
mercado global, en especial en el sector agrícola y textil.
Sin embargo, los compromisos
van en camino de volver a acabar en papel mojado. Después de
34 años de compromiso con el 0,7%, tan sólo 5 países
(Dinamarca, Noruega, los Países Bajos, Suecia y Luxemburgo)
han cumplido su aportación, ninguno de ellos miembros del
G8. En cuanto a la deuda externa, dos terceras partes de los
países siguen gastando más en deuda contraída que en
servicios sociales básicos. Pero la mayor amenaza de los ODM
son las condiciones de comercio internacional. El fracaso de
la Conferencia e Cancún generó un distanciamiento de la
Declaración de Doha, donde por primera vez los intereses de
los países pobres eran considerados una prioridad en la
agenda de comercio.
Actualmente, 900 millones de
personas viven en zonas rurales de países pobres que
dependen directamente de la agricultura. Sin embargo, los
países ricos aportan 300.000 millones de dólares para apoyar
a sus productores agrícolas (seis veces más de lo que
aportan a AOD).
Esta cantidad representa la
mitad del ingreso de la población mundial y conlleva una
sobreproducción mundial que deteriora los precios mundiales
y condiciona los incentivos y capacidad de generar ingresos
por parte de los agricultores de países pobres.
Hoy más que nunca, hacen falta
no sólo compromisos, sino objetivos concretos y un plan de
acción estratégico que permita canalizar esfuerzos para
erradicar la miseria del mundo. Somos la primera generación
que dispone de recursos económicos, recursos tecnológicos y
capacidad humana necesaria para cumplir con lo acordado en
la Declaración del Milenio. No deberíamos dejar pasar esta
oportunidad.