La
presencia de niños en el mundo laboral
rural supera por mucho a lo que se ve en
las ciudades y lleva a situaciones
límites: pibes esclavizados y pibes que
hacen de “banderas” para aviones que los
fumigan.
Las escenas imaginables son misceláneas,
como lo es el mapa argentino. Desde los
chicos o chicas que “dan una mano” a sus
padres que trabajan para otro, hasta los
que hacen de “banderas humanas” para
indicar con su mera presencia cultivos
que deben ser fumigados, exponiéndose al
consiguiente bombardeo tóxico. Como todo
universo social, el del trabajo infantil
en el agro no se deja describir con un
trazo simple. El promedio, de cualquier
manera, es alarmante, es porcentualmente
mayor al, ya afrentoso, de los centros
urbanos. Decenas (o cientos) de miles de
menores trabajando por poco dinero o por
ninguno, contrariando las expresas
prohibiciones legales. El impacto de esa
incursión temprana en sus biografías
también es arisco a la simplificación,
pero todos los estudios realizados
concuerdan en que deteriora su
trayectoria educativa y los expone a
enfermedades y accidentes, hueros de
cobertura asistencial.
La deuda social no es exclusiva del
“campo”, pero alcanza registros
exorbitantes en un sector que transita
una etapa de auge. La sobreexplotación y
la violación de normas legales
domésticas e internacionales deberían
ser un capítulo en las negociaciones
entre “el campo” y el Gobierno, amén de
formar parte del prometido plan
agropecuario. Que se sepa, no está en la
mesa en la que se negocian idas y
vueltas de miles de millones de dólares.
La ley y
la trampa
La Ley de Contrato de Trabajo, en línea
con lo que predican organismos
internacionales, prohíbe el trabajo
infantil, esto es el realizado por
menores de 14 años, admitiendo como
excepción la actividad en
establecimientos familiares, no riesgosa
para el menor y controlada por la
autoridad pública. El “trabajo
adolescente” (14 a 17 años) está
regulado, limitado en la cantidad de
horas laborables y prohibiendo el
trabajo nocturno. Esas disposiciones,
muy básicas, son burladas todos los
días.
No es sencillo el recuento: la
ilegalidad no se ostenta ni se deja
medir, como regla. El trabajo infantil,
por añadidura, se invisibiliza o
naturaliza en muchas comunidades, a
fuerza de necesidad o de repetición.
El esfuerzo más riguroso para medir la
magnitud del trabajo infantil es la
Encuesta de Actividades de Niños, Niñas
y Adolescentes (EANNA) realizada en
órbita del Ministerio de Trabajo, con
cooperación del
Instituto
Nacional de Estadística y Censos
(INDEC) en el año 2004. La
consulta no abarcó toda la Argentina,
pero sí territorios que representan al
cincuenta por ciento de su población,
discriminados en cuatro informes: Gran
Buenos Aires, Mendoza, un agregado de
Jujuy, Salta y Tucumán (NOA), más uno de
Chaco y Formosa (NEA).
Los guarismos se consiguen cruzando
datos, algunos emanados de otras
mediciones (la Encuesta Permanente de
Hogares, los censos), referidos a
ingresos, asistencia escolar,
experiencias previas. El saldo es
siempre aproximativo: los censos de
población (que consultan sólo sobre el
trabajo desplegado la semana anterior al
relevamiento) subestiman la magnitud del
trabajo infantil. Otro tipo de estudios
puede sobreponderarla.
Changuitos
La informalidad está muy propagada en
“el campo”, con el consiguiente
agravamiento de la desprotección frente
al deterioro de la salud y a los
accidentes laborales.
Según un profundo estudio cualitativo
realizado por la investigadora Susana
Aparicio, basado en los datos de la
EANNA y del Ministerio de Trabajo, el
trabajo infantil rural en tareas
dirigidas al mercado (esto es,
excluyendo el realizado en familia con
fines de autoconsumo) alcanza las
siguientes marcas:
Menores de 5 a 9 años:
13,3 por ciento.
De 10 a 13 años:
29,6 por ciento.
Es decir, más de uno de cada diez chicos
en condición de cursar los primeros
grados de la escuela primaria trabaja en
abierta violación legal. La cifra
duplica largamente al porcentual similar
en zonas urbanas, que es el 6 por
ciento.
La proporción se dispara entre los 10 y
los 13 años. La brecha con los menores
de igual edad que trabaja en centros
urbanos (22,3 por ciento) es
sensiblemente menor. Pero la cifra es
brutal, casi tres chicos de cada diez
realizan trabajo infantil en tareas
agropecuarias
Impactos
Hagamos un paneo, incompleto y a vuelo
de pájaro, de algunas consecuencias
palpables del trabajo infantil
registradas por la EANNA.
Los registros de ausentismo, llegadas
tarde, repetición y abandono de la
escuela de los chicos que realizan
trabajo infantil (en este caso
computando áreas rurales y urbanas)
duplica al de sus pares que no trabajan.
Las familias, haciendo lo que pueden, a
veces apelan a atajos muy
contraindicados, como enviar a la
escuela nocturna a chicos que trabajan
durante el día.
- En algunas actividades, por ejemplo,
la vinculada al cultivo y recolección
del limón en Tucumán, el período de
trabajo se superpone al año lectivo, con
las consecuencias imaginables.
- La “dedicación horaria” de chicos de 9
a 13 años alcanza un promedio de siete
horas por día, llegando a diez horas en
uno de cada diez casos. O sea, jornadas
similares a la de los adultos. La mayor
sobrecarga horaria ocurre en actividades
agropecuarias.
- Bastante más de la mitad de los chicos
(el 62 por ciento) recibe retribución en
dinero, el promedio mensual en 2004 era
de 21,60 pesos.
- La iniciación laboral, en promedio,
ocurre a los nueve años. En los medios
rurales es aún más precoz: un año antes,
como promedio.
Nuevamente, hablamos de algo prohibido.
Casos
El Registro Nacional de Trabajadores
Rurales y Empleadores (RENATRE),
destinado a dar cuenta de los
trabajadores formalizados y promover el
blanqueo de los informales, casi por
definición, no puede dar cuenta del
opaco mundo del trabajo infantil.
Algunas de las labores que emprenden los
chicos son sencillas y hasta podrían ser
a primera vista conmovedoras. También
hay muchas situaciones en la que es
difícil deslindar las tareas domésticas
intensas, de las dedicadas al
autoconsumo del trabajo infantil
propiamente dicho. Otras acrecientan el
riesgo como son en general las labores a
cielo abierto, expuestas a lesiones,
mordeduras de animales y derivaciones de
las contingencias climáticas.
Un ejemplo atroz se difundió el jueves,
un proveedor mayorista de huevos de
Capilla del Señor que mantenía a
alrededor de treinta personas, veinte de
ellos niños, en situación de
servidumbre. Jornadas laborales de 14
horas, paga “por familia” de alrededor
de 800 pesos mensuales.
Otro que tuvo gran repercusión mediática
que fue suministrado por la ONG Pelota
de Trapo y actualizado por Susana
Aparicio es el de los “jóvenes
bandera”. No ocurre en las zonas más
castigadas, sino en la Pampa húmeda y en
grandes establecimientos. Consiste en
contratar adolescentes o niños para
señalizar, durante horas, el lugar que
debe fumigarse. El estipendio es bajo,
la tarea es sencilla, la exposición a la
acción de pesticidas, innegable. El
hecho fue denunciado por la ONG en
repetidas oportunidades.
Excusas
Como también pasa con el trabajo “en
negro”, una realidad ilícita y perversa
es validada o minimizada a través
discursos justificatorios, casi siempre
emitidos en voz baja. Suelen combinar un
tono pietista o paternalista que encubre
la aceptación del capitalismo extremo.
“Mejor eso que no trabajar, mejor eso
que el hambre, mejor que la
marginalidad.”
En verdad, se trata de la violación de
derechos básicos de quienes, en tiempos
remotos, fueron definidos como “los
únicos privilegiados”. Bonito tema para
discutir en el paquete del plan
agropecuario si sus partes quieren, de
veras, pensar en un país en serio.
Tomado de
Página 12
23 de abril de 2008