Uruguay

 

 

Con Gabriel Melgarejo

 

 

Éramos niños, no

podían apresarnos

A los 15 años, Gabriel, hijo del ex edil socialista Artigas Melgarejo, vivió una experiencia que le resultaría imborrable: fue uno de los mayorcitos de la delegación de niños uruguayos en el exilio que, por unos días, regresó desde Europa al Uruguay en un viaje emblemático. En aquel 1983 el pueblo los bautizó como “los niños del exilio”, y ese “retorno” se inscribió como una de las mejores páginas de la resistencia a la dictadura. Gabriel compartió sus recuerdos de aquella gesta memorable.

 

 

-¿Qué edad tenés?

-37 años.

 

-¿Dónde naciste?

-En Montevideo, en la calle Simón Bolívar, a dos cuadras de Rivera, pero a los 5 años nos mudamos a Garzón y Propios que es donde pasé toda mi niñez y mi adolescencia hasta que nos exiliamos.

 

-¿Cómo estaba conformada tu familia?

-Mi padre, mi madre y un hermano varón, Carlos, dos años menor que yo. Ahora felizmente estoy casado, tengo 4 hijos, por lo que la familia se agrandó bastante.

 

-¿Estudios cursados?

-Hice hasta secundaria y tengo algún proyecto para hacer educación terciaria.

 

-¿Cuál es hoy tu actividad profesional?

-Aparte de tener una responsabilidad importante en la administración del PIT-CNT desde 1990, soy también murguista, que para mí es una profesión. Tratar de que cada carnaval estemos presentes con la murga de nuestros amores, de niños Firulete y de grandes Contrafarsa.

 

-¿Sos fundador de Firulete, la murga de niños?

-Sí, y fui el primer director escénico de Firulete, que nació en 1980 en un marco complicado, justo cuando mi padre tuvo que pasar a la clandestinidad y luego salir del país. La murga nos despidió en AEBU y cuando el retorno de los niños volvió a realizar una actuación allí.

 

-¿Cuál era la actividad de tus padres y cómo eran aquellos años en tu casa?

-Tengo recuerdos a partir de los 5 años, cuando pasamos a vivir en Garzón y Propios. Nos mudamos a una cooperativa de viviendas por ayuda mutua, con todo lo que eso significaba, de una organización diferente desde el punto de vista barrial, con autoridades, con desarrollo social importante y, justamente, con todo el peso de la dictadura controlando ese tipo de cosas. Recuerdo una casa de puertas abiertas, en épocas en que no existían los problemas de robo que hay hoy, y una casa donde había mucho tránsito de gente, de gurisada, de vecinos, lugar de reflexión, se hablaba mucho, se discutía mucho de la cooperativa, pero obviamente se colaban los otros temas que en esos momentos estaban un poco prohibidos como el de la situación general del país. Recuerdo que me sentaba en la escalera sin que me vieran para escuchar las reuniones clandestinas de mi padre con otros compañeros del Partido Socialista, que se hacían bajo el signo del peligro porque esas reuniones eran algo oculto, muy subterráneo. Compañeros que ahora están en cargos importantes, como Aldo Guerrini, asesor del presidente, Manuel Núñez que fue senador, Carlos Barboza, ya fallecido; muchos compañeros que iban permanentemente a casa y trataban de ver las formas de enfrentar al régimen.

 

-¿Alguna anécdota de aquella época?

-Algo que nos marcó mucho fue que en la cuadra donde vivíamos habíamos acordado con todos los vecinos que si algún día mi madre en la mañana no abría los postigones, eso era una señal de que era muy probable que hubiera una “ratonera” dentro de casa porque ya empezaban a buscar a mi viejo en esa época; un día mi madre se durmió y dejó los postigones cerrados, y empezaron a llegar vecinos que entraban, no hablaban, se sentaban cómodamente en el comedor y nos mirábamos entre todos. Y siguió entrando más gente hasta que uno dijo: “Acá no hay nada anormal”. Quedó demostrado que la solidaridad del barrio funcionaba perfectamente.

 

Otra anécdota interesante fue que aquella idea que venían elaborando mi padre con Quico Mañero, secretario general de las Juventudes Socialistas de España, en un momento se había trancado. Esa idea se la habían comentado a Lalo Fernández y a Víctor Vaillant cuando estos pasaron por Madrid, pero para manejarla con reserva. Víctor la dio a conocer a través de artículos de prensa en Convicción, y a pesar del conflicto que se creó en España por el trascendido, de hecho ese fue el disparador para destrabar el tema y que en pocos días se concretara.

 

-¿Qué edad tenías cuando llegó el momento del exilio forzoso? ¿Qué incidió para tomar la decisión?

-Tenía entre 10 y 11 años. La dictadura fue reprimiendo a diferentes organizaciones políticas y sociales, y al Partido Socialista lo dejó para lo último. En esa época cayó preso el doctor José Pedro Cardozo, y mi padre y Aldo Guerrini, que iban a una reunión con él, se salvaron gracias a la intervención de la esposa de Cardozo que les avisó por el portero eléctrico que los estaban esperando; huyeron rápidamente y no cayeron con el grupo que detuvieron en aquel momento. Eso fue entre 1979, 1980. A partir de ahí mi padre pasó a la clandestinidad. Durante unos cuantos meses que no supimos nada de él. Allí otra vez se reflejó muy fuertemente la solidaridad del barrio en materia de sustento y demás; por razones obvias mi madre no tenía trabajo y recuerdo que además de tener una vigilancia cercana de las Fuerzas Conjuntas, también pasaba gente por delante de nuestra casa haciendo ostentación de armas y demás. Los vecinos de toda la hilera de casas a la que daba el fondo de la nuestra dejaban las puertas de sus fondos abiertas por si en algún momento había que salir por ahí.

Hasta que en un día recibimos noticias de que papá se había asilado en la embajada de Ecuador. En el año 80 no había ninguna embajada que abriera las puertas para la gente requerida, las últimas habían sido México y Venezuela. Fue difícil toda esa instancia pero finalmente se pudo solucionar para que salieran para Ecuador. De ahí Aldo se fue a Costa Rica, mi viejo a España, porque ahí teníamos familiares, y ahí empezó todo otro trámite ante la Cruz Roja y la ACNUR para poder trasladar al resto de la familia. Eso fue entre setiembre-octubre de 1980, poco antes del plebiscito. En febrero de 1981 recibimos los pasajes y nos fuimos con mi hermano y mi mamá para España sin otro tipo de problemas. El 23 de febrero había sido el intento de golpe de Estado de Tejero, y nosotros llegamos a Madrid el 25 de febrero, en plena movilización del pueblo español. Para nosotros fue una cosa imponente ver todo aquello.

 

-Durante aquel tiempo de clandestinidad de tu papá, sin saber de él, ¿recordás haber sentido miedo?

-Fueron tres largos meses sin que supiéramos algo de él, y sí, sentimos miedo, pero lo que logró la dictadura con nosotros fue templarnos, nos hizo madurar un poco más rápido, nos robó un poco del disfrute de la niñez, pero éramos conscientes de lo que pasaba. Sabíamos quién era nuestro padre y cómo eran las cosas, pero había temor, sí. En la mitad de los tres meses vino un señor que nos dijo que nos iba a llevar a ver a nuestro padre, lo que nos despertó dudas, pero él nos dio ciertas garantías, nos llevó en una camioneta y nos paseó no sé cuantas horas por Montevideo. Cambió de vehículo dentro de una casa, todo un operativo que parecía de película, hasta que fuimos a dar con mi viejo allá por Colonia Nicolich, donde se juntan las rutas 101 y 102. Pudimos estar con él un ratito, y después volvimos a la misma vida.

 

-¿Qué te dejaron esos casi cuatro años viviendo en España?

-Imaginate, yo tenía 11 años y Carlos 9, nos habíamos criado en una cooperativa de viviendas, tomando mate con los vecinos, jugando en la cuadra del barrio; creo que en esos años que vivimos en Madrid no conocimos ni a la vecina del piso donde vivíamos. Pero no tenemos palabras de agradecimiento para la gente en España que fue muy solidaria, muy comprensiva, fundamentalmente con el exilio uruguayo. Vivíamos al norte de Madrid y nos integramos a militar junto a las organizaciones uruguayas que estaban en el exterior, que trabajaban para juntar fondos para mandar a los familiares de los presos, o bien en la denuncia internacional de lo que ocurría acá. Participé mucho en eso. Carlos no tanto porque la diferencia de edad en eso se notaba. Estudiamos en el primario, que en España es más largo que el nuestro. Vivíamos con un pie acá, tal vez por la rebeldía de la edad. En España teníamos obviamente muchas más oportunidades de las que podíamos tener acá, inclusive desde el punto de vista del buen vivir, del buen pasar, pero nosotros teníamos muy firme el objetivo de volver. Hubo muchos que con ese mismo deseo de volver luego de ver la realidad de Uruguay retornaron a Europa. Allá aprovechamos mucho el tiempo; con mi hermano viajamos en ómnibus y conocimos varios países, otras culturas, Francia, Italia, Alemania, y llegamos hasta Budapest, en Hungría. Igualmente esos cuatro años se hicieron largos.

 

-¿Con qué expectativa vivieron aquella instancia de poder volver al país con otros niños?

-Cuando se confirmó que el gobierno español fletaba el chárter para traer a los niños del exilio uruguayo, en casa empezamos a recibir llamadas desde todas partes de Europa de gente con historias mucho más pesadas que la nuestra que quería anotarse, niños que tenían sus padres presos, o que no los conocían, o hijos de desaparecidos que venían a ver a otros familiares. Llegaban cartas y telegramas, y recuerdo que mis padres, junto con un grupo de uruguayos, quedaron con la responsabilidad de definir quién integraría la delegación. Hubo momentos muy duros, había gente que se merecía tener su lugar, recuerdo que hasta el día de la salida mi madre subía y bajaba del avión, al final vino con nosotros y era una de las responsables del viaje, pero durante días la subían y la bajaban para ver si cabía otro gurí en el chárter.

 

Y fue un momento de emoción muy grande porque nosotros teníamos noticias de lo que estaba pasando en el Uruguay, de las diferentes formas que la gente se daba para manifestar su descontento con la dictadura y las movilizaciones que se estaban haciendo. Era un momento de expectativa y de reencuentro con gente muy querida, con los familiares y con el barrio. Y había mucha alegría porque sabíamos que éramos 154 niños que viajábamos a Uruguay, pero sólo por poquitos días. Uno de los arreglos fue que por intermedio de la Cruz Roja y el gobierno español se aseguraba la vuelta de toda la delegación. Vinimos todos juntos y nos fuimos en tres tandas, la primera a los poquitos días de las fiestas. Yo me fui en la última; estuvimos casi un mes y medio.

 

-A manera de postales, ¿qué te viene a la mente del viaje y de la llegada al país?

-Del avión puedo decirte que fue complicado porque venían muchos gurises solos, algunos muy chicos, el más pequeño tenía 5 años; era una responsabilidad muy grande para los adultos. Recuerdo estar muy cerca de ellos, de ayudarlos, estaban viajando sin sus familiares y a muchos los iba a recibir gente que no los conocía. Era muy complicado. Me acuerdo que cuando llegó el avión vimos un aeropuerto muy desolado. Fue la primera imagen que nos chocó, porque todo el mundo nos decía que había una expectativa impresionante y en el aeropuerto de Carrasco no había absolutamente nadie, la pista estaba vacía. Cuando el avión aterrizó vimos varias unidades militares que se acercaron al avión. Alguien subió y encaró a la encargada de la delegación que era la presidenta de la Cruz Roja española, y le dijo que había que pasar todo el equipaje por un control especial. Ella se plantó firme y dijo que de ninguna manera, que era una delegación oficial del gobierno español, que por lo tanto era una misión diplomática, que la visita tenía un sentido social y que bajo ningún concepto iban a permitir que se revisaran las valijas. Después de una especie de negociación entre las partes se resolvió no revisar el equipaje. Recién ahí vimos que se abrió uno de los portones del costado del aeropuerto y entró una caravana de ómnibus, y ahí en la pista tuvimos el primer contacto y nos abrazamos con Lalo Fernández y con Víctor Vaillant.

 

Un ómnibus era para el equipaje, y la delegación se dividió en los demás buses. Al salir del aeropuerto no había nadie, y quedamos sorprendidos porque esperábamos ver gente. Una vez que salimos de la rotonda que está a 500 metros sí empezó a aparecer gente, mucha gente a la vera de Avenida de las Américas, mucha gente con cánticos, impresionante. Y cuando cruzamos el puente de Carrasco, que ingresamos a Montevideo, allí había un piquete policial que intentó desviar la caravana, querían que siguiera por Avenida Italia, pero la propia gente se abalanzó sobre el piquete, lo sacó del medio y salimos hacia la rambla. Era un día de mucho calor y la rambla estaba llena de gente que subía de las playas a saludarnos, y desde los jardines de las casas nos mojaban con mangueras de agua. Era tremendo bullicio, notamos alegría en la gente y el recorrido en los ómnibus se hizo a paso de hombre. Demoramos varias horas en llegar. Fue espectacular, una cosa de locos, increíble. Un recuerdo imborrable por siempre.

 

Hasta que llegamos a AEBU donde había toda una organización montada, muy prolija, donde a cada niño lo recibía un grupo familiar y un escribano que certificaba la entrega de los niños, había sociólogos, asistentes sociales, psicólogos, todo cubierto para que no hubiera ningún tipo de problemas.

 

La estadía en Montevideo tenía dos partes: la oficial, ya que como delegación teníamos que ir a diferentes lugares, y la particular, que era la de cada uno con sus respectivas familias.

 

Recuerdo que llegamos en plena huelga de hambre de José Germán Araújo por la clausura de CX 30. El hijo de Hugo Villar y yo éramos los mayorcitos, y de alguna forma estábamos “preparados” para decir algunas palabras si la prensa nos pedía declaraciones: que no éramos solamente esa cantidad de niños los que estaban fuera del país, reclamar el derecho de vivir en nuestro país, en un país libre, libre en ideas, democrático. Era parte del discurso en la medida en que se pudiera, ¿no? Los mayores sabíamos que se trataba de una movilización importante, no veníamos a pasear, no era un viaje de placer, conocíamos todo lo importante que había pasado a lo largo de ese año 1983, teníamos noticias permanentes de lo que había sucedido en esos últimos meses del año. Entonces con Villar fuimos hasta la casa de Araújo a saludarlo, y unos días después la 30 volvió a trasmitir. Él había tenido un reconocimiento muy importante a nivel internacional y en España le habían otorgado un premio como periodista que luchaba por las libertades. La visita fue muy protocolar, no hubo muchas palabras, pero recuerdo a un tipo muy convencido de lo que estaba haciendo y de la lucha que estaba dando.

 

-¿Y cuándo se dio el retorno definitivo?

-Apenas legalizaron al Partido Socialista. Retornamos el 21 de setiembre de 1984.

 

-Con la perspectiva de los años, ¿qué idea tenés de lo que significó aquel retorno del exilio?

-Creo que fue un mojón importante en la escalada de las movilizaciones que había acá en el Uruguay. Sabemos que fue de las movilizaciones más grandes que hubo en el país junto con el acto del 1 de mayo y el acto del Obelisco. Y el mensaje social y humano que traía detrás, independientemente de lo político, que era un avión lleno de niños, hijos del exilio. Era todo un mensaje muy fuerte, y también era “jodido” para la dictadura oponerse a eso, era complicado porque internacionalmente había muchas presiones, no podían apresarnos porque éramos niños, y además veníamos con una delegación oficial del Alto Comisionado de las Naciones Unidas, con la delegación de la Cruz Roja internacional, representantes políticos y prensa internacional.

 

A nuestro retorno vimos en Televisión Española informes de aquel hecho, del viaje de los niños del exilio a Uruguay, y en las entrevistas que habían hecho los periodistas españoles en la calle se notaba que la gente ya había perdido el miedo, se sentía con derecho a reclamar. Tal vez ahí terminamos de entender lo que significó aquel viaje.

 

 

Rubén Yizmeyián

© Rel-UITA

20 de diciembre 2005

 

   

 

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