Uruguay
no puede ser tierra para el crimen perfecto: por lo que son sus
organizaciones sociales, por lo que el pueblo ha aportado a las
luchas, por la tradición artiguista. Un poco más tarde, o aún
antes de los previsto, se sabrá qué pasó con los
detenidos-desaparecidos.
Todo depende
de lo que, con serena firmeza, sin pausa, hagamos cada uno de
los habitantes de esta tierra.
El tema de
los detenidos-desaparecidos, como toda causa entrañablemente
popular, depende de la capacidad militante para difundir las
razones que exigen se informe la verdad.
El escritor
Juan Gelman ha explicado algo que es, además de su
tragedia personal, la de miles y miles en el Cono Sur y en la
Patria Grande. Dijo: “Los familiares de detenidos-desaparecidos
sufren pérdidas irreparables. La búsqueda de la justicia no las
recupera, pero continúa la memoria, que exige el conocimiento de
la verdad”.
Todo el que
medita sobre este tema llega, necesariamente, a una conclusión:
no se vive una democracia digna, real, creíble, si en ella se
prolongan las consecuencias de las arbitrariedades y crímenes
de las tiranías. Más claramente: no hay psiquiatra ni psicólogo
que no advierta cómo en los familiares de
detenidos-desaparecidos “el duelo no se procesa”, el dolor se
prolonga, y la herida se mantiene, irrestañable, mientras no se
llega a la verdad.
Hace algunos
años, ante la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de
Representantes, una madre planteó, textualmente: “Tengo un hijo
que desapareció en Uruguay cuando tenía 22 años, y yo me
pregunto –frente a las declaraciones del capitán Tróccoli-
si tengo que pensar que está enterrado de pie con un árbol
encima. No sé si los señores diputados pueden entender la
tragedia que eso representa para nosotros. He perdido seres
queridos –mis padres y mi marido- y sé que hay un tiempo de
duelo, de dos o tres años. A uno le parece que no se va a poder
resignar, pero la resignación y la paz llegan. Sin embargo,
es terrible que después de 20 años sigamos sufriendo la misma
tragedia y sintiendo el mismo dolor por los desaparecidos, cuyo
duelo no hemos procesado. Siento como si mi hijo
estuviera frente a mí y me preguntara: “Mamá: ¿por qué?”.
Gelman
recordó en Madrid la desaparición de su hijo Marcelo Ariel,
de 20 años; de su nuera María Claudia Irureta Goyena,
española, de 19 años y encinta de siete meses; todos
desaparecidos a partir de Automotores Orletti, lugar donde
aplicaron su odio oficiales de las fuerzas de represión de
varios países. El cadáver del hijo de Gelman fue arrojado
a las aguas del Canal San Fernando en un tambor rellenado con
cemento y arena. Hallaron sus restos 13 años después. “Y fue una
suerte de consuelo –explica Gelman- poder darles
sepultura; arrancar a mi hijo de la noche de la niebla genocida,
cumplir así con una ley humana que viene del fondo de los
siglos, y es básica para la cultura universal”.
A medida que
el tiempo transcurre crece en Uruguay (y en toda la
Patria Grande) la exigencia de que se informe la verdad sobre el
destino de los detenidos-desaparecidos. Pasa el tiempo, el miedo
y la complicidad dejan de dar réditos y el problema preocupa
hasta a quienes, en otras circunstancias, miraban para otro
lado.
Todos
sabemos, ya, que así como la historia ofrece páginas, como el
Éxodo,* por ejemplo, que son hechos con los que todos los
orientales nos sentimos orgullosamente identificados y forman
parte de la raíz común, que el holocausto perpetrado por estas
latitudes no sea superado con la verdad es una niebla que
pesará, históricamente, sobre el Poder Ejecutivo, sobre el
Parlamento, sobre las instituciones en general y, en especial,
sobre las Fuerzas Armadas.
Cuando
planteamos estos temas no reclamamos cárcel para los
responsables. Los asesinatos, las torturas, las prisioneras
dando a luz encapuchadas y maniatadas, como los hechos de
Orletti, los vuelos de la muerte, los niños desaparecidos y no
buscados por los demócratas que sucedieron a los que también se
decían defensores de la democracia, no se solucionan con rejas.
A la Ley de Caducidad siguió, además, un plebiscito. Pero es
necesario recordar que los teóricos y votantes de la ley de
impunidad sostenían que ella era el único camino para que se
supiera la verdad sobre los detenidos-desaparecidos. “Es mucho
mejor esta ley -se decía en defensa de la impunidad y consta en
las actas del Parlamento- a que se siga en la incertidumbre y se
permita a los militares guardar silencio eterno sobre estas
situaciones aberrantes. La verdad tiene que saberse. A los
familiares se les tiene que decir qué es lo que sucedió (...) No
se puede continuar ocultando la verdad”.
Después, los
que con esos argumentos (sumados al fantasma del retorno de los
militares y del terror) consiguieron la impunidad, se plegaron
al silencio. Pero hoy, como siempre, democracia es también
opinión pública. Y esta apoya las demandas de los familiares de
detenidos-desaparecidos, como lo demuestran las manifestaciones
que se reiteran cada mes de mayo.
El mandato
viene de los compañeros que cayeron en la lucha. Y es un
imperativo con gran fuerza, que también tiene raíces en la
prédica y el ejemplo de esos mismos y en la solidaridad con
quienes lucharon por un mundo sin clases sociales. Una fuerza
que viene de la demanda de verdad y justicia junto a quienes “al
negarse a olvidar -como ha dicho Gelman- impiden la
segunda muerte de las víctimas”.
E impiden el
crimen perfecto (porque desde el monopolio del poder descontaban
la impunidad) de los que practicaron el terrorismo de Estado.