Terminaron con su
hábitat que era una extensión de sus cuerpos. En todo el estado de Mato Grosso
do Sul la selva fue devastada como si se tratara de un enemigo y miles de indios
deambulan ahora con sus raíces al aire. Los que hoy malviven acorralados en la
pobreza y la desesperanza, engrosan las listas de los trabajadores de las
haciendas ganaderas, las carbonerías vegetales o del inmenso cañaveral, donde
las denuncias de trabajo esclavo son noticia permanente. Otros venden su fuerza
de trabajo en los frigoríficos avícolas, enclaves de explotación extrema donde
la dignidad se corta en pedacitos como las alitas de los pollos.
“Son reconocidos a los indios su organización social, costumbres
lenguas, creencias y tradiciones, y los derechos originarios
sobre las tierras que tradicionalmente ocupan, correspondiendo
a la Unión demarcarlas, proteger y hacer respetar todos sus
bienes”.
(Constitución de la República Federativa del Brasil, Art. 231)
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La
madre tierra, la madre Dilma…
Y el
capitalismo parido de un forúnculo
El pueblo Guaraní
Kaiowá supo transitar por siglos buena parte del actual estado de Mato Grosso
do Sul, al centro oeste del Brasil, frontera con Paraguay y
Bolivia. Una tierra sin límites, un regalo del “Gran Padre Ñande Ru”.
Su “Casa
Grande”, su “Tekoha”, era un mar de monte.
Allí confluían muchas de las bondades de la “tierra ideal” que la
cultura y espiritualidad guaraní denominan la Tierra sin Mal.
En enero del pasado
año la presidenta Dilma Rousseff recibió una carta del pueblo Guaraní
Kaiowá en la cual manifestaba: “Qué bueno que usted haya asumido la
presidencia del Brasil. Es la primera madre que asume esa
responsabilidad. Pero, queremos recordar que para nosotros la primera
madre es la madre tierra, de la cual somos parte y que nos sustenta desde hace
millares de años.
Presidenta Dilma:
nos robaron a nuestra madre. La maltrataron, hicieron sangrar sus venas, dañaron
su piel, quebraron sus huesos. Ríos, peces, árboles, animales y aves… todo fue
sacrificado en nombre de lo que llaman progreso. Para nosotros es
destrucción, es matanza, es crueldad.
Sin nuestra madre
tierra sagrada, nosotros también estamos muriendo poco a poco.
Por eso estamos haciendo este llamado al comienzo de su gobierno. Devuelvan
nuestras condiciones de vida que son nuestros “Tekoha”, nuestras
tierras tradicionales.
No estamos pidiendo
nada de más, solamente nuestros derechos que están en las leyes de Brasil
y a nivel internacional…”.
El pueblo Guaraní
Kaiowá, huérfano de selva, aguarda todavía la respuesta de la madre
Dilma.
El
primer desembarco
De la
Casa Grande a la Gran Cosa
En el siglo XVI
llegaron los portugueses marchando en franca contravía a la cosmovisión
desarrollada por las poblaciones locales. Desde su visión eurocentrista y
mercantilista, los conquistadores no vieron al Nuevo Mundo como una “Casa
Grande”, lo vieron, sí, como una Gran Cosa, con
precio pero sin valor.
Apenas pisaron la
playa se proclamaron dueños de esas tierras, un regalo de la Iglesia y los Reyes
de Portugal y España. Así lo definían el Tratado de Tordesillas y
la Bula del Papa Alejandro VI: el más poderoso escribano de la época.
Con tamaña venia y
bendición, el accionar exterminador de los portugueses y sus mercenarios no
conocerá límites. La espada, la cruz y la codicia -la santa trinidad
del saqueo- acometerán sin piedad contra los pueblos originarios,
violentando su forma de vida, su cultura y espiritualidad.
Para la Iglesia los
indios eran salvajes sin alma, y para el naciente capitalismo, esclavos sin
salvación.
Cosas susceptibles de apropiación,
de ser explotadas sin
misericordia y sin amenaza de excomunión para los explotadores.
Cosas
que tenían su historia, pero la historia de las cosas importa poco.
El
último desembarco
Las
transnacionales: los nuevos amos
En portugués Mato Grosso significa “matorral grande” y viene de la
palabra guaraní
kaaguazú
(monte grande). Como se señala en la carta a la
Madre
Dilma, durante miles de años indio y naturaleza fueron parte de
un mismo cuerpo. Ahora no.
La deforestación en
Mato Grosso do Sul tiene sus orígenes a finales del siglo XIX, de la mano de
la explotación intensiva de la yerba mate. Entre 1920 y 1960 la depredación
ambiental fue impulsada por la industria maderera, y del 60 al 70 por la
ganadería.
A inicios de los 80 la
superficie destinada a la caña de azúcar avanzó frenéticamente, y en los 90
irrumpió la soja: la idolatrada diosa del agronegocio y mascarón de
proa de las transnacionales Monsanto, Bunge y Cargill que ya cubre 2,1
millones de hectáreas en Mato Grosso do Sul.
En la más absoluta
impunidad, las grandes haciendas y el monocultivo fueron invadiendo y devastando
las tierras de los pueblos aborígenes; mientras,
un gobierno
tras otro coincidieron en exhibir idéntica capacidad para hacerse los distraídos
ante esa gigantesca usurpación.
En Brasil habitan 190 millones de
personas, el 1 por ciento tiene en su poder el 46 por ciento de las tierras
cultivables, y va por
más, invadiendo tierras, atropellando la selva, y en simultáneo, al Parlamento a
través de la bancada ruralista.
Sediciosa, relegada a un rincón, la
Reforma Agraria sufre parálisis crónica.
La
madre selva
Y el
gran hermano del etanol
Si hoy el escenario es
dramático para los pueblos indígenas y la agricultura campesina –otra víctima
del atropello de la agricultura industrial– el panorama venidero se
presenta desolador.
La fascinación
reinante por los agrocombustibles y su entusiasta promoción realizada por el ex
presidente Luis Inacio “Lula” da Silva, que convirtió a ese carburante en
la punta de lanza de su política exterior,
profundizarán la situación.
El etanol -el combustible del siglo
XXI según Lula, el biocombustible como lo ha bautizado la gran industria-
necesita escala, y en Mato Grosso do Sul el cañaveral ya ocupa unas 700 mil
hectáreas y amenaza con expandirse aún más.
Avanza como un tsunami
verde que nadie detiene, y como bien dice Iara Tatiana Bonin, en ese
escenario los pueblos indígenas son un estorbo. Son vistos como “malas
hierbas” que deben ser erradicadas del “jardín del latifundio” para
dejarle el camino libre a los planes de los “jardineros del progreso”.
El cacique Ládio
Verón, hijo de Marco Verón asesinado en 2003, denunció: “Nuestras
tierras en Mato Grosso do Sul están pasando por un proceso de devastación total.
Allá un pie de caña
vale más que un indio, más que un niño indígena, y una vaca vale más que toda
una comunidad”.
Un
verdadero (Eco)Genocidio
Las
dos caras de una misma moneda
Hacia 2004 la soja en
Brasil había provocado la deforestación de 21 millones de hectáreas. En Mato
Grosso do Sul el monocultivo sojero ocupa 2,1 millones de hectáreas.
El avance
desenfrenado de la superficie destinada al agrobussines, las tierras de
pastoreo de los ranchos ganaderos, más la desidia del gobierno federal, han
provocado la eliminación del 80 por ciento del bosque nativo en este estado.
En Mato
Grosso do Sul, la antigua Tierra sin Mal, la Tierra de todos,
el 1 por ciento de la población posee el 35 por ciento de la tierra (2004),
mientras que los pueblos indígenas, desnudos de monte, malviven amuchados en una
esquina olvidada, entre el monocultivo y la actividad ganadera.
Según Egon
Heck, coordinador del Consejo Indigenista Misionero (CIMI), “La invasión
incesante de tierras indias por rancheros y agricultores está diezmando a las
tribus nativas, y ello equivale a un genocidio. Está en juego la supervivencia
de muchos de los 60 mil indios de las etnias Guaraní Kaiowá y Terena.
Los están llevando a
un callejón sin salida, y a menos que el gobierno demarque sus tierras
ancestrales y prohíba entrar en ellas a todo aquel que no sea indígena, no
podrán sobrevivir. Como resultado de esta situación, los niveles de violencia en
la región son extremadamente altos", enfatizó el misionero.
Datos del CIMI revelan que desde
2003 fueron asesinados 279 indígenas en Mato Grosso do Sul.
En 2011 la cifra llegó a 51 indígenas en todo Brasil, 32 de ellos en Mato
Grosso do Sul. “En la tierra indígena de Dourados, en 2011 el índice de
homicidios era de 140 por 100 mil habitantes, o sea, 14 veces superior a la
mortalidad en países en estado de guerra civil, como fue Irak”.
En Mato Grosso do Sul,
la tierra del agrobussines,
las
víctimas son siempre culpables, y una bala paga su precio si termina con la vida
de un indígena.
De la
Tierra sin Mal
A la búsqueda del Trabajo sin Mal
Despojados de sus
tierras ancestrales, acorralados por los ganaderos y el desierto verde del
agrobussines, los Guaraní Kaiowá y los Terena ingresaron en un proceso de
proletarización y son explotados como mano de obra barata.
Miles de indígenas
trabajan ahora en las factorías de carbón, en los cañaverales o en algún
frigorífico donde pollos y trabajadores son triturados al mismo tiempo. Mato
Grosso do Sul está en cuarto lugar en el ranking nacional que registra
trabajadores en situación análoga a la esclavitud elaborado por el Ministerio
Público de Trabajo.
En el cañaveral, “como
el pago se realiza por producción, se trabaja para cumplir una cuota que crece
con la mecanización. Diversos cortadores informan que la meta actual en Mato
Grosso do Sul es de 9 toneladas de caña cortada por día. Aquellos que cortan
menos no tienen empleo”(1).
Marcos Antonio Pedro,
un indio
Terena, consiguió emplearse en el frigorífico avícola de Cargill en
Sidrolandia. Murió triturado por una máquina en un lamentable accidente
ocurrido allí el 28 de marzo de 2008.
La transnacional
informó que Marcos se había suicidado. En aquel año, cada 66 segundos se
desosaban seis piezas de pollo entre patas y muslos. Unos 100 trabajadores por
mes pedían su liquidación o, cuando ya no servían, eran despedidos.
Los Guaraní
Kaiowa y Terena continúan su búsqueda de la Tierra Sin Mal.
Pero ahora, además,
conforman el 20 por ciento de las plantillas de las avícolas de Mato Grosso, y
luchan por un Trabajo Sin Mal, donde la gente no se enferme o
muera.
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