En una esquina de un barrio de clase media en Buenos Aires
todavía está en pie un taller de automóviles donde funcionó
la filial argentina de la Operación Cóndor.
En una
esquina de un barrio de clase media en Buenos Aires todavía
está en pie un taller de automóviles donde funcionó la
filial argentina de la Operación Cóndor. Testigos afirman
que en este lugar vieron por última vez a dos diplomáticos
cubanos incorporados a la larga lista de desaparecidos
durante la dictadura. Un socio de Luis Posada Carriles y
emisario de la CIA llegó a Automotores Orletti para torturar
a los dos jóvenes
Si estas paredes pudieran expresar sus sentimientos,
llorarían. No se aprecia a simple vista, en cada tramo
llovió alguna vez la sangre. Los rastros empiezan en la
entrada principal del taller, por donde pasan los autos, que
se abre y se cierra con una cortina metálica, de esas que se
usan en las viejas bodegas de los barrios. Siguen en la
puerta contigua, de tamaño natural, blindada y con una
mirilla, que solo se abría si se pronunciaba un conjuro
previamente convenido: “Operación Sésamo”, parodia del
“Abrete Sésamo” de los cuentos de Alí Babá y los 40
ladrones.
Desde afuera, el edificio es demasiado estrecho y a una le
cuesta trabajo imaginarlo como almacén de torturados. Apenas
ocupa el espacio de un par de casas de la manzana. Tiene dos
plantas. En la primera, entre carros viejos y otros nuevos
secuestrados a las propias víctimas, había un tanque de agua
y unos ganchos fijados en el techo, de donde se colgaban a
los presos para supliciarlos con la técnica del “submarino”:
sumergirlos de cabeza en el agua pútrida hasta el punto en
que comenzaban a ahogarse. Algunos, como Carlos Santucho,
murieron de esa forma y una no puede dejar de imaginar su
agonía y sus alaridos, que debieron aterrorizar aún más a
los presos que se encontraban en la planta alta, donde
funcionaban otras dos salas de torturas en las que la picana
podía inferir sufrimientos inimaginables. Por más que
gritaran, no se escuchaba afuera. Frente a la casa una línea
de trenes corta la calle. Cuando el paso de los vagones no
ensordecía el lugar, los torturadores mantenían la radio a
todo volumen y se beneficiaban, además, de las voces y los
juegos de los niños y de las campanadas de la escuela Mauro
Fernández, cuyo patio linda con el edificio. Con ese humor
macabro que a veces tienen los asesinos, los militares
llamaban a este centro El Jardín.
Solo si una va advertida de la historia que allí se oculta,
verá el rastro de la sangre que sale del portón y se pierde
calle arriba, con rumbo desconocido. De otro modo, nada
insinúa que esa esquina es diferente a las demás. Pasa un
anciano con un diario debajo del brazo, un borracho dormita
en la vereda, el viento agita las hojas del ceibo junto a la
línea del ferrocarril, el sol calienta como otras tardes.
Pero allí donde no hay tarjas, ni estatuas de mármol, ni
monolitos, ni escraches, los historiadores afirman que en
1976 estuvo la sede de la filial argentina de la Operación
Cóndor, la transnacional del crimen que concilió en un mismo
esfuerzo “antisubversivo” a las dictaduras latinoamericanas
durante la década del 70 y principios de los años 80.
De hecho la dirección no le dice nada al conductor que me ha
traído por la apartada callecita de ese barrio de clase
media de Buenos Aires, hasta Venancio Flores 3519-21,
esquina con Emilio Lamarca, en Floresta. Un cartel gastado
anuncia que en ese lugar opera un Taller Integral de
Automóviles Nacionales e Importados. Hace exactamente 29
años había otro letrero con dos únicas palabras,
“Automotores Orletti”, cuya sola mención ha puesto nervioso
al taxista: “El que entraba ahí, ¡chao!... Muy poquitos
pudieron hacer el cuento de lo que les pasó en Orletti. Vi a
uno en la televisión que no lograba entender por qué, si lo
habían agarrado y torturado en Buenos Aires, había terminado
otra vez torturado en Montevideo”.
El año
más productivo del cóndor
El 31 de
diciembre de 1976 el diario La Opinión se jactaba de que en
un año “la guerrilla” argentina había sufrido 4.000 bajas y
que Montoneros, por ejemplo, había perdido el 80 por ciento
de sus dirigentes. El Buenos Aires Herald era más cauto:
estimaba las víctimas en 1.100 muertos. Un diario
clandestino añadía que “hay un muerto cada cinco horas y una
bomba cada tres”. Para la periodista argentina Stella
Calloni, autora de Los años del lobo, un clásico sobre la
Operación Cóndor, todas estas cifras pueden ser verdad. “El
1976 es clave. Fue el año en que se organiza Cóndor, aunque
las dictaduras latinoamericanas venían trabajando desde
antes con los Estados Unidos, particularmente con el Partido
Republicano”.
La cifra de desaparecidos, solo en el Cono Sur, superaría
los 50.000. En Centroamérica, Guatemala ostenta el doloroso
récord de 200.000 muertos bajo sucesivas dictaduras que
provocaron 36 años de guerra, como se desprende del
cuidadoso análisis que realizó la Comisión de la Verdad,
patrocinada por las Naciones Unidas.
El periodista Manuel Buendía, uno de los más importantes
columnistas mexicanos, asesinado en un atentado en 1984 en
Ciudad de México, llegó hasta George Bush en la
investigación sobre esta trama: “Si bien estuvo un corto
tiempo al frente de la CIA desde el 30 de enero de 1976 al
20 de enero de 1977, ese tiempo le bastó a Bush para
ordenar y apoyar algunos de los crímenes más tenebrosos de
esos escasos 12 meses. Como escribió Buendía: ‘Bush encarna
la capacidad para la intriga y la acción violenta, hasta los
extremos de la matanza…’ En este año la ronda de la muerte
no tuvo descanso en América Latina”.
En abril de 1976, Bush ordenó a uno de sus agentes que
organizara una reunión para unificar a los grupos
terroristas cubanos dispuestos a combatir contra su país. En
San José de Costa Rica Stella está convencida de que hubo
dos reuniones, una en Costa Rica y otra en República
Dominicana se constituyó bajo la dirección de la CIA, el
Comando de Organizaciones Revolucionarias Unificadas (CORU)
con Orlando Bosch como coordinador principal.
En todo este entramado, “Luis Posada Carriles es uno de los
hombres de más confianza de la CIA, con un nivel similar al
de Félix Rodríguez, el asesino del Che. Los otros eran
matoncitos que iban con sus pistolas a Roma o apretaban el
control remoto de una bomba o torturaban en Argentina”.
Mientras Cóndor extendía sus alas en el sur del continente
en su año de gloria, Luis Posada Carriles estuvo en Chile y
en Argentina, antes del asesinato de Letelier y de la
voladura del avión de pasajeros cubano frente a las costas
de Barbados con 73 personas a bordo. ¿Para qué?
Cubanos en Automotores
Orletti
A
Orletti lo dirigía el llamado Grupo de Tareas 18, encabezado
por Aníbal Gordon, un matón que tenía antecedentes penales
por robo a mano armada y obedecía directamente las órdenes
del Comandante General de la Secretaría de Informaciones del
Estado (SIDE), Otto Paladino. Desde junio de 1976 el lugar
había sido arrendado por los servicios represivos argentinos
y era una de las 300 prisiones clandestinas de la dictadura,
pero se destacaba por dos hechos de particular
excepcionalidad: funcionaba como base principal de las
fuerzas de Inteligencia extranjeras que operaban en
Argentina, articuladas en la Operación Cóndor, y estaba
diseñado para que nadie pudiera contar luego lo que allí
había visto y padecido. De los cientos de presos que pasaron
por el “taller”, hay muy contados sobrevivientes.
Crecencio Galañega Hernández |
Jesús Cejas Arias |
Uno de
ellos, José Luis Bertazzo, pasó dos meses en Orletti. Logró
identificar a chilenos, uruguayos, paraguayos y bolivianos
entre sus compañeros de infortunio, quienes le comentaron
que eran interrogados por oficiales de sus propios países.
En ese lugar también torturaron a la nuera embarazada de
siete meses y al hijo del poeta Juan Gelman. La muchacha de
19 años fue trasladada a Montevideo para que, antes de ser
desaparecida, diera a luz a su hijita. De Marcelo Gelman,
periodista y poeta como su padre, nada se sabe. Según revela
el investigador norteamericano John Dinges en un libro
reciente, Los años del Cóndor, presos del MIR de Chile le
contaron a Bertazzo en Orletti que habían visto entre esas
paredes a dos diplomáticos cubanos, torturados salvajemente
por el Grupo de Gordon y por un hombre que vino de Miami
solo por un día, para interrogar a los presos de la Isla.
Jesús Cejas Arias, de 22 años, y Crescencio Galañega, de 26,
habían sido capturados el 9 de agosto de 1976 frente al
parque Belgrano, en un barrio residencial surcado de
embajadas y pequeños hoteles de distinguido empaque
Ambos integraban el grupo de jóvenes que custodiaba al
embajador cubano en Buenos Aires, Emilio Aragonés, a quien
ya habían tratado de asesinar. Asegura John Dinges que
conversó con testigos que presenciaron el secuestro de Jesús
y Crescencio, cuando caminaban tranquilamente por Virrey del
Pino, en el punto exacto donde cruza la calle Arribeños.
Unos 40 hombres armados bloquearon con sus Ford Falcón ambos
lados de la vía. “Los dos jóvenes ofrecieron una resistencia
tremenda. Los argentinos no dispararon sus armas porque los
querían vivos. Fueron interrogados por oficiales argentinos
y chilenos. Tanto el FBI como la CIA fueron informados de
los arrestos y de las interrogaciones”, afirma Dinges.
El 22 de septiembre de 1976, el hombre del FBI en Buenos
Aires, Robert Scherrer, envió a Washington un minucioso
informe desclasificado y publicado en el libro de Dinges
con información de “sus fuentes”. El secuestro de los
cubanos había sido una operación de la SIDE y el oficial del
FBI había recibido un reporte de los interrogatorios.
Scherrer comenta al vuelo que el agente de la CIA y de la
DINA chilena Michael Townley, involucrado por esos días en
el asesinato del diplomático Orlando Letelier, también
participó en los “interrogatorios”.
Otro testigo de primer orden, el ex jefe de la DINA,
confirmaría esta evidencia. El 22 de diciembre de 1999,
durante una entrevista en Santiago de Chile con la jueza
federal argentina María Servini de Cubría que investigaba el
asesinato de Letelier, Juan Manuel Contreras Sepúlveda
ofrecería más detalles de la presencia de la CIA en
Automotores Orletti. Contreras declaró voluntariamente que
el norteamericano Michael Townley y el cubano Guillermo Novo
Sampoll viajaron desde Chile a Argentina el 11 de agosto de
1976. “Allí cooperaron en la tortura y el asesinato de los
dos diplomáticos cubanos”, afirmó, y sus declaraciones no
solo están en el acta de la jueza, sino que las ha repetido
a los periodistas en cada oportunidad que la prensa ha
logrado tomarle declaraciones desde entonces.
En su autobiografía Los caminos del guerrero, Luis Posada
Carriles incluye el asesinato del espirituano Jesús Cejas
Arias y del pinareño Crescencio Galañega entre los éxitos de
su lucha contra el “comunismo castrista”. Orlando Bosch se
jactó en The Miami Herald de esta operación concertada con
la CIA y con las dictaduras de Argentina y Chile: “Nuestros
aliados se hubieron de comprometer, y así lo realizaron, en
el secuestro de dos miembros de la embajada en Buenos Aires,
que no han aparecido jamás”.
Las
garras del cóndor
José
Ramón Morales y Graciela V. de Morales lograron escapar,
heridos y desnudos, una noche de noviembre de 1976. Graciela
pudo desanudarse las manos atadas y robarle a su carcelero
dos armas, atacándolo por sorpresa mientras dormía. Nadia
Urrutia, una anciana que ha vivido en el barrio Floresta por
más de 40 años, recuerda el tiroteo y la cacería que se
desató ante los vecinos atónitos. “De aquel taller que
siempre estaba cerrado salían como ratas los guardias
vestidos de civil”, dice. La huida de la pareja obligó a
cerrar rápidamente Automotores Orletti, el principal nido de
Cóndor en Argentina, pero dejó a esta ave de rapiña en pleno
vuelo.
De hecho el Cóndor sigue volando, como si nada, 30 años
después. “Cóndor no es un Plan, sino una serie de
operaciones con un carácter transnacional que dirige y
seguirá dirigiendo Estados Unidos con el uso de
mercenarios”, dice Stella, quien no se cansa de advertir que
seguimos viviendo en un mundo de terror globalizado, tal vez
más sofisticado que el de las décadas precedentes.
Automotores Orletti, como las cárceles clandestinas que
ahora maneja la CIA en Europa, son guaridas de un mismo
pájaro. El cerebro y el corazón de Cóndor son
norteamericanos, pero las garras manchadas de sangre suelen
tener distinta nacionalidad. Antes, durante y después de
1976 eran made in Miami.
Rosa Miriam Elizalde
Juventud
Rebelde
4 de enero
de 2006
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