La idea del presidente Lula de crear una
Comisión de la Verdad que investigara los crímenes cometidos por los
militares durante la dictadura levantó tanta resistencia entre los
comandantes de las Fuerzas Armadas y los sectores más conservadores de su
propio gobierno que el proyecto fue modificado.
El proyecto, contenido en un Plan Nacional de Derechos Humanos, fue objeto
de una dura pelea entre los sectores progresistas y de derecha del
Ejecutivo, no sólo en lo referente al pasado reciente sino a temas como la
flexibilización de los castigos aplicados a las ocupaciones de tierras y
varios otros.
En lo que tiene que ver con la Comisión de la Verdad, salomónicamente
Lula
cortó por el medio: habrá Comisión, se investigarán los crímenes cometidos
por los militares entre 1964 y 1985, se desmenuzará el accionar de los
aparatos represivos en la época, pero también estarán en la picota los
hechos de violencia cometidos por las organizaciones guerrilleras. Una
suerte de aval en los hechos a la teoría de los dos demonios.
Semanas duró la pulseada en el propio gobierno. De un lado, el ministro de
Justicia
Tarso
Genro
y el secretario de Derechos Humanos
Paulo
Vannucchi
respaldaban la idea primigenia del presidente, que saldaba una vieja deuda
del gobierno con su propia base política histórica: investigar, por fin, la
represión política de los años sesenta, setenta y primeros ochenta. Ni
siquiera se hablaba de hacer justicia, sólo de investigación.
Pero fue mucho para los comandantes de las tres armas y para el propio
ministro de Defensa,
Nelson
Jobim,
un ex presidente de la Suprema Corte de Justicia, que calificaron a ese
proyecto de “revanchista” y consideraron que abriría la vía para el
juzgamiento de los responsables de las atrocidades cometidas por la
dictadura.
“De hecho se pretende pasar por encima de la amnistía de 1978, que
saldó aquel pasado y dejó sin castigo aquellos delitos”, comentó Jobim,
que mantiene con Vannucchi y Genro un viejo contencioso sobre
la legitimidad de la ley. Los dos últimos la consideran inaplicable, pues
estiman que los delitos de lesa humanidad como los cometidos por militares y
civiles que manejaron el país desde el golpe que derrocó al presidente
Joao Goulart en 1964 son inamnistiables.
Jobim y los tres jefes castrenses amenazaron con renunciar.
Se estaba ante una suerte de amenaza de golpe de Estado “técnico”. “Es la
crisis militar más grave desde el retorno de la democracia”, clamaron los
grandes medios de comunicación del país, encabezados por la cadena Globo,
que de hecho presionaban a favor de las posturas del ministro de Defensa y
de los comandantes.
También Vannucchi amenazó con dimitir si no se respetaba el
diseño original del proyecto. El miércoles 13 Lula transó. Jobim se
dijo satisfecho. Vannucchi nada comentó.
En otros
puntos el presidente no cedió.
La Iglesia Católica puso el grito en el cielo cuando
supo que entre las 26 medidas del Plan Nacional de Derechos Humanos se
contemplaba marchar hacia la legalización del aborto, el reconocimiento de
la unión civil entre parejas del mismo sexo y la prohibición de símbolos
religiosos en los establecimientos educativos estatales.
La “bancada
ruralista” en el parlamento, los estancieros y hasta el ministro de
Agricultura, Reinhold Stephanes, protestaron a su vez por la
propuesta de modificación de las normas con que se trata a los campesinos
ocupantes de tierras, por ejemplo los organizados en el Movimiento de los
Sin Tierra, que en los últimos años se ha distanciado más y más del
gobierno, entre otras cosas porque lo responsabilizado de no haber llevado a
cabo una verdadera reforma agraria.
En todos esos
puntos Lula se mantuvo firme. Pero es más que probable que en lo que atañe a
las violaciones a los derechos humanos bajo la dictadura por mucho tiempo
más Brasil continúe siendo el paraíso sudamericano de la impunidad que hoy
es.
Al presentar su proyecto original de creación de una Comisión de la Verdad,
antes de irse de vacaciones, Lula había homenajeado a varios integrantes de
su gobierno que en los años sesenta y setenta formaron parte de grupos que
se opusieron por las armas a la dictadura, como Genro, Vannucchi,
el ministro de Comunicaciones Franklin Martins o su propia
“delfina” para sucederle en la Presidencia, Dilma Rousseff.
Dijo que entre muchos otros ellos representaban “la lucha por un mundo
mejor” y que debían ser considerados “héroes”.
Refiriéndose a Rousseff subrayó: “Si alguien detuvo y torturó a
Dilma creyendo que había acabado la lucha de ella, yo le digo que es hoy
una posible candidata a la presidencia de la República de este país”. Y
agregó: “Debemos transformar a nuestros compañeros en héroes, no en
perseguidos, y decir que ellos no están porque lucharon” por modificar el
statu quo.
Pero esa línea de pensamiento, que no es la primera vez que Lula
defiende, se acompaña de otra: recordar sí, homenajear por supuesto, pero
castigar a los culpables no.
En la polémica sobre la aplicabilidad o no de la ley de amnistía del 78
Lula no ha intervenido hasta ahora, pero ha formulado varias
declaraciones públicas contrarias al castigo de los delitos.
En el terreno puramente judicial es muy poco lo que se ha avanzado en los
últimos años en este plano.
En 2008, la Corte Suprema brasileña acogió una demanda de la Orden de
Abogados que defiende la inaplicabilidad de la ley de amnistía a los
crímenes de lesa humanidad y reclama el juzgamiento de los culpables.
En igual sentido se han pronunciado asociaciones nacionales humanitarias e
incluso la alta comisaria para los derechos humanos de Naciones Unidas,
Navi Pillay, para
quien Brasil no puede consagrar la impunidad de este tipo de delitos.
El
Ministerio Público acaba a su vez de acusar a cinco civiles, incluido uno de
los líderes de la oposición, el diputado paulista Paulo Maluf,
por haber sepultado clandestinamente a opositores asesinados en los años
setenta. Cuando era intendente de San Pablo, en los setenta, Maluf
habría ordenado la construcción de un cementerio “especializado” en el
enterramiento de “terroristas”.
Son
pasos en la buena dirección pero lentos, muy lentos, y no tienen un
correlato desde el sistema político, se quejan los (solitarios) activistas
humanitarios brasileños.