El diario
estadounidense The Wall Street Journal reveló en días
pasados que un equipo de abogados del Gobierno de EEUU
elaboró un informe que defiende torturar a prisioneros.
Según el informe, las torturas están justificadas como una
acción de legítima defensa, siempre que sean ordenadas por
el presidente y los prisioneros sean terroristas.
Aparte de que en un país democrático nadie es terrorista, a
efectos de condena y sanción hasta que lo dictamine un
tribunal legítimo que haya actuado con todas las garantías
procesales, ese informe es un exponente del retroceso
democrático que sufre el mundo. El citado informe dice que
prohibir la tortura sería arrebatar a Bush parte de su
autoridad como comandante en jefe de las fuerzas armadas
para dirigir una guerra; una idiotez del mismo calibre del
que da a alguien un puñetazo y luego lo denuncia diciendo
que lo ha agredido con su mandíbula. Sería divertido si no
fuera trágico e indignante.
Torturas las ha habido siempre, pero desde 1946, la
Declaración Universal de los Derechos Humanos declaró
inadmisible la tortura. Sin embargo, los gobiernos han
continuado utilizando la tortura por medio de policías,
militares o servicios secretos como dan fe los informes
anuales de Amnistía Internacional al referirse a tan
abominables prácticas en las muy civilizadas Francia
(Córcega), Reino Unido (Ulster) y España (País Vasco). El
informe legal del Gobierno de EEUU (aunque un portavoz del
mismo le ha negado valor y aplicación) es un paso de gigante
en el retroceso hacia la barbarie antidemocrática, avalado
por el conocimiento de las torturas en Iraq y Guantánamo y
la implicación en las mismas de altos mandos e incluso del
secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y probablemente del
presidente Bush.
Ante los que ponen la seguridad por delante de todo y, por
tanto, justifican de forma solapada las violaciones de
derechos humanos en nombre de esa sacrosanta seguridad,
conviene recordarles que la tortura en realidad es una
expresión de debilidad, impotencia y miedo. El policía que
tortura a un sospechoso proclama su incapacidad para
conseguir información que evite delitos o permita llevar
ante los tribunales a sospechosos de haberlos cometido. Los
torturadores y el Gobierno que los permite o incita no han
sabido hacer frente a sus miedos, personales o
colectivos. Los miedos son motores de actuación y evolución
en la vida, en toda vida. En las especies irracionales se
regulan y enfrentan por medio del instinto, pero en la
especie humana, presuntamente racional, los miedos se han de
enfrentar con la razón y con la voluntad. Un miedo no
reconocido ni aceptado no tiene solución y la resultante
es tirar por el camino del medio, que significa no
enfrentarse al problema ni resolver el miedo, aparte
de consecuencias secundarias indeseables. Un torturador es
esencialmente un cobarde incapaz y un sistema que se basa en
la tortura o la acepta, un sistema ilegítimo y débil.
El conocimiento de la tortura en la Historia (recuérdese la
Inquisición) ha mostrado la ineficacia de tan inicua
práctica como fuente de información: quien está sometido a
tortura puede revelar o revela informaciones que sus
torturadores buscan, pero también están dispuestos a
reconocer lo que sea con tal de acabar con el dolor y el
sufrimiento.
Alain Touraine, director del Instituto de Estudios
Superiores de París, ha escrito respecto al escándalo de las
torturas en Irak que “la contradicción es todavía más
visible entre el imperio guerrero y una sociedad apegada a
las leyes y al derecho, que el Congreso y los tribunales
representan de forma adecuada”. Ningún Gobierno del planeta
tiene patente de corso, no está por encima de la ley ni
puede hacer de su capa un sayo, ignorando la voluntad y el
sentir de los ciudadanos.
La democracia es completa o no es democracia. No es solo
votar cada cuatro o cinco años. No admite excepciones ni
fueros especiales. Tampoco “es un mal sistema, pero mejor
que todos los demás”, como dijera Churchill. Arranca del
respeto y defensa sin concesiones de los derechos humanos de
todos los ciudadanos, incluidos los malos y es un punto de
partida, no una meta. Algo similar a lo que ocurre con la
paz. Ya Ghandi nos advirtió que no hay camino para la paz
sino que la paz es el camino. La democracia también es el
camino.
De no ser así, vamos hacia atrás, como los cangrejos. Ese
sería el camino del retorno a la barbarie, por mucho que
impere el mercado, avance la tecnología y algunos consigan
estupendos índices macroeconómicos.