Se elimina toda clase de rutinas. El prisionero debe
someterse a una iluminación artificial uniforme y de
baja intensidad. Debe despojarse de su propia
vestimenta. Nada ha de recordarle sus coordenadas
espaciales y temporales. La exposición a situaciones
extremas de calor y frío, de sobreabundancia alimentaria
y de hambre, de luz y oscuridad es preferible que su
simple debilitamiento corporal a través de golpizas,
privación de agua y comida, y quebrantamiento
fisiológico general. La desorientación, la pérdida de
identidad y la regresión de la víctima a un estado
psicótico: éstos son los objetivos de las técnicas de
interrogación científica. El suplicio físico con
instrumentos mecánicos o eléctricos, la paralización
duradera del cuerpo en posiciones corporales que generen
un dolor extremo, las contusiones y quemaduras se
administran de tal manera que la víctima no pueda
encontrar en ellas una última forma de defensa y
autoafirmación en su sufrimiento. La inmersión duradera
en estanques de agua, con el cuerpo fijado a cilindros
que imposibilitan las impresiones externas, cubiertos
con máscaras que sólo permiten la respiración e impiden
cualquier percepción visual, conducen invariablemente a
estados paranoides de pánico, alucinaciones y delirios.
Amenazas de un horror vago y desconocido aumentan su
tensión e inducen una regresión psíquica aguda. La
sugestión y la hipnosis, junto a la administración
subrepticia de drogas como la heroína o el sodium
pentotal profundizan su descomposición interna. "Cuando
su regresión llega lo bastante lejos para que su deseo
de resignar comience a prevalecer sobre su resistencia,
el interrogador debe ofrecer al interrogado una
racionalización que le permita salvar la cara." El
tratado de tortura de la CIA ofrece estas
recomendaciones con una conclusión final para sus
verdugos: la tortura debe coronarse con la "conversión"
de su víctima.
Conocido como el Kubark Manual, este documento de 1963
representa un modelo ideal de dominación posthumana. Su
objetivo no es legitimar el sadismo de los verdugos de
la Guerra fría en América latina, a la que estaba
también destinado. Ni las prácticas criminales en boga
que se cometen impunemente en la guerra sucia de
Colombia. Ni el espectáculo fascista de Guantánamo. Ni
las estrategias genocidas de la guerra de Chechenia. Ni
las prácticas de violación de mujeres normalizadas en la
guerra política contra manifestaciones civiles pacíficas
de México. El clásico tratado de tortura de la CIA es
ideal porque se presenta limpiamente como una tecnología
destinada a obtener información de sujetos criminales.
En su práctica efectiva, estos métodos fungen sin
embargo como real sistema de terror y sumisión que
comprende a partisanos y guerrilleros, activistas
políticos, sindicalistas y ciudadanos corrientes,
incluyendo sus familiares e incluyendo niñas y niños. Es
ideal porque no señala qué drogas se administran
científicamente a los prisioneros de la guerra sucia o
de la guerra global, ni los instrumentos de tormento que
efectivamente utiliza, ni los procesos de destrucción
física y psíquica irreversible que infligen. Y sobre
todo es ideal y abstracto porque su lema: "La amenaza de
coerción debilita o destruye la resistencia con mayor
eficacia que la coerción misma" no se aplica solamente,
ni en primer lugar, a individuos, sino a comunidades,
pueblos y naciones, y, en definitiva, a la humanidad
entera.
La tortura ha sido y es la expresión moral y política de
todo orden autoritario. Se basa en la pretensión del
estado de disponer absolutamente sobre los cuerpos, la
conciencia y la voluntad de sus súbditos, al margen de
toda ley, de toda norma social y de todo principio
ético. Su pretexto es la obtención de información de
aquellas personas declaradas como antagónicas del
Estado. Pero la tortura nunca ha significado solamente
una estrategia secreta administrada a individuos
concretos. El terror que inflige en sus víctimas se ha
exhibido siempre, lo mismo en los Autos de la
Inquisición que en las imágenes mediáticas de Abu Ghraib,
con el objeto de amedrentar a la población dominada,
destruir sus vínculos de solidaridad, aniquilar sus
normas de vida y someterlas a un poder total. En última
instancia la tortura implanta la violencia de un poder
que no se detiene ante los límites más íntimos del
cuerpo, de los sentimientos y de la conciencia humanos.
Su organización institucional, los instrumentos y
técnicas a los que recurre, y los múltiples mecanismos
de legitimación mediática y jurídica que la sostienen
ponen de manifiesto la inhumanidad y destructividad
última del sistema de dominación política, militar,
económica y mediática que hoy la ampara.
La aprobación por parte del Congreso y el gobierno de
los Estados Unidos de Norteamérica de una ley, la
Military Commissions Act of 2006, que justifica y
propicia la práctica de la tortura, los interrogatorios
coercitivos y la detención arbitraria de prisioneros de
guerra bajo condiciones de extrema violencia, agrava hoy
esta situación. La agrava para el Tercer Mundo en
general, a la que esta legislación está destinada, y
para América latina en particular. Las políticas
neoliberales han destruido sus tejidos sociales, han
creado una pobreza masiva, han cancelado brutalmente la
posibilidad de integrar auténticas sociedades nacionales
en la región. La corrupción política en la que se
amparan sus políticas de extorsión, la manipulación
mediática de las instituciones políticas, la degradación
autoritaria de los sistemas democráticos, y una
creciente militarización de los conflictos sociales que
esta situación genera se coronan hoy con la legitimación
de la tortura.
Eduardo Subirats*
Tomado de Página 12
22 de noviembre de 2006
* Profesor de Teoría de la Cultura en la New York
University. Autor, entre otras obras, de El continente
vacío y Memoria y exilio.