Uruguay

 

La lógica de la tortura

 

botija aunque tengas pocos años

creo que hay que decirte la verdad

para que no la olvides

 

por eso no te oculto que me dieron picana

que casi me revientan los riñones

 

todas estas llagas hinchazones y heridas

que tus ojos redondos miran hipnotizados

son durísimos golpes

son botas en la cara

 

demasiado dolor para que te lo oculte

demasiado suplicio para que se me borre

 

(Hombre preso que mira a su hijo, Mario Benedetti)

 

Como en una serie de la televisión estadounidense en la cual se narran los casos de un grupo de criminalistas de Las Vegas (“CSI”, por ejemplo), los cuerpos desenterrados de tres desaparecidos en Uruguay durante los años de la dictadura militar, cuentan lo que les ocurrió en el momento de sus muertes.

 

Ubagesner Chaves Sosa se llamaba el dirigente sindical metalúrgico y militante comunista desaparecido en mayo de 1976, cuyos restos fueron encontrados en una chacra de la localidad de Pando, exactamente en la zona señalada en un informe oficial de la Fuerza Aérea Uruguaya en el que reconoció haberle dado muerte.

 

El informe no contó los detalles de lo ocurrido con el prisionero durante los interrogatorios a los que se le sometió en la Base Aérea Boiso Lanza, donde permaneció recluido desde su detención. Los técnicos forenses encontraron fracturas de cráneo que sólo podrían haber sido producidas por un culatazo.

 

Las pericias técnicas, 30 años después de los hechos, estarían confirmando el testimonio de sobrevivientes, torturados junto a Chaves Sosa, quienes dijeron haber escuchado cómo el dirigente metalúrgico era golpeado salvajemente hasta que sólo se oyó el silencio.

 

El cadáver del primero de los desaparecidos desenterrado en el Batallón 13 del Ejército, también permite elaborar una terrible hipótesis: tenía una pierna doblada que delataría el estado de flacidez de su cuerpo, enterrado antes de llegar al “rigor mortis”, es decir sólo una hora después de su muerte.

 

Las señas encontradas estarían indicando a los técnicos que su tumba fue cavada antes del fallecimiento, que su cuerpo fue colocado en una bolsa de arpillera, arrastrado por una soga al cuello hasta el borde la fosa y arrojado en su interior, para luego taparlo con pedregullo y una capa de cemento.

 

Del tercer cuerpo, también hallado en el Batallón 13, solo se ha rescatado parte de un radio y otras pequeñas piezas óseas del antebrazo. Suficiente para saber que era una mujer, bastante para sospechar que efectivamente pudo existir una “Operación Zanahoria” en la que se exhumó el resto de su humanidad.

 

El director del Instituto Técnico Forense (ITC), doctor Guido Berro, obligó a todos los técnicos de la dependencia judicial a firmar una orden que les impide informar sus conclusiones a la prensa. Incluso se ocultó que junto al tercer cuerpo se encontró el casquillo de una bala 9 mm, que delataría una posible ejecución.

 

Algo más que semántica

 

El silencio sobre los detalles de las torturas a las que fueron sometidos los desaparecidos encontrados, es parte de una impunidad que ha instaurado en Uruguay una serie de preceptos sustentados en la misma “lógica de los hechos” con la que en 1986 se aprobó la llamada Ley de Caducidad.

 

La ley, por la cual en 20 años de régimen democrático ningún militar o policía ha sido juzgado por sus violaciones a los derechos humanos, impone una ilógica lógica por la cual, por ejemplo, la sistematizada tortura aplicada por la dictadura no es un tema a incluir en el revisionismo sobre el régimen militar.

 

Aunque el escenario de temor de la salida de la dictadura haya cambiado, a pesar de que aquellos mandos militares ya no tienen poder, y aún cuando la sociedad uruguaya ha optado por un cambio al elegir su actual gobierno, las fuerzas armadas no terminan de arrepentirse del pecado de la tortura.

 

El informe sobre los desaparecidos elaborado por la Armada uruguaya tras la asunción del presidente Tabaré Vázquez acepta que en algunas de sus unidades se torturó, pero niega que ello haya sido una práctica sistemática. Incluso parecen orgullosos de sus métodos “psicológicos” de interrogatorio.

 

El propio comandante de la Fuerza Aérea, brigadier general Enrique Bonelli, el que más parece haber avanzado en el reconocimiento de las atrocidades de la dictadura, llegó a decir que en la aviación se había “apremiado” pero no “torturado”, marcando una sutil diferencia de la que se debió luego desdecir.

 

La confusión de Bonelli y de los mandos de la Armada (que en el Ejército aún no ha sido considerada) parece esconder mucho más que un problema semántico: al impedir la justicia, la impunidad ha impuesto la aceptación de la tortura como un extremo al que se puede llegar si la situación lo amerita.

 

El problema ha ganado a parte de la propia sociedad uruguaya que parece limitar el concepto de tortura a la utilización de implementos de castigo como la picana eléctrica, el tacho del submarino o el caballete, pero no percibe como tortura otros malos tratos que se aplicaron entonces o que aún se utilizan.

 

En el fondo, algunos militares parecen convalidar un precepto por el cual, en determinadas situaciones, un ser humano puede ser torturado. Se llega a argumentar que en el caso de un “terrorista”, sería necesario el apremio en las primeras 48 horas para obtener información que pueda llegar a “salvar vidas”.

 

Esa “lógica de la tortura” también se puede encontrar en los métodos de investigación que al menos hasta hace muy poco utilizaba la propia policía uruguaya, ante la cual la mayoría de los detenidos terminaba por firmar una confesión de la que luego se desdecía cuando enfrentaba al juez.

 

Apremios que matan

 

El falso neologismo implica haber instalado en la sociedad una “gradualidad” entre el significado de las palabras tortura, apremio o mal trato, que podría explicar por qué, hace sólo un año, algunos no entendían que la Organización Mundial contra la Tortura denunciara a los centros de minoridad uruguayos.

 

El informe de esa organización internacional señalaba que en las dependencias del entonces Instituto Nacional del Menor (INAME) se aplicaban “sanciones” y “penitencias” degradantes, como dejar a un joven desnudo y sin cama en su celda, o permitir que otros le pegaran, u obligarlos a una suerte de “plantón”.

 

Esa misma “lógica” fue la que llevó a la muerte al joven Mario Andrés Carro en la Cárcel de Canelones. El recluso fue apaleado por los carceleros y encerrado en solitario, sin darle asistencia médica. Cuando fue trasladado a un hospital ya presentaba una infección generalizada e irreversible. Eso fue tortura.

 

Cuentan que los métodos de tortura comenzaron a ser enseñados a la Policía uruguaya en la década del sesenta por el agente de la CIA Dan Mitrione, quien fue ejecutado por los Tupamaros. Dicen que los militares aprendieron de Estados Unidos, que a su vez tomó ejemplo del ejército de ocupación francés en Argelia.

 

Mucho tiempo ha pasado desde entonces hasta los actuales casos de tortura practicados por los estadounidenses en Abu Ghraib, Falluya o Guantánamo, o los que ejecutaron las tropas inglesas en Basora. Ambos países han propiciado leyes para limitar los derechos individuales de presuntos terroristas.

 

Ante semejante “ejemplo” internacional, las democracias de América Latina necesitan leyes que tipifiquen el delito de tortura, y también deberían colocar grandes afiches en sus centros de reclusión, sus seccionales policiales y sus unidades militares, donde se explique cuál es la definición de tortura.

 

Un afiche tendría la acepción de la OEA en su Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura: “Se entenderá por tortura todo acto realizado intencionalmente por el cual se inflija a una persona penas o sufrimientos físicos o mentales, con fines de investigación criminal, como medio intimatorio, como castigo personal, como medida preventiva, como pena o con cualquier otro fin. Se entenderá también como tortura la aplicación sobre una persona de métodos tendientes a anular la personalidad de la víctima o a disminuir su capacidad física o mental, aunque no causen dolor físico o angustia psíquica”.

 

Otro afiche incluiría la definición de la ONU en su Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes: “Se entenderá por el término ‘tortura’ todo acto por el cual se inflija intencionalmente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia…”

 

Habría que colocar afiches, para que no lo olviden…

 

Roger Rodríguez

© Rel-UITA

28 de diciembre de 2005

  

 

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