Uruguay

 

Militares en el banquillo

La falda corta de la impunidad

Mientras algunos de los más conocidos torturadores de la dictadura uruguaya se enfrentan por primera vez en veinte años a la justicia penal, tres militares (dos activos) serán extraditados a Chile por decisión de la Suprema Corte de Justicia del Uruguay, un país donde la falda corta de la impunidad empieza a mostrar las intimidades de la coordinación represiva en la región.

 

El viernes 17 de marzo, con una nerviosa sonrisa dibujada en el rostro, el tristemente célebre coronel José Nino Gavazzo salía del juzgado penal, custodiado por una brigada especial de la Policía, luego de declarar ante dos jueces civiles que indagan la desaparición de un uruguayo en Argentina y el simultáneo homicidio de su familia en Montevideo.

 

Gavazzo fue el militar que en 1986 se negó a comparecer ante un juez civil y, al recibir el apoyo de las Fuerzas Armadas, dio el argumento que necesitaba el entonces presidente Julio María Sanguinetti para impulsar la aprobación de la llamada Ley de Caducidad con la que se intentó amnistiar los crímenes cometidos por la dictadura que gobernó Uruguay entre 1973 y 1985.

 

Al igual que Gavazzo, otros represores como el coronel Jorge “Pajarito” Silveira, el mayor Armando Méndez y el general Julio Rebollo, fueron “escrachados” por manifestantes apostados frente a los tribunales, cuando se vieron obligados a prestar declaración ante el juez por el secuestro del tupamaro Washington Barrios y la muerte de su esposa hace más de 30 años.

 

Barrios, sobre quien existía una orden de captura de los militares uruguayos, fue secuestrado en Córdoba, Argentina, el 17 de setiembre de 1974 y un mes después,  trasladado a la ciudad de La Plata donde un juez le interrogaría por su ingreso clandestino al país. La versión oficial dice que “se fugó” del vehículo que lo devolvía a Córdoba. Nunca más fue visto.

 

El 21 de octubre de 1974, en el Barrio Brazo Oriental de Montevideo, se realizó un impresionante operativo de “copamiento” sobre las casa de Barrios, donde su esposa Silvia Reyes y dos amigas, Laura Raggio y Diana Maidanick, fueron acribilladas a balazos. Los militares dijeron que las tres mujeres se habían resistido a tiros, pero testigos sostienen que fue una ejecución.

 

Un “favor” de Argentina

 

El Caso Barrios emerge como una prueba evidente de la coordinación represiva que existió entre militares y policías del Cono Sur de América, antes, durante y aún después de las dictaduras que asolaron la región desde los años 60 a los 80, con un saldo de cientos de miles de torturados y millares de muertos o desaparecidos.

El desfile de los torturadores por los juzgados y la habilitación de las primeras extradiciones prometen repetirse en los próximos meses, cuando en Uruguay se procesen otras denuncias de violaciones a los derechos humanos. Si así ocurre, la sociedad uruguaya verá caer un mito con el que le han atemorizado durante dos décadas, al comprobar que, desnuda, la impunidad es cobarde.

 

Barrios fue requerido por el juzgado de La Plata, como un “favor” que “agentes” argentinos realizaron a sus colegas uruguayos, quienes temían no poder interrogar al militante tupamaro detenido en Córdoba por la Policía Federal. La coordinación tiene el agravante de que, entonces, Argentina tenía un gobierno democrático. Faltaban dos años para el golpe de Estado.

 

La desaparición de Barrios fue simultánea con el secuestro en Argentina de otros seis uruguayos, cinco de los cuales aparecerían “fusilados” en las cercanías de la localidad de Soca, a 30 kilómetros de Montevideo, en diciembre de aquel año, como “represalia” por el asesinato del coronel Ramón Trabal, agregado militar uruguayo en París, cuyo homicidio se adjudica desde hace años a la propia dictadura.

 

El de los “fusilados de Soca” promete constituirse en otro caso abierto en Uruguay, luego de que el sexto secuestrado y único sobreviviente, Julio Abreu, un hombre sin actividad política, rompiera un silencio de tres décadas y narrara públicamente cómo fueron capturados en Argentina, retenidos en tres centros de torturas y trasladados a Montevideo en avión, antes del asesinato masivo.

 

Abreu no es el único testigo de cargo en un inminente juicio que implicará a los mismos represores que hicieron desaparecer a Washington Barrios. También sobrevive Amaral García, entonces un niño de 3 años de edad, quien en 1985 fue encontrado por las Abuelas de Plaza de Mayo en manos de una familia de policías argentinos y desde entonces ha recuperado su identidad.

 

Un “favor” para Chile

 

La coordinación represiva que los militares ya practicaban en la Argentina antes del golpe de Estado de hace 30 años, continuó durante las dictaduras y se extendió inclusive después de las elecciones democráticas con las que se reinstitucionalizó la región, según evidencia el cinematográfico “Caso Berríos” en Uruguay.

 

Eugenio Berríos era un bioquímico chileno cuyas investigaciones financiaron los servicios de inteligencia del dictador Augusto Pinochet. Berríos sabía cómo fabricar el letal gas Sarin, una arma analizada por la inteligencia chilena para asesinar a una de los principales objetivos del operativo represivo conocido como el “Plan Cóndor”: el ex ministro de Relaciones Exteriores de Salvador Allende, Orlando Letelier, quien finalmente muriera víctima de una bomba colocada en su auto que estalló en pleno Washington DC.

 

En 1991, cuando las presiones estadounidenses impulsaban a la justicia chilena a indagar la muerte del ex Canciller, Berríos fue llevado secretamente a Montevideo para evitar que declarara, luego de haber sido vinculado al caso por el agente Michael Townley, quien a cambio de protección confesó su conexión con el caso en Estados Unidos.

 

En Uruguay, Berríos quedó bajo la “tutela” de los coroneles Tomás Casella y Wellington Sarli y del capitán Eduardo Radaelli, quienes le “refugiaron” en el balneario La Floresta, a 60 kilómetros de Montevideo. Pero en octubre de 1991, Berríos escapó de sus custodios y se presentó ante una sección policial para denunciar, ante testigos, que era víctima de un secuestro y que le querían matar.

 

La intervención de los militares-custodios ante el Jefe de Policía local, un militar retirado, devolvió a Berríos a sus guardianes y nada se supo de él hasta mayo de 1993, cuando el incidente de Parque del Plata se hizo público y llevó a un encendido debate en el Parlamento, donde el gobierno del presidente Luis Alberto Lacalle evitó reconocer la existencia de una “crisis institucional”.

 

Tiempos “desfavorables”

 

El pasado miércoles 22 de marzo, la Suprema Corte de Justicia aprobó por unanimidad autorizar la extradición de los tres militares uruguayos que de algún modo intervinieron en el secuestro y homicidio del ex agente chileno Eugenio Berríos, cuyo cuerpo fue finalmente encontrado en 1995, enterrado bajo una duna de arena en el balneario El Pinar, a 30 kilómetros de la capital.

 

Las investigaciones demostraron que la muerte del agente de la DINA se produjo luego de una visita que el propio general Augusto Pinochet realizó a Uruguay en marzo de 1993, y durante la cual el coronel Tomás Casella le acompañó durante una entrevista con el ex dictador uruguayo Juan María Bordaberry y en un recorrido aparentemente “turístico” a Punta del Este.

 

El mismo poder judicial que ahora otorgó las extradiciones, no había llegado a conclusión alguna durante su investigación sobre el homicidio de Berríos y archivó la causa en la que aparecían implicados Casella, Radaelli y Sarli, quienes en Santiago fueron procesados en ausencia por un juez que ya condenó a cuatro militares chilenos y pidió la extradición de los tres uruguayos.

Los casos Barrios y Berríos se han constituido en preocupación para algunas estructuras de poder de los militares uruguayos, particularmente los centros sociales dirigidos por oficiales retirados, quienes temen que el gobierno izquierdista de Tabaré Vázquez permita lo que no dejaron hacer sus antecesores en la Presidencia: descubrir la verdad y juzgar a los culpables.

 

El desfile de los torturadores por los juzgados y la habilitación de las primeras extradiciones prometen repetirse en los próximos meses, cuando en Uruguay se procesen otras denuncias de violaciones a los derechos humanos. Si así ocurre, la sociedad uruguaya verá caer un mito con el que le han atemorizado durante dos décadas, al comprobar que, desnuda, la impunidad es cobarde.

 

En Montevideo, Roger Rodríguez

© Rel-UITA

27 de marzo de 2006

 

 

 

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