Monseñor Oscar Arnulfo Romero,
que se sabía amenazado como consecuencia
de su lucha contra la injusticia,
anunció que, a pesar de todo, regresaría
a su pueblo. El 24 de marzo de 1980, un
único disparo efectuado por un
francotirador desde un coche terminó con
su vida.
Había nacido el 15 de agosto de 1917 en
Ciudad Barrios, El Salvador,
donde ingresó al seminario de San Miguel
en 1931. Durante la segunda guerra
mundial (1939-1945) estudió en Roma,
ordenándose de sacerdote el 4 de abril
de 1942, pero la guerra lo obligó a
retornar a su país sin haber terminado
su tesis.
A los 59 años de edad, el 25 de abril de
1977, fue nombrado Obispo Auxiliar de
El Salvador. En un clima de
violencia creciente optó, entonces, por
el lema “Sentir con la Iglesia”. En
octubre de 1974 fue nombrado Obispo de
Santa María, la diócesis más joven de
El Salvador.
En junio del año siguiente la Guardia
Nacional mató a cinco campesinos que
regresaban de un acto religioso. La
violencia crecía.
En febrero de 1977 Romero fue
nombrado Arzobispo de El Salvador,
y un mes después, a partir del asesinato
de Rutilio Grande, se produjo una
serie de crímenes contra eclesiásticos.
Entretanto, un general también de
apellido Romero, Carlos
Humberto Romero, asumió la
Presidencia y en noviembre de 1977
promulgó la “Ley de Defensa y Garantía
del Orden Público”, que acentuó la
represión y llevó a la iglesia católica
y a organizaciones internacionales a
movilizarse para que fuese derogada.
Romero
se convirtió en un defensor de los
Derechos Humanos, en particular de los
más desposeídos, denunciando la
violencia de sectores oligárquicos que
pretendían mantener situaciones de
injusticia. Pero se opuso además a
quienes intentaban conducir al país a
una revolución.
En febrero de 1980, una campaña de
amenazas fue seguida por la colocación
de una bomba en una Iglesia que,
felizmente, no llegó a estallar. El
clima de violencia se acentuaba,
fomentado desde el gobierno.
No me consideren ni juez ni enemigo.
Soy simplemente el pastor, el
hermano, el amigo de este pueblo,
que sabe de sus sufrimientos, de sus
sufrimientos, de sus hambres, de sus
angustias. Y en nombre de esas
voces, yo levanto mi voz para decir:
no idolatren sus riquezas, no las
salven de manera que dejen morir de
hambre a los demás.
Homilía 6 de enero de 1980 |
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En su última homilía, el 23 de marzo,
Monseñor Romero reclamó el cese
de la represión gubernamental. Y al día
siguiente, a las 6.25 de la mañana, fue
asesinado cuando se preparaba para
repartir la comunión en la Capilla del
Hospital de la Divina Providencia. Otra
vez, un luchador contra la injusticia y
por la libertad de los pueblos del sur
pagaba con la vida su vocación de servir
a los heridos por la desigualdad.
Una Comisión de la Verdad que investigó
el crimen concluyó que el hecho se había
pergeñado en la mañana del 24 de marzo
en la residencia de Alejandro Cáceres,
en San Salvador. Informó, además,
que el crimen fue propuesto por el
capitán Eduardo Ávila y ordenado
por el ex mayor Roberto
d’Aubuisson al ex capitán Saravia,
quien se encargó de contratar al
asesino, al que pagó mil colones (unos
130 dólares a la cotización de la
época).
A los diez años del asesinato de
Monseñor Romero se anunció desde
El Vaticano que había comenzado
el proceso de beatificación del mártir,
proceso que aún continúa.
En marzo de 1993, el informe de la
Comisión de la Verdad incluyó las seis
conclusiones siguientes sobre el
asesinato de Monseñor Romero:
1. El ex mayor Roberto d’Aubuisson
Arrieta dio la orden de asesinar al
Arzobispo, y a la manera de un
“Escuadrón de la muerte”, impartió
instrucciones precisas a miembros de su
entorno de seguridad para que
organizaran y supervisaran la ejecución
del asesinato.
2. Los capitanes Alvaro Saravia
y Eduardo Ávila, así como
Fernando Sagrera y Mario Molina
tuvieron una participación activa en la
planificación del asesinato.
3. Amado Antonio Garay,
motorista del ex capitán Saravia,
fue asignado para transportar al tirador
a la capilla. Garay fue testigo
de excepción cuando, desde un Volkswagen
rojo de cuatro puertas, el tirador
disparó una sola bala calibre 22 de alta
velocidad para matar al Arzobispo.
4. Walter Antonio “Musa” Alvarez,
junto con el ex capitán Saravia,
tuvo que ver con la cancelación de los
“honorarios” del autor material del
asesinato.
5. El fallido intento de asesinato
contra el juez Atilio Ramírez Amaya
fue una acción deliberada para
desestimular el esclarecimiento de los
hechos.
6. La Corte Suprema de Justicia asumió
un rol activo que buscó impedir la
extradición desde Estados Unidos
y el posterior encarcelamiento del ex
capitán Saravia. De ese modo se
aseguraba, entre otras cosas, la
impunidad respecto a la autoría
intelectual del asesinato.
Finalmente, en 1993 la Asamblea
Legislativa de El Salvador dictó
la Ley de Amnistía General para la
Consolidación de la Paz, que libró de
responsabilidad civil y penal a los
perpetradores de atroces y aberrantes
violaciones a los derechos humanos,
impidiendo inaceptablemente los derechos
constitucionales de miles de víctimas de
esos crímenes.
De acuerdo a esa Ley, el juez Luis
Antonio Villeda Figueroa sobreseyó
definitivamente a Alvaro Saravia
y el caso Monseñor Arnulfo Romero
fue, como tantos otros, archivado.
Seis meses después, la directora de la
Oficina de Tutela Legal de El
Salvador y el hermano de Monseñor
Romero llevaron el caso ante la
Comisión de Derechos Humanos de la
OEA, trámite que duró siete años.
En 2000, la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos de la OEA
divulgó que sus investigaciones
reafirmaban la responsabilidad de la
ultraderecha salvadoreña en el asesinato
de Monseñor Romero, identificando
a los ya mencionaos civiles y ex
militares como los autores prácticos e
intelectuales del crimen. En ese mismo
fallo, encomendó al gobierno salvadoreño
a:
“1. Realizar una investigación judicial
completa, imparcial y efectiva, de
manera expedita, a fin de identificar,
juzgar y sancionar a todos los autores
materiales e intelectuales de las
violaciones establecidas en el presente
informe (siendo la violación a la vida
de Monseñor Oscar Romero la
principal), sin perjuicio de la amnistía
decretada.
2. Reparar todas las consecuencias de
las violaciones enunciadas, incluido el
pago de una justa indemnización.
3. Adecuar su legislación interna a la
Convención Americana, a fin de dejar sin
efecto la Ley de Amnistía General”.*
No obstante, los sucesivos gobiernos de
El Salvador han continuado
ignorando hasta ahora éste y todos los
reclamos de verdad y justicia planteados
en torno al caso de Romero, así
como a todas las violaciones a los
derechos humanos perpetradas en esos
años.