Hace pocos días, el 31 de
julio, se cumplieron 26 años de
la muerte de Omar Torrijos,
militar y político panameño que
perdió la vida en un accidente
aéreo que, según se planteó
desde el primer momento, fue
organizado por la Central de
Inteligencia de Estados Unidos
(CIA)
En marzo del año pasado el
economista estadounidense
John Perkins afirmó en
Panamá que agentes de la
CIA asesinaron en 1981 al
general Torrijos.
Perkins, en un libro que
tituló “Confesiones de un
asesino económico”, ha informado
que durante su vida activa como
economista recibió la misión de
disciplinar al militar panameño,
convenciéndolo de que aceptara
las recetas del Banco Mundial (BM).
Como Perkins falló,
porque Torrijos no aceptó
sus indicaciones, sabía –declaró
a la agencia DPA- que
“los chacales de la CIA
me caerían encima”. Perkins
ha informado, además, que las
exigencias consistían en
convencer a Torrijos de
que aceptara préstamos
millonarios para la construcción
de megaproyectos con fondos
provenientes de corporaciones
estadounidenses, lo que llevaría
a la dependencia económica de
Panamá.
El general Torrijos se
opuso, y murió en un accidente
aéreo el 31 de julio de 1989.
Torrijos,
gestor de los acuerdos que
llevaron a su país a recuperar
el Canal de Panamá, en 1972
dirigió una carta al senador
Edward Kennedy explicando
qué era lo que sucedía en su
país, lo que podía dar la medida
de lo sucedido en otros países
de América Latina. El
gobierno -explicó- era un
matrimonio entre fuerzas
armadas, oligarquía y malos
curas; y como los matrimonios
eclesiásticos no admiten
divorcio, aquella trilogía de
antipatriotas parecía
indisoluble. El oligarca
explotaba los sentimientos de
vanidad y lucro de ciertos
militares, incluyéndolos en sus
círculos sociales y dándoles
también participación en sus
empresas. El militar prestaba su
fusil para silenciar al pueblo y
no permitir que la clase
dominante fuera irrespetada por
la “chusma frenética”, como
llamaban al pueblo, y los malos
apóstoles de la iglesia católica
bendecían ese matrimonio para
sentarse en la misa como
invitados y disfrutar del poder.
“Cuando estaba en la Academia
como Teniente 2º, a
los 22 años –ha dicho
Torrijos–, y antes del salir
para el escenario de los
disturbios, se me despidió con
expresiones como ‘aplasta a esos
subversivos, que pretenden
desquiciar la economía no
pagando el alquiler de sus
casas. Extermina a esos
huelguistas, a quienes hemos
hecho el favor de darles trabajo
y ahora vienen con exigencias de
aumento de salarios; después que
les hicimos tal favor y les
dimos de comer hasta techo
quieren para sus hijos.
Estudiantes estúpidos, cómo se
les ocurre bloquear las calles e
incendiar vehículos sólo porque
faltan algunos profesores. En
nuestro tiempo, cuando mirábamos
mal al director nos
expulsaban’”.
“No recuerdo un sólo incidente
-escribió Torrijos- de
los tiempos en los que comandaba
tropas especiales de orden
público, en el que la razón no
estuviera de parte del grupo
contra el cual apuntaban
nuestras bayonetas. Cuando era
capitán sofoqué un levantamiento
guerrillero dirigido por jóvenes
estudiantes y orientado por una
causa justa. Fui herido. El más
herido de mi grupo y también el
más convencido de que esos
jóvenes guerrilleros caídos no
representaban ni el cadáver ni
el entierro de las causas de
descontento que los habían
llevado a protestar mediante una
insurrección armada. Pensé
también, al leer la proclama,
que de no haber tendido el
uniforme yo habría compartido
sus trincheras. Allí fue donde
surgió mi determinación de que
si algún día podía orientar la
suerte de nuestras Fuerzas
Armadas, las matrimoniaría en
segundas nupcias con los mejores
intereses de la Patria”
“Cuando era Jefe de la Guardia
se me mandó combatir -así
decían- una insurrección que
dirigía Samuel González,
un cacique indígena. La
insurrección consistía en que
esos hombres se negaban a
respetar el himno nacional, se
negaban a cantar el himno,
cantando otro himno, se negaban
a izar la bandera, y estaban
izando otra. Se negaban, además,
a hacer caso a las autoridades
en algunas zonas donde ellos
tenían sus propias autoridades.
Recuerdo -continuó Torrijos-
que después de 48 horas de
caminar con cerca de 100
guardias, llegamos al sitio de
la insurrección, como la llamaba
el gobierno central. Llegamos
como a las cinco y media de la
mañana y procedimos a ubicarnos
en una colina que nos daba un
campo de vista perfecto y nos
ponía en condiciones de atisbar
lo que estaban haciendo 4 mil
indios reunidos.
Pronto advertí -agregó- que los
indios estaban reunidos allí,
conversando, dialogando,
tratando de resolver sus
problemas. Me di cuenta de que
100 guardias eran insuficientes
para aplastar la sana rebeldía
de 4 mil indios reunidos. Y ahí
me convencí, señores -agregaba
Torrijos-, de que no hay
bala que mate la mística y que
no hay bala que pueda acallar el
grito de rebeldía de un pueblo.
Yo recibía órdenes por radio:
‘¿Qué pasó, Torrijos?
¿Acabas con ellos?’”.
“Espérense, les contestaba,
ustedes no conocen el problema.
Entonces me quedé largo rato en
la colina y poco a poco nos
fuimos acercando hasta que
comenzamos a conversar. En la
zona indígena, en 1958 apareció
una clarividente, una mujer con
grandes condiciones de
dirigente, con gran cariño por
su pueblo. Como las autoridades
no entendían al pueblo como lo
entendía esa india, querían
destruir”.
Porque es más fácil destruir que
investigar. Y porque
investigando, buscando entender
la realidad, Torrijos
comprobó que no cantaban el
himno nacional por falta de
respeto, sino porque no lo
conocían. Y cantaban sus propios
himnos, que la autoridad
desconocía. Era la autoridad la
que debía entenderlos a ellos,
que eran los primigenios
habitantes del país. Pero cada
vez que el gobierno se acercaba
a la sierra era para castigar;
nunca para construir.
Torrijos
optó por la causa de su pueblo.
Y aunque el accidente aéreo que
algunos consideran preparado por
la CIA segó su vida,
Torrijos permanece en el
corazón de su pueblo y en el
reconocimiento de todos los
pueblos de nuestra América.
En Montevideo, Guillermo Chifflet
© Rel-UITA
8 de
agosto de 2007
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