El presidente de Estados Unidos de
América, Barack Obama, en un
discurso pronunciado con ocasión del Día
mundial contra el trabajo infantil del
pasado año 2009, declaró que «el trabajo
infantil a nivel mundial perpetúa el
ciclo de la pobreza que impide a las
familias y a las naciones alcanzar todo
su potencial». Y ciertamente que 215
millones de niñas y niños en el mundo
sustituyan sus juegos y su educación por
muchas horas de trabajo es inaceptable.
Salir a pastorear con el abuelo, ayudar
con los semilleros de tomate o muchas
otras colaboraciones en el tiempo libre
son momentos de aprendizaje y de
relaciones sociales muy valiosas que
lógicamente no se consideran trabajo
infantil.
En cambio, nos encontramos, según las
estadísticas, que más del 70 por ciento
del total de niños y niñas que trabajan
lo hacen en la agricultura. Es decir,
casi 150 millones de niños y niñas, de
entre 5 y 14 años de edad, son parte del
modelo agrícola que produce los
alimentos que consumiremos: criando
ganado, recogiendo cosechas, manejando
maquinaria o -como ya expliqué en otra
ocasión- sosteniendo banderas para guiar
a las avionetas de fumigación de
insecticidas en los monocultivos de
soja. Trabajos durísimos y que en muchas
ocasiones atentan contra la salud y
seguridad de los niños y niñas, lo que
según los convenios de la Organización
Internacional del Trabajo se clasifica
como ‘peores formas de trabajo
infantil’.
La intensificación y mecanización de la
agricultura ha generado tareas que están
siendo realizadas en muchos países por
niñas y niños.
En
México, por ejemplo, encontramos a niñas
y niños en el lavado (con detergentes o
soluciones cloradas) de las hortalizas
que el mercado pide lleguen inmaculadas.
También en Estados Unidos, señor
Obama, el trabajo infantil en la
agricultura es una realidad. Según una
investigación de Human Rights Watch,
los monótonos cultivos industriales, en
grandes granjas, ocupan a niños de tan
sólo 12 años durante más de diez horas
al día, entre cinco y siete días a la
semana. Algunos empiezan a recoger
tomates, fresas o pepinos durante media
jornada diaria con 6 ó 7 años.
Agachados o arrodillados a pleno sol, con machetes en la mano, cargando
cubos, trascurre su día a día. Y al
igual que muchos trabajadores agrícolas
adultos, su remuneración está por debajo
del salario mínimo.
Una
agricultura que, arruinando
la juventud y el futuro de
muchas personas, desmantela
las pequeñas granjas locales
o de terceros países, de la
que saldrá esa mano de obra
infantil buscando, como sea,
sobrevivir. |
Cuentan los investigadores que muchos
niños y niñas les informaron de que sus
empleadores no les proporcionan agua, ni
un lugar donde lavarse las manos, ni
retretes. Las niñas y mujeres en esta
industria son especialmente vulnerables
a sufrir abusos sexuales. Claro, como
consecuencia de las extensas jornadas
laborales, los niños que trabajan en el
campo registran una tasa de abandono
escolar cuatro veces mayor que el
promedio nacional.
La agricultura en Estados Unidos guarda
normativas muy distantes a las
recomendadas por los organismos
internacionales y también
desproporcionadas con otras leyes del
propio país. Como explica Human
Rights Watch, «mientras que en otros
sectores la ley prohíbe la contratación
de niños menores de 14 años, y limita a
los menores de 16 a que trabajen
únicamente tres horas al día durante el
período escolar, sin embargo, en el
sector agrícola, cualquier empleador
puede contratar a niños de 12 años».
En realidad feroces fórmulas que se
mantienen -como un círculo vicioso- para
conseguir precios más competitivos: una
agricultura que, arruinando la juventud
y el futuro de muchas personas,
desmantela las pequeñas granjas locales
o de terceros países, de la que saldrá
esa mano de obra infantil buscando, como
sea, sobrevivir.
Pero a veces llueve. Y cuando llueve
-cuenta un chaval de Michigan- «no
tenemos que trabajar, y nos ponemos tan
felices que empezamos a gritar». Gritos
que seguro se perciben en la Casa
Blanca. A ver si ponen atención.