Adiós a la impunidad
La
dignidad social recuperada |
Zelmar
Michelini y
Héctor Gutiérrez Ruiz
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El ex dictador Juan María Bordaberry, enviado a
la prisión 33 años después de que diera un golpe de
Estado –el segundo y último en la historia cívica
del país–, comparte el mismo piso de la Cárcel
Central con los ex policías y ex militares
procesados por violaciones a los derechos humanos
quienes, sin ironía, le llaman “Señor Presidente”,
reconociéndole así un liderazgo interno “de facto”.
Otros cómplices aún siguen en libertad, y son
probablemente los autores de las amenazas de bomba
que se produjeron el pasado miércoles 22, contra el
despacho del doctor Roberto Timbal, el juez que
dictara los procesamientos.
“Es impensable que ciudadanos uruguayos que, por lo que surge
de las actuaciones incorporadas, no tenían
participación en la política argentina, fueran
secuestrados y se les diera muerte en dicho país sin
intervención uruguaya o sin acuerdo entre las
autoridades de ambos países, siendo entonces
responsables quienes tuvieron participación directa
y quienes adoptaron decisiones al respecto o
influyeron en las mismas, determinándolas”, expresa
el texto del fallo del juez Roberto Timbal
fundamentando el procesamiento con prisión de
Juan María Bordaberry y Juan Carlos Blanco,
responsabilizados de haber participado en el proceso
de las acciones que culminaron con el asesinato en
1976 en Buenos Aires de los ex legisladores Zelmar
Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, y de los
militantes del Movimiento de Liberación Nacional -
Tupamaros, los esposos Rosario Barredo y William
Whitelaw.
En su escrito, Timbal reconstruye cuidadosamente los hechos
tomando por base la enorme cantidad de documentos
producidos durante los últimos 20 años en
investigaciones judiciales, parlamentarias y
periodísticas en Uruguay y Argentina. La mayor parte
de los hechos que conforman el análisis de este caso
son ya parte de la historia oficial de ambos países,
mal que les pese a los militares y a los sectores
civiles identificados con ellos o con algunos de sus
objetivos.
Los hechos en la
historia
Nadie duda de que en el Cono Sur –Argentina, Chile, Brasil
Paraguay y Uruguay– se ensambló un “Plan Cóndor”
que ejecutó una “guerra sucia” contra los opositores
a los regímenes militares que en esa época asolaban
la región. Tampoco de que ese Plan y sus objetivos
fueron consensuados, y su ejecución ordenada y/o
facilitada por las más altas jerarquías de los
gobiernos de facto. Y aunque no lo recoge el juez
Timbal, es una verdad históricamente probada que los
legisladores asesinados y otros dirigentes políticos
de centro y de izquierda, así como una importante
fracción del movimiento guerrillero Tupamaros,
habían iniciado conversaciones con sectores
militares y económicos al interior del Uruguay que
deseaban un relativamente rápido regreso a un
régimen constitucional.
El fallo judicial reseña momentos históricos protagonizados
por las víctimas, como la renuncia de Michelini y
Gutiérrez al estatuto de asilados políticos en
Argentina para conservar el derecho a la libre
circulación y así poder viajar para denunciar
internacionalmente a la dictadura uruguaya. Como lo
hizo Michelini ante el Tribunal Russel lo que
le valió una invitación para viajar a Estados Unidos
para entrevistarse con el senador Edward Kennedy
y otros congresistas de ese país, viaje que nunca
pudo concretar. Aporta retazos de la historia de
Rosario Barredo quien, a pesar de su juventud –los
datos disponibles indican que tendría cerca de 25
años al momento de su muerte–, era viuda del
guerrillero Gabriel Schroeder, había estado presa y
tenía ya tres hijos, el más pequeño de tan sólo tres
meses de edad.
Y como en una espejo de efecto hiperrealista, en el mismo
texto aparecen las dificultades que enfrentaban
Michelini y Gutiérrez Ruiz para sostener a sus
familias de diez y cinco hijos respectivamente.
Michelini trabajaba como periodista en el diario
La Opinión, y había conseguido un dinero
prestado con el cual compró un quiosco de venta de
golosinas y cigarrillos. Vivía en un hotel, en la
zona más céntrica de Buenos Aires con algunos de sus
hijos varones. Gutiérrez había comprado un almacén
del cual dependían para subsistir y alquilaba un
departamento donde vivía con su esposa e hijos.
Mediante el mero procedimiento de ir mencionando hechos
ordenados cronológicamente, el juez Timbal va
reconstruyendo lo que desde tantos años es obvio,
pero que recién ahora comienza a adquirir estatus de
verdad oficial, de hecho históricamente consolidado:
la dictadura de Bordaberry, con la
participación activa de su Canciller Juan Carlos
Blanco y del entonces embajador en Argentina,
así como de sus cómplices en el gobierno dictatorial
argentino y de fuerzas combinadas de ambos países
integradas por militares, paramilitares y policías
de ambas nacionalidades, persiguió a los exiliados
políticos de todas las maneras imaginables,
incluyendo el espionaje, la negación de los derechos
ciudadanos, el secuestro, la tortura, la
repatriación clandestina, el asesinato y la
desaparición, entre otras. Una política con todas
las letras de un “terrorismo de Estado”.
Una emboscada
largamente acariciada
Fue paradigmática la forma en la cual se fue armando la
emboscada en torno a Michelini, a quien primero se
le negó el pasaporte uruguayo, después el gobierno
aún constitucional de Isabel Perón le negó la
residencia temporaria ordenándose su expulsión del
país, orden que nunca se llegó a cumplir. Ya en la
dictadura del general argentino Jorge
Rafael Videla, el propio Canciller uruguayo
Juan Carlos Blanco hizo gestiones en Buenos
Aires para “oficializar” la coordinación represiva
de la cual Michelini era un objetivo central e
inmediato, como los hechos demostraron muy poco
tiempo después de esa visita.
En tres párrafos el juez Timbal hace ingresar a la historia
uruguaya 30 años de indagaciones, investigaciones,
testimonios y confesiones acumuladas en la penumbra
que los victimarios, los verdugos, habían logrado
mantener hasta ahora. Dice:
“Corresponde, a los efectos de evaluar su responsabilidad,
tener en cuenta la posición institucional de los
indagados.
Bordaberry
disolvió las Cámaras el 27 de junio de 1973,
suspendió las garantías individuales, encabezó un
gobierno de facto denominado Cívico-militar,
habiendo compartido plenamente la filosofía del
golpe de Estado y el papel de los militares, lo cual
se desprende de sus propias manifestaciones
efectuadas públicamente, y si bien fue desplazado
del cargo poco tiempo después, tuvo al tiempo de los
hechos dominio suficiente sobre la estructura de
Poder.
Juan Carlos Blanco
fue integrante del gobierno al igual que
Bordaberry y del Consejo de Seguridad Nacional,
donde se reunían con los Comandantes en Jefe de las
FF.AA., y fue Ministro de Relaciones Exteriores,
habiendo tenido perfecto conocimiento de la
situación de los exiliados y participación en las
medidas que se adoptaron respecto de ellos.
Por su posición institucional no pueden alegar
desconocimiento de la colaboración que existió por
lo menos a nivel de las Fuerzas Armadas de Argentina
y Uruguay en la represión de las actividades
políticas contrarias a los regímenes de facto de
ambos países, sino que, por el contrario, desde sus
cargos la propiciaron y alentaron, con el resultado
a que se llegó con las víctimas de autos, el cual
por lo menos tuvo que haber sido previsto por los
indagados”.
Los vacíos que se
llenan
Las imágenes que corresponderían a este breve texto con el
que se ensamblarían armónicamente por su escala
histórica serían las de ambos procesados ingresando
al predio carcelario. Pero esas imágenes no existen,
están apenas las de un furgón cerrado donde se
presume que iba Bordaberry, ingresando
raudamente al garaje de la cárcel. Juan Carlos
Blanco ya había sido conducido a la prisión
cuando los medios se enteraron de lo que estaba
ocurriendo.
Este vacío, sin embargo, ha sido colmado con creces por la
reacción de la sociedad que pasó de la estupefacción
inicial –aunque algunos festejaron esa misma noche
en un aplaza céntrica– a una calmada sensación de
regocijo, de creciente orgullo, de dignidad
recuperada.
Hacer justicia 30 años después de este tipo de crímenes tiene
el efecto arrasador de terminar con la impunidad,
que no es apenas un privilegio para los criminales,
sino sobre todo un estigma para la sociedad, un
gusto amargo permanente que se concentra con el
tiempo, mientras va permeando la subjetividad, las
relaciones humanas, se va instalando en la
idiosincrasia hasta ser aceptada en todas sus
consecuencias como algo que forma parte de la
“normalidad”. Como la lluvia, como el otoño, como el
pan de cada día.
El
fin de la impunidad como “razón de Estado”, como
plataforma de convivencia y pilar esencial de la
construcción social es sin duda el efecto más
profundo y a largo plazo que tienen estos
procesamientos. Sus consecuencias serán
verdaderamente sorprendentes para muchos, porque al
fin se habilitan espacios para el relato histórico
donde las víctimas y los victimarios pueden ocupar
sus posiciones reales y no las asignadas por un
sistema de representación teatral en clave de
impunidad.
Algunas de estas derivaciones ya comienzan a
manifestarse, y no todas son deseables. Por ejemplo,
las amenazas de bomba contra el despacho del juez
Timbal, seguramente provenientes de los sectores
militares y paramiliatres nostálgicos, así como las
amenazas veladas de “rever” la ley de amnistía para
presos políticos sancionada en 1985 como primer
gesto legislativo del reinstaurado Parlamento
democrático. Esa ley, no obstante, no amnistió los
“delitos de sangre”, cuyos imputados fueron
liberados y sus causas removidas del ámbito de la
justicia militar hacia la justicia civil. Ninguno de
ellos fue absuelto, pero los jueces entendieron que
en virtud de las especialmente penosas condiciones
de detención que padecieron, cada año de prisión se
les debía multiplicar por tres, lo que en la
totalidad de los casos representó una cantidad de
años que superó a la pena máxima prevista por el
ordenamiento jurídico uruguayo que es de 30 años.
Fueron más de 40 casos, que a diferencia de los
amnistiados, conservan anotados sus antecedentes
penales. La amnistía de 1985, por tanto, lo fue para
los acusados de delitos menores. Para los demás fue
apenas un acto de generosidad humanitaria con los
sobrevivientes del infierno carcelario que la
dictadura les infligió, en algunos casos, durante 15
años.
Otra reacción visible son los nuevos bríos que ha
tomado el movimiento por la anulación de la Ley de
Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado
aprobada por la mayoría parlamentaria en 1986, y
confirmada por un referéndum popular en 1989, que
protegió hasta ahora a los violadores de los
derechos humanos. El pasado martes 21 se formalizó
una coordinadora nacional que reúne a organizaciones
sociales, políticas y a personalidades públicas –y
que la Rel-UITA integra– que se proponen impulsar en
el ámbito parlamentario un proyecto de ley que anule
la Ley de Caducidad.
Con
respecto a los recién procesados, los abogados de
Juan María Bordaberry y Juan Carlos Blanco
presentaron ya esta semana las correspondientes
apelaciones al fallo del juez Timbal. La expectativa
ahora es saber si la justicia uruguaya borrará con
el codo lo que escribe con la mano.
Carlos Amorín
©
Rel-UITA
24 de noviembre de 2006 |
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