El 27 de
junio de 1973 las entonces llamadas Fuerzas Conjuntas
Uruguayas -que agrupaban a las Fuerzas Armadas y a la
Policía- disolvieron el Parlamento y declararon ilegales a
los partidos políticos de izquierda y progresistas y al
movimiento sindical. Los militares enceparon a la sociedad
utilizando el argumento de la "guerra antisubversiva",
cuando en realidad el enfrentamiento con los movimientos
guerrilleros ya se había saldado en su favor.
Con el
contexto internacional de la Guerra Fría, el país se
encontraba hundido en la peor crisis económica y social de
su historia, producto de las políticas que los gobiernos
blanco y colorado habían impulsado en los últimos 15 años
bajo la presión del Fondo Monetario Internacional. Los años
60 habían sido escenario de durísimas batallas sociales, en
las cuales estudiantes y trabajadores intentaron defender en
las calles los últimos jirones que iban quedando de un
modelo de país con cierta dignidad que acabó cuando las
arcas del Estado, antes repletas por el comercio durante la
Segunda Guerra, quedaron agotadas. La burguesía nacional,
como las del resto de Latinoamérica, comenzó a mirar hacia
Estados Unidos como antes a Europa.
Los
militares que dieron el golpe pertenecían a las generaciones
que habían sido formadas en la tenebrosa Escuela de las
Américas, una fábrica de torturadores y dictadores creada
por Estados Unidos para asegurarse el control de su "patio
trasero". Sólo así, a sangre y fuego, a cárcel y tortura, a
persecución y exilio de miles y miles de uruguayos se logró
quebrar la fenomenal resistencia popular que en múltiples
formas luchó durante esos 15 años para mantener su dignidad
de vida. Eran los balbuceos del neoliberalismo que creció
rápidamente al amparo de la llamada "Doctrina de la
Seguridad Nacional" y la "paz" obligatoria que ella impuso.
La
dictadura uruguaya se engarzó como una joya más en la corona
de la política exterior de Estados Unidos en América Latina.
Así surgió el Plan Cóndor, el genocidio de la "Guerra Sucia"
en Argentina, el "Milagro Brasileño", el Pinochetismo en
Chile, el militarismo por doquier. Las dictaduras fueron tan
feroces como tenaces las resistencias populares.
Ahora,
33 años después, aunque en un panorama político totalmente
distinto, todavía se discute cuánto permanece vivo de
aquellos regímenes del miedo, del terrorismo de Estado, del
saqueo de los recursos, del endeudamiento sin fin, de la
represión contra la diversidad social. En los aspectos
objetivos, las leyes de impunidad para los genocidas y
torturadores han sido abolidas en algunos países, en otros
están siendo jaqueadas y en otros más todavía ni siquiera se
las cuestiona. En los aspectos subjetivos, sin embargo, aún
no se percibe claramente hasta dónde penetró la mancha
nauseabunda del autoritarismo, del disciplinamiento por el
miedo. Antes bien, no es todavía siquiera un tema en debate.
Las
sociedades latinoamericanas se han sacudido el yugo de los
gobiernos militares y continúan buscando caminos de
liberación y justicia social. La historia ha demostrado que
sin las bases sociales movilizadas y participando
activamente en los esfuerzos de cambio y progreso, cualquier
experiencia política se agota en sí misma.
Por eso
hoy, una vez más, renovemos la consigna que nos reclaman la
conciencia y la memoria: