Varios hechos que
terminaron en la muerte de víctima y victimario que se
sucedieron en pocos días volvieron a colocar el tema de la
violencia doméstica en el centro de la atención pública
uruguaya. Pero la respuesta institucional sigue siendo
altamente insuficiente.
Según
cálculos de organizaciones de mujeres, en Uruguay una
mujer muere cada nueve días víctima de ataques de su actual
o ex pareja.
Diariamente el Ministerio del Interior recibe unas veinte
denuncias de agresiones de esta clase, cifra que ha
aumentado fuertemente respecto a años anteriores -producto
de que las víctimas sienten menos temor de dar a conocer
esas situaciones-. Aun así, hay consenso para considerarla
muy inferior a la real.
“A tal
punto ha llegado el fenómeno que se puede decir que se trata
de una epidemia”, dijo el sociólogo Rafael Paternain,
director del Observatorio Nacional sobre Violencia
Doméstica, dependiente del Ministerio del Interior, en un
reciente seminario sobre “Violencia, inseguridad y medios en
el Uruguay”.
Dato
resonante: los casos de violencia en el hogar superan a los
delitos contra la propiedad. Sin embargo, no reciben la
misma atención y la misma respuesta que estos últimos,
generadores de verdaderas reacciones de pánico social y de
una ola de demandas securitarias.
De
todas maneras, en los últimos tiempos algo ha cambiado. Los
hechos de violencia doméstica hoy se ventilan, y la sociedad
puede percibirlos en todo su horror, sobre todo en momentos
como éstos en que se producen casi simultáneamente casos
“chocantes” sobre los cuales los medios de comunicación
colocan su foco.
Incluso
en medios de prensa que habitualmente recurrían a fórmulas
del tipo “crímenes pasionales” para referirse a asesinatos
de mujeres a manos de sus parejas, a la violencia doméstica
se la ha comenzado a llamar violencia doméstica. Pero esa
toma de conciencia, que ha corrido a la par con el notorio
incremento del número de denuncias, no se ha traducido en
una mayor eficacia en la prevención de situaciones que muy
habitualmente no son más que crónicas de muertes anunciadas.
Ejemplo
de lo anterior son los crímenes que tuvieron lugar este mes
de abril en Montevideo, poco menos que prototípicos. En los
tres casos registrados con diferencia de pocos días en la
capital las mujeres habían denunciado no una sino varias
veces que sus parejas las acosaban, la justicia había
decidido medidas cautelares para impedir el acercamiento del
hombre, nadie controló que esa disposición se cumpliera, el
acoso continuó, la policía se lavó las manos, el propio
victimario era policía... Y la mujer fue asesinada.
Esa
historia de mujeres que deambulan buscando protección
institucional que no logran y que terminan siendo asesinadas
como si su “destino” estuviera escrito se repite.
Como se
repite, no el perfil, sino “los valores” del agresor. “La
violencia doméstica constituye un patrón de conductas
abusivas a nivel físico, sexual, psicológico o relacional
usado por una persona en relación íntima con otra, para
ejercer poder, control y autoridad sobre ella”, se podía
leer en la proclama de convocatoria a una movilización de
protesta contra la “epidemia de violencia” en el hogar
realizada esta semana en Montevideo. “La maté porque era
mía” podría ser el resumen de ese patrón de conducta.
Fernanda, una muchacha de 26 años asesinada a cuchillazos
por su marido delante de sus dos hijos pequeños, acababa de
conseguir un trabajo como barrendera municipal que le
permitiría por fin autonomizarse de un hombre que venía
golpeándola desde hacía años. El hombre no soportó esa
tentativa de emancipación. La mató y se suicidó.
“Algunos de los casos que estamos siguiendo en nuestro
gremio corresponden a mujeres que venían de situaciones de
sometimiento y que al conseguir un empleo encuentran la
posibilidad de liberarse, de valerse por sí mismas. Entonces
toman la decisión de dejar a sus parejas y se desencadena la
violencia”, dice José Bruno, presidente del sindicato de
trabajadores de la Intendencia de Montevideo.
“Los
asesinatos de mujeres tienen todos en común que las mujeres
aparecen como usables, prescindibles, maltratables,
desechables”, señalaba en una investigación la antropóloga
mexicana Marcela Lagarde.
“En la
muerte violenta de una mujer -excluyendo aquí accidentes u
homicidios en ocasión de robo- suelen aparecer constantes
que develan a estos hechos como emergentes de relaciones
jerárquicas entre los géneros presentes en la mayor parte de
la sociedad”, se podía leer a su vez en un informe sobre el
tema aparecido a fines de 2006 en el diario argentino
“Página 12”.
Otro
factor que se repite en estos casos: la presencia del
policía o el militar en la figura del victimario. Policía
era el marido de la montevideana Fernanda. Y policía
otro agresor que, esta misma semana, se suicidó antes de que
pudiera concretar su anuncio de que mataría a su ex pareja.
Pero
estas prácticas violentas no son patrimonio de una
profesión, una pertenencia política, ni siquiera una clase
social. Hay consenso entre los especialistas para sostener
que el fenómeno atraviesa horizontalmente la sociedad, aun
si es más perceptible en los sectores más pobres, en parte
porque son los más expuestos en los medios de prensa y
porque tienen mucho menos posibilidades de “esconderlo”
recurriendo a redes que operen como protectoras.
Las preguntas fluyen. Y el
alerta.
Militantes de organizaciones de mujeres uruguayas se
preguntan cómo, por ejemplo, el matador de Fernanda
revistaba aún en los cuadros policiales, y por ende se
depositaba en él la facultad de usar armas, cuando había
sido repetidamente denunciado como golpeador. Y cómo un
psiquiatra de salud pública que lo había tratado por su
reincidencia en actos violentos había determinado que su
conducta no presentaba “alteraciones”.
Según
Ana Nocetti, del Plenario de Mujeres Uruguayas, en
muchas ocasiones la policía no hace cumplir órdenes de
restricción libradas por la justicia contra hombres
golpeadores. “Se dan casos de maridos que vuelven a sus
casas violando las disposiciones judiciales y contra la
voluntad de las mujeres, y la policía no los obliga a irse”,
dice.
Aun si
quisieran actuar, son muy pocos los policías que han
recibido instrucción adecuada: apenas 13 de cada mil
agentes, es decir algo más de 360 sobre el total de 26.600
policías uruguayos.
“Cuando
una víctima va a denunciar violencia doméstica a una
seccional de policía cualquiera y es recibida por personal
no capacitado a menudo eso vuelve más peligroso el caso,
porque le recomiendan medidas inadecuadas o no las saben
guiar, lo que puede provocar que esas mujeres bajen los
brazos y dejen en nada la denuncia”, comentó al diario “El
País” Diana González, de la Red Uruguaya de Lucha
contra la Violencia Doméstica, que reúne a una veintena de
asociaciones.
A su
vez, los juzgados de familia o las recientemente creadas
Comisarías de Mujer se ven desbordados ante la avalancha de
denuncias que reciben.
Pero lo
que falla es el conjunto del sistema, piensa Lilián
Abracinskas, de la asociación Mujer y Sociedad. Según
esta militante feminista, el gobierno de la coalición
progresista Frente Amplio, que se instaló hace algo más de
dos años, ha mostrado ante el tema mucha más sensibilidad
que sus predecesores y otra voluntad de reaccionar, pero no
ha logrado modificar el cuadro general.
“Esto
debe ser abordado de manera integral, articulando desde el
gobierno a todos los actores detrás de una política, y no
únicamente desde la gestión”, destaca.
Además
de la falta de personal capacitado y del desborde que sufren
los juzgados y comisarías especializados, las asociaciones
de mujeres se quejan de la escasa coordinación entre
justicia, policía y organizaciones no gubernamentales que
trabajan en el tema. Lamentan, por ejemplo, que se haya
aprobado hace ya tiempo una ley de violencia doméstica a y
todavía no se la haya reglamentado.
La
nueva ministra del Interior, la socialista Daisy Tourné,
pretende revertir esta situación, entre otras cosas creando
más Comisarías de la Mujer y de la Familia y formando a
otros 200 agentes para estas funciones. Proyecta igualmente
la creación de un servicio especializado en la atención a
funcionarios policiales involucrados en estos casos y a sus
familias y la conformación de una red de monitoreo que
permita una evaluación de lo realizado y la elaboración de
políticas.
La de
género no es la única expresión de relaciones violentas en
el hogar. De hecho, en la noche del miércoles 25 el director
del Instituto de la Niñez y la Adolescencia, Víctor
Giorgy, recurrió a la cadena nacional de radio y
televisión para alertar sobre el recrudecimiento de las
denuncias por maltrato infantil. Un dato, sin embargo: la
mayoría de las víctimas de estos casos son mujeres.
Tampoco
la uruguaya es una situación “rara” en el contexto
latinoamericano (basta citar el caso extremo de México) o
internacional (ya en 2002 en Europa a la violencia doméstica
se la identificó como uno de los problemas sociales más
graves).
Los
patrones uruguayos en esta temática se corresponden
básicamente con los patrones internacionales. Tienen que ver
con pautas culturales arraigadas, con prácticas centenarias,
con una actitud de la sociedad hacia la mujer y con una
internalización por la mujer de esas pautas y prácticas. “Lo
nuevo aquí no es el fenómeno en sí mismo (la violencia
doméstica existía y era muy grave mucho antes de que se la
llamara así y de que perdiera invisibilidad) sino que se
está tomando conciencia de él y de que hay que enfrentarlo
con políticas de fondo. Es el primer paso
para cambiar”, concluía una militante feminista.
En Montevideo, Daniel
Gatti
© Rel-UITA
30 de abril de 2007 |
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