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El vuelo de
los gorriones |
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El
26 de diciembre de 1983 un pueblo cubrió la rambla para
darles la bienvenida. Era el broche de oro para un año en el
que habían resurgido los movimientos sindical, cooperativo y
estudiantil. Algunos de aquellos actores recordaron este
hito en un acto en el Parlamento uruguayo.
Era un grupo de niños, pero no de niños cualesquiera. Eran
hijos de encarcelados, de exiliados, o de insiliados.
Llegaron al Aeropuerto de Carrasco en un avión procedente de
España. Fueron recibidos por un pueblo en ebullición, que ya
había comenzado a rescatar libertades a la dictadura.
Aquel 26 de diciembre de 1983 los alambrados y cercos de púas
que rodeaban la terminal aérea no pudieron detener la risa y
la frescura de aquellos chiquilines llenos de vida, que
venían a (re)conocer su patria, la de sus padres y abuelos,
quienes les habían hablado de un lugar llamado “paisito”.
Una cadena humana se formó sobre la rambla para saludar su
trayecto hasta la sede de la Asociación de Empleados
Bancarios (AEBU), donde muchos se hospedaron. Desde allí
recorrieron la ciudad y sus gentes, vieron el río que sus
padres llamaban mar, sintieron el calor humano y el aroma de
la solidaridad.
Ese año, el movimiento sindical había convocado a cientos de
miles frente al Palacio Legislativo, se movilizaba la
Federación de Cooperativas de Vivienda (FUCVAM), y los
estudiantes, reorganizados en torno a ASCEEP, habían
realizado una histórica marcha de la primavera hasta el
Estadio Luis Franzini.
Una
loca idea
La idea de aquel viaje había comenzado en España, entre
activistas por los derechos humanos, militantes del Partido
Socialista Obrero Español (PSOE), sindicalistas de la UGT, y
uruguayos, los que estaban exiliados y los que habían
viajado para susurrarles a gritos lo que ocurría en Uruguay.
En aquel entonces, Víctor Vaillant compartía con Ernesto de
los Campos y Jorge Lorenzo la dirección de Convicción, el
semanario que bajo la edición periodística de Enrique Alonso
Fernández se había constituido en una herramienta para la
reorganización del movimiento sindical.
Desde Convicción, Vaillant divulgó la idea del viaje de los
niños del reencuentro. Era lo que había hablado en España
con el exiliado Artigas Melgarejo y los españoles Enrique
“Quico” Mañero, Jesús Vacca y otros jóvenes activistas de
los derechos humanos.
La idea fue hecha carne por organizaciones como la Unión
Internacional de Trabajadores de la Alimentación (UITA),
cuya dirección regional ejercía Enildo Iglesias, y por toda
una generación joven movilizada en torno al Plenario
Sindical de Trabajadores, la estudiantil ASCEEP y la
cooperativa FUCVAM.
A
tragos cortos
El arribo de los niños del reencuentro fue el broche dorado
de un año histórico para la reinstitucionalización del
Uruguay. Era el comienzo de un desexilio y una excarcelación
que aún tardarían en concretarse, pero para las cuales
aquellos jovencitos se constituyeron en bandera, ondeando en
viento de libertad.
Algunos hablaban un mal español, con acentos suecos,
holandeses y franceses, otros manejaban mejor que los
uruguayos la lengua de Castilla, o renegaban de ella desde
sus tonos gallegos o catalanes. Sabían de tango, milonga, “cantopopu”,
murga y “borocotó chas chas”.
Tomaban mate a tragos cortos, como si faltara yerba. Pedían
asado con olor a madera bañada en cal de obra en
construcción. Querían oír bombos, platillos y redoblantes,
bailar con pianos, repiques y chicos, encontrar empedrados y
campitos para ver la pelota picar distinto que en una cancha
de césped sintético.
Se reían mucho, encandilaban con sus sonrisas para que no se
les notara el temor heredado que en ocasiones pasaba por sus
ojos, generalmente cuando sus miradas cruzaban un uniforme.
Abrazaban. Buscaban el contacto con piel de color familiar.
Respiraban hondo, como para llevarle a alguien este aire.
Pichón de gorrión
Mientras buscaba todo los lugares de los cuales sus padres le
habían hablado y que él redescubría en las esquinas marcadas
con exactitud en un viejo mapa de Montevideo (de los que
regalaban en las estaciones de gasolina de la ESSO), uno de
aquellos niños quedó mirando el vuelo de los gorriones.
Como si fueran pájaros distintos a los de París, Amsterdam o
Madrid, aquel joven adolescente parecía hipnotizado por los
saltitos de las aves que jugaban a quitarse las migas de pan
que él les arrojaba dentro del patio interior del sindicato
bancario, donde minutos antes había almorzado.
Andar con el gorrión, le dicen en La Habana a la nostalgia
que por su país siente el extranjero. Sin embargo, aquel
muchachito de pelo castaño, largo y lacio, de piel blanca,
marmolada y nórdica, tenía un brillo alegre en aquellos ojos
claros que seguían el vuelo de las pequeñas aves urbanas...
Su boca parecía hablarle a los pájaros y sólo de cerca se
podía comprobar que, en realidad, arrastrando las “eres”,
tarareaba la letra de una mítica canción de la murga
Asaltantes con Patente…"Gorrión que abriendo sus alas,/ deja
su nido de sombras,/ como la tímida alondra,/ que del azul
lo reclama...".
Roger
Rodríguez
© Rel-UITA
28 de
diciembre de 2005
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