A quienes siguieron con admiración
la conquista del poder por los
sandinistas les sorprende hoy la
deriva autoritaria y neobíblica de
Daniel Ortega. Sin embargo, oscuros
episodios jalonan toda su
trayectoria política.
Para defender los fraudulentos
resultados de las recientes
elecciones municipales del 9 de
noviembre en Nicaragua,
Daniel Ortega no encontró mejor
salida que instaurar la anarquía en
varios sitios del país. Para acallar
las protestas de la población al
conocerse las evidencias del fraude,
mandó a sus seguidores para que
impidieran con lluvias de piedras y
amenazas de palos que ésta se
manifestara.
Para quienes siguieron de cerca la
Revolución Sandinista en los años
80, resulta difícil entender lo que
sucede. Figuras emblemáticas de
aquellos años, como Ernesto
Cardenal, Dora María
Téllez, Sergio Ramírez,
han denunciado que en el país se
está gestando otra dictadura. A
menudo, he comprobado el
desconcierto de quienes apoyaron con
su solidaridad lo que semejaba
entonces una gesta de David contra
Goliat. Preguntan sorprendidos: ¿qué
le ha pasado a Daniel Ortega?
¿Cómo fue que cambió tanto? Confieso
que me da un poco de vergüenza
responderles. Para muchos de los que
formamos parte de aquella masa
intrépida que derrocó a la tiranía
somocista el 19 de julio de 1979,
los bandazos y arbitrariedades de
Ortega eran un secreto a voces que
guardábamos en casa. Atribuíamos ese
comportamiento a su falta de
experiencia, al poco don de gentes
de su inescrutable personalidad, al
impacto psicológico de los siete
años que pasó en la cárcel. Lo
aclamábamos en medio del fervor
idealista, pero en la intimidad
criticábamos su constante necesidad
de ser desafiante sin medir las
consecuencias. Nuestro consuelo era
saber que, aunque el mundo lo
considerara el líder de la
revolución, en realidad él era
solamente uno más.
La dirección del Frente Sandinista
de Liberación Nacional (FSLN)
y del Gobierno revolucionario era
colectiva y varios de los nueve
hombres que conformaban el
directorio eran personas capaces e
ilustradas cuya autoridad era un
contrapeso a la peculiar manera del
presidente de hacer política.
Recuerdo incluso una conversación
que sostuve, antes del triunfo de la
revolución nicaragüense, con Fidel
Castro. Cuando le reclamé su
aparente preferencia por la facción
dirigida por los hermanos Ortega,
Humberto y Daniel -el
FSLN se encontraba dividido
entonces en tres grupos-, Fidel
me contestó diciendo que
precisamente porque las ideas y la
disposición de los Ortega era
menos predecible, él consideraba que
no podía dejarlos solos. No sé qué
pensará Fidel ahora.
La supremacía de Daniel Ortega
entre aquel grupo de primus inter
pares fue asentándose gracias, en
gran medida, al poder indiscutible
que la llamada Guerra de la Contra,
confirió a su hermano, Humberto,
el comandante en jefe del Ejército
Popular Sandinista. Más astuto que
Daniel, su habilidad para
salirse con la suya a cualquier
costo le había ganado el sobrenombre
de Puñal. Durante los 10 años que
duró la Revolución, Humberto
Ortega fue inclinando el fiel de
la balanza a favor de su hermano
hasta asignarle un protagonismo que
justificaba con el argumento de que
la autoridad de un presidente
confería institucionalidad a la
revolución. Ni él mismo, creo,
imaginó lo aventajado que resultaría
su hermano como aprendiz de sus
mañas.
Paradójicamente, la hora más alta de
Daniel Ortega no sobrevino en
ninguno de sus momentos de triunfo,
sino ante la inesperada derrota del
FSLN en las elecciones de
1990, las más vigiladas en la
historia del país. En el discurso en
que concedió la victoria a su
contrincante, Violeta Chamorro,
destacó la trascendencia de aceptar
la voluntad popular, aun cuando la
guerra financiada por Ronald
Reagan, hubiese puesto al pueblo
de Nicaragua a votar con una
pistola en la sien. No quedó ojo
seco entre quienes lo escuchaban,
fuera por tristeza o por alivio. Al
día siguiente, sin embargo,
Ortega cambió su tono
conciliador y ante una azorada
multitud prometió "gobernar desde
abajo".
El debate sobre lo que esto
significaba para un FSLN en
la oposición fue el origen de la
primera gran fractura interna del
sandinismo. Ortega y tras él
las disciplinadas estructuras
partidarias reclamaban que jamás
renunciarían al derecho a ejercer la
violencia "revolucionaria", que
hacerlo era traicionar al pueblo. La
otra posición planteaba que el
partido debía adaptarse a las nuevas
condiciones del mundo. La caída del
bloque socialista demostraba el
fracaso de la "dictadura del
proletariado". El país requería una
izquierda moderna que descartara la
violencia como método de resolver
diferencias y se apuntara con brío a
radicalizar la democracia y abogar
por los intereses populares
respetando la diversidad y las
leyes.
Las acusaciones de los sectores más
dogmáticos contra quienes
sosteníamos estas ideas no se
hicieron esperar. A los disidentes
se nos endilgaron adjetivos que iban
desde cobardes hasta traidores.
Daniel Ortega dirigió la
embestida y se erigió como el único
capaz de preservar la amenazada
unidad. Renovó así el discurso de
confrontación de los años 80, esta
vez contra los miembros de su propio
partido. Mientras tanto, en la
práctica, él y otros dirigentes como
Bayardo Arce y Tomás Borge,
se encargaban de asegurar la
supervivencia económica del FSLN
y de ellos mismos, distribuyendo
propiedades del Estado y otros
recursos y acumulando fortunas
personales.
La llamada piñata sandinista fue
vergonzosa. Si bien la propiedad de
la tierra fue legalizada a las
cooperativas, en un acto de
democratización del área propiedad
del pueblo compuesta por los bienes
confiscados a Somoza y la
dictadura, cuadros sandinistas
alertados sobre el valor de estas
tierras, las compraron a los
cooperados y pasaron a ser dueños,
entre otras cosas, de las anchas
costas del Pacífico nicaragüense que
hoy son vendidas a inversores
europeos y norteamericanos por
millones de dólares. La piñata causó
nuevas deserciones en el interior
del FSLN por desacuerdos
éticos, pero generó, al mismo
tiempo, complicidades estrechas ya
no basadas en ideales y sueños, sino
en negocios o en el mutuo
encubrimiento. El FSLN se
apropió de emisoras de radio y
equipos de televisión. Fundó un
banco y formó empresas usando los
nombres de cuadros leales que
también se enriquecieron.
Esta incursión en el mundo de los
negocios no impidió, sin embargo,
que continuara el discurso
populista. Y fue este divorcio entre
el discurso y la práctica lo que, en
1999, le permitió pactar la división
del país con el entonces presidente
y jefe máximo del Partido Liberal
Constitucionalista, Arnoldo
Alemán. Acusado de corrupción,
Alemán se encontraba en una
posición de debilidad. Para asegurar
su supervivencia política aceptó el
pacto con Ortega. Se amplió
el número de magistrados y miembros
de la Corte Suprema, del Consejo
Electoral, de la Contraloría, de la
Asamblea Nacional para incluir a los
sandinistas y se inició un
cogobierno. Eventualmente, Ortega
le arrancó a Alemán la
concesión clave: bajar el porcentaje
de votos necesario para ser electo
presidente de un 45 por ciento a un
35 por ciento.
Hecho esto, Ortega escenificó
el regreso del hijo pródigo a los
brazos de la Iglesia católica, a
quien atribuía una influencia
decisiva en sus previas derrotas
electorales. Empezó a visitar a su
antiguo némesis, el cardenal
Miguel Obando y Bravo. Poco
después, éste ofició la misa en que
el líder sandinista se casó por la
iglesia con su compañera de vida,
Rosario Murillo (cuya hija lo
acusó en 2003 de abuso sexual desde
los 11 años), y sus discursos se
llenaron de frases bíblicas y
alabanzas a Dios. Como ofrenda
final, Ortega apoyó la
revocación de una disposición
constitucional del siglo XIX que
autorizaba la interrupción del
embarazo si hacía peligrar la vida
de la madre.
Tras tres intentos fallidos, el
tozudo comandante logró coronar su
ambición de regresar a la
presidencia el 10 de enero de 2006,
al alcanzar una votación del 38 por
ciento. Su actitud desde entonces y
en las recientes elecciones
municipales parece indicar que esta
vez no está dispuesto a jugarse el
poder más que en simulacros
democráticos cuyos resultados le
favorezcan.
Mientras escribo esto, la carretera
de acceso a mi casa está cortada por
grupos de choque orteguistas.
Apostados allí, intentan impedir que
medios y diplomáticos lleguen a una
iglesia donde Eduardo Montealegre,
el candidato a alcalde de Managua
por la oposición, mostrará las actas
de votación que demuestran el fraude
perpetrado en su contra.
Aparentemente, para salirse con la
suya, Daniel Ortega también
está dispuesto a incendiar el país.
Lo mismo hizo Somoza en 1979.
El revolucionario se ha convertido
en su propia antítesis.
Gioconda Belli*
Tomado de Comfia
27 de noviembre de
2008
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