La frase de Thomas Carlyle, “el hombre sólo aprende lo
que ya sabe”, que parece una
paradoja, se opone a otra, de
Ralph Waldo Emerson, que dice
que “la educación de un niño
comienza cien años antes de su
nacimiento”. Lo que es verdad,
porque las influencias, las
circunstancias, los valores, no sólo
de orden social sino también de
orden biológico que van a ser
decisivos en el destino de un niño
no nacen con él sino antes. Esto
explica, en cierto modo, observa
Josué de Castro, el hecho de que
la primera edad sea la edad por
excelencia, la edad que no miente,
la edad en que todo parece crearse a
partir de lo que ven los ojos. A esa
edad nada se ve que no contenga si
no el sentido, por lo menos la
emoción de un descubrimiento.
Hasta los 15 años, hasta esa primera adolescencia, la vida
guarda un cierto aire de maravilla.
De ahí en adelante difícilmente el
individuo se mantiene en un estado
mágico de su personalidad. Ya no
está en la vida como si fuese el
autor involuntario de la misma: él
pasa a ser actor.
La idea, aunque confusa y un tanto incierta, comienza a
perturbar, si no a interrumpir, el
sentido natural y espontáneo de la
vida. Pero a pesar de todo un hecho
es irrefutable: rara vez el hombre
no está sobreentendido en el niño: a
veces oscuramente sobreentendido,
pero está.
Casi siempre todo lo que él acaba después expresando como
características de sí mismo, de su
gusto, de su espíritu, de su
voluntad, lo deja entrever en los
primeros años de su vida. Es lo que
la gente acostumbra llamar
precocidad y debiera llamarse
conformidad: el niño amaneciendo a
la vida en acuerdo con el hombre que
será mañana.
La circunstancia, el medio, es también de mucha importancia.
La ciudad de Recife, capital del
estado de Pernambuco, Brasil,
es todo un mosaico de colores, de
aromas, de sonidos. En su caos
urbano, reflejo de la fusión
violenta de varias expresiones
culturales, sólo una cosa tiende a
dar un sentido estético propio a la
ciudad, absorbiendo los contrastes y
dándole un sello inconfundible. El
aire y el suelo en que se asienta
Recife son efectos exclusivos de los
ríos que la bañan: el Capibaribe y
el Beberibe, que corren en zig-zag
por la ciudad, pasan aquí y allá,
debajo de un puente, dando un aire
de locura al paisaje.
Recife es una ciudad de paisaje dulce, en pleno nordeste.
Adusto Herodoto decía que
Egipto es un don del Nilo. Todo
allí era fruto de las aguas; la
tierra, la economía, la religión.
También Recife -esa pintoresca
ciudad- es un don de sus ríos. Las
aguas de esos ríos se encuentran en
el mar, formando bancos de piedra,
arrecifes.
El rio Capibaribe, que viene de más lejos, por encima de las
piedras, pasando por ciudades y
poblaciones, en tiempo de seca es un
delgado hilo de agua que corre en
silencio, con miedo de que al menor
ruido sean atraídas bocas sedientas
que beberían hasta la última gota.
En tiempo de lluvias, sus aguas abundantes descienden hacia
paisajes cada vez más acogedores y
el Capibaribe se encuentra con el
Beberibe y en el ímpetu del
encuentro crece el volumen de sus
aguas formando islas, canales, etc,
donde se asienta la ciudad de
Recife, resumen de aventuras que los
ríos se cuentan y continúan
narrándose al encontrarse en una
playa del Atlántico. Josué de
Castro describe a Recife,
sintetizando su emoción: “Recife,
tejados, torres y cúpulas.
Ondulaciones. Ruinas históricas,
leyendas portuguesas, holandesas,
afro-brasileñas. Recife, azulejo
luminoso, a la sombra de los
cocoteros, bogando en las aguas”.