Debido a sus dimensiones trágicas, la caída de un avión Jumbo
se informa en la primera plana de
muchos diarios del mundo. Pero hay
tragedias de dimensiones mucho
mayores que ni siquiera se informan.
Por ejemplo: cada año mueren 40
millones de personas de enfermedades
curables directamente vinculadas con
el hambre y la desnutrición, de las
cuales el 50 por ciento son niños.
¿Cómo enfrentar la muerte provocada por el hambre? Los
requerimientos medios de calorías
necesarias para el bienestar se
estiman en 2.400 para los países
desarrollados y en desarrollo.
Las personas del mundo industrializado consumen un 40 por
ciento más que esa cifra, en tanto
el ciudadano medio del Tercer Mundo
sobrevive con 10 por ciento menos.
Cada año mueren 15 millones de bebés y niños. Según James
Grant, responsable de la
UNICEF, podríamos salvar a
muchos de esos niños por medio de
programas de amamantamiento,
terapias de rehidratación que
contrarrestan la diarrea y una
mejora general en el cuidado de la
infancia.
En el Norte, la malnutrición adopta la forma de un consumo
excesivo de azúcares, grasas y
productos animales que tiene como
resultado la obesidad, enfermedades
del corazón y diabetes. En
Estados Unidos al menos una
tercera parte de las personas de más
de 40 años puede clasificarse como
obesa.
En cambio, una ingesta de 1.500 calorías tiene todas las
posibilidades de producir una grave
desnutrición. En el 2000 estaban
gravemente subalimentados en todo el
mundo 588 millones de personas. Hoy
los hambrientos superan los 1.000
millones.
Es importante subrayar que las consecuencias del hambre van
más allá del sufrimiento físico y la
miseria; reducen la capacidad de
trabajo y aumentan el riesgo de
enfermedades. Entre los niños, una
insuficiencia de proteínas puede
retrasar el desarrollo, tanto físico
como mental.
Más de las tres cuartas partes de la comida que consumen los
estadounidenses ha sido procesada de
algún modo; desde manzanas enceradas
a cenas congeladas. En términos
energéticos, el procesamiento cuesta
más de 10 mil millones de dólares al
año; dos tercios más de lo que
cuesta cultivar esos alimentos en
las granjas y casi la cuarta parte
de todos los costos energéticos
generados para llevar los alimentos
desde las tierras de cultivo a la
mesa del consumidor. Esto no sólo
significa una dilapidación
injustificada, también es malsano.
Los estadounidenses consumen hoy un tercio menos de frutas
frescas y vegetales que a principios
del siglo XX, mientras que su
consumo de alimentos procesados se
ha multiplicado por tres y se ha
producido un gran aumento del
consumo de grasas saturadas e
hidratos de carbono refinados.
La presión de la publicidad en favor de la comida “basura” o
“chatarra” se comprende mejor cuando
se observa que menos de 50
corporaciones de Estados Unidos
concentran más de dos tercios del
sector de procesamiento de
alimentos.
Las grandes corporaciones ejercen un férreo control sobre el
suministro de pesticidas,
fertilizantes, semillas y maquinaria
para la agricultura. Un puñado de
empresas fabrica alrededor del 65
por ciento de los productos
procedentes del petróleo que se
suministran a los agricultores, y un
75 por ciento de los productos
químicos, mientras que unas pocas
firmas proveen la mitad de todas las
semillas híbridas y transgénicas.
De modo similar, unas pocas decenas de corporaciones dominan
el procesamiento, la fabricación y
comercialización de alimentos. Desde
su posición de poder comercial, las
corporaciones gigantes ejercen una
indebida influencia en los precios,
tanto sobre el agricultor como sobre
el consumidor.
Debido a las limitaciones impuestas por la producción en
escala, muchos pequeños campesinos
tienen dificultades para salir
adelante. En Estados Unidos
el número de granjas familiares
disminuyó 50 por ciento en 25 años.
Las que quedan, aún siendo
eficientes cada vez tienen menos
capacidad para competir.
En el Sur, la nueva agricultura debe ser realmente
revolucionaria. Para ello ha sido
necesario un cambio brusco en la
orientación; ha habido necesidad de
pasar del énfasis en la industria, a
la agricultura; de los cultivos de
exportación al abastecimiento
doméstico y del propietario
comercial al pequeño agricultor.
Para lograr la autosuficiencia alimentaria los pequeños
productores deberán ser respaldados
por una corporación regional, ya
que, por bien dispuestos y
productivos que sean, necesitan toda
una serie de facilidades para tener
éxito. Necesitan créditos, precios
más justos, mejoras en los servicios
de comercialización, transporte y
asesoramiento, una investigación
apropiada, seguridad en la propiedad
y el acceso a buenas tierras. El
mejor ejemplo de esa actitud es
China, que alimenta al 22 por
ciento de la población mundial con
un 7 por ciento de las tierras
cultivables del mundo.
Tienen importancia creciente los cultivos asociados y mixtos.
Su rotación mantiene el equilibrio
del suelo, reduce las invasiones de
plagas y, al suministrar una
cubierta verde, impiden la
evaporación y la erosión. Las
leguminosas, que fijan el nitrógeno,
devuelven la fertilidad al suelo si
se plantan entre las hileras de maíz
u otras cosechas permanentes.
El cultivo bajo cristal o en enormes túneles de plástico
puede producir valiosas cosechas
para la exportación. Israel
cultiva el desierto por ese método y
así obtiene divisas para la
exportación, a cambio de las cuales
importa otros productos básicos.
Es posible usar los invernáculos de manera “limpia y segura”,
sin embargo esta tecnología suele
estar asociada a un uso intensivo de
agrotóxicos y fertilizantes químicos
peligrosos para la salud humana y el
ambiente.
La irrigación controlada por medio de tubos perforados,
ahorra agua y reduce la acumulación
de sales debida a la evaporación.
Las nuevas formas de la tecnología
asociadas a los conocimientos
ancestrales pueden asegurar los
cultivos necesarios y el progreso de
la humanidad. La soberanía y la
seguridad alimentarias son objetivos
imprescindibles y urgentes para la
humanidad, y para alcanzarlos habrá
que enfrentar y derrotar los
intereses de las corporaciones
transnacionales del sector.