La explosión
del consumo en el mundo actual mete
más ruido que todas las guerras y
arma más alboroto que todos los
carnavales. Como dice un viejo
proverbio turco, quien bebe a
cuenta, se emborracha el doble. La
cultura de consumo suena mucho, como
el tambor, porque está vacía; y a la
hora de la verdad, cuando el
estrépito cesa y se acaba la fiesta,
el borracho despierta, solo,
acompañado por su sombra y por los
platos rotos que debe pagar.
El derecho al derroche, privilegio
de pocos, dice ser la libertad de
todos. Dime cuánto consumes y te
diré cuánto vales. Esta civilización
no deja dormir a las flores, ni a
las gallinas, ni a la gente. En los
invernaderos, las flores están
sometidas a luz continua, para que
crezcan más rápido. En las fábricas
de huevos, las gallinas también
tienen prohibida la noche. Y la
gente está condenada al insomnio,
por la ansiedad de comprar y la
angustia de pagar. Este modo de vida
no es muy bueno para la gente, pero
es muy bueno para la industria
farmacéutica.
Estados Unidos
consume la mitad de los sedantes,
ansiolíticos y demás drogas químicas
que se venden legalmente en el
mundo, y más de la mitad de las
drogas prohibidas que se venden
ilegalmente, lo que no es moco de
pavo si se tiene en cuenta que
Estados
Unidos
apenas suma el cinco por ciento de
la población mundial.
El mundo entero tiende a convertirse
en una gran pantalla de televisión,
donde las cosas se miran pero no se
tocan. El campeonato mundial de
fútbol nos confirmó, entre
otras cosas, que la tarjeta
Master Card tonifica los
músculos, que la
Coca-Cola
brinda eterna juventud y que el menú
de
McDonald’s
no puede faltar en la barriga de un
buen atleta.
Las masas consumidoras
reciben órdenes en un idioma
universal: la publicidad ha logrado
lo que el esperanto quiso y no pudo.
Cualquiera entiende, en cualquier
lugar, los mensajes que el televisor
transmite. En el último cuarto de
siglo, los gastos de publicidad se
han duplicado en el mundo. Gracias a
ellos, los niños pobres toman cada
vez más Coca-Cola
y cada vez menos leche, y el tiempo
de ocio se va haciendo tiempo de
consumo obligatorio. Tiempo libre,
tiempo prisionero: las casas muy
pobres no tienen cama, pero tienen
televisor, y el televisor tiene la
palabra. Comprado a plazos, ese
animalito prueba la vocación
‘democrática’ del progreso: a nadie
escucha, pero habla para todos.
Pobres y ricos conocen, así, las
virtudes de los automóviles último
modelo, y pobres y ricos se enteran
de las ventajosas tasas de interés
que tal o cual banco ofrece.
La cultura del consumo, cultura de
lo efímero, condena todo al desuso
mediático. Todo cambia al ritmo
vertiginoso de la moda, puesta al
servicio de la necesidad de vender.
Las cosas envejecen en un parpadeo,
para ser reemplazadas por otras
cosas de vida fugaz. Hoy que lo
único que permanece es la
inseguridad, las mercancías,
fabricadas para no durar, resultan
tan volátiles como el capital que
las financia y el trabajo que las
genera. El dinero vuela a la
velocidad de la luz: ayer estaba
allá, hoy está aquí, mañana quién
sabe, y todo trabajador es un
desempleado en potencia.
Paradójicamente, los centros
comerciales, reinos de la fugacidad,
ofrecen la más exitosa ilusión de
seguridad. Ellos resisten fuera del
tiempo, sin edad y sin raíz, sin
noche y sin día y sin memoria, y
existen fuera del espacio, más allá
de las turbulencias de la peligrosa
realidad del mundo.