¿Hacia el caos o hacia un mundo nuevo?

El librecambio, filosofía

del aprendiz de brujo

 

 

Serge Halimi ha escrito en Le Monde Diplomatique que el 1 de enero de 2008 nadie habría apostado demasiado a que el senador negro de Illinois, Barack Obama, sería electo presidente de Estados Unidos y que ese hecho sería el más relevante del año.

 

En el 2008 el destino de Barack Obama y el de su país estuvieron moldeados por una fuerza que puso patas arriba a todo el planeta: la crisis del modelo social, económico y ecológico.

 

A comienzos de 2008 el alza de los precios de la energía precipitó cambios en el mundo. El momento benefició a Venezuela, Rusia e India, adversarios estratégicos de Estados Unidos.

 

A fines de 2008 el petróleo, que había subido a 147,5 dólares el barril, volvió a caer a 40 dólares el barril, es decir, al precio de 2003.

 

La crisis financiera, nacida en Nueva York, provocó la contracción del crédito en Occidente, el retroceso de la demanda global y el derrumbe de los precios de la energía.

 

Al miedo a la inflación, al endeudamiento y a la inseguridad asociada al terrorismo, siguió el terror a la deflación y el desempleo masivo.

 

La caída del imperio estadounidense –se decía- abría el camino a las potencias emergentes, como Rusia, y a los nuevos gigantes: Brasil, India y China.

 

Cumbres sucesivas del grupo de los 20, realizadas en Washington, Londres y Pittsburg, confirmaron que el librecambio seguía siendo el credo general, incluso para gobiernos con presunto rumbo progresista, como los de Brasil y Argentina. Lo que no impide a unos y otros, y a Estados Unidos antes que nadie, violar esas prescripciones apenas lo exijan sus intereses nacionales. Todo ha venido sucediendo como si la reiteración maquinal de la plegaria resistiera a toda costa el desvanecimiento de la fe.

 

Ante la crisis, la revista estadounidense Newsweek, en el epígrafe de uno de los artículos principales citó a Marx: “La sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir poderosos medios de producción y de cambio, se asemeja al aprendiz de brujo que no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado”.

 

Pero aunque la crisis económica más gigantesca desde 1929 revoluciona el mundo, eso no explica todo.

 

Las guerras de Medio Oriente, la marginación de Irán, las tensiones entre India y Pakistán, por ejemplo, son independientes de la crisis; pero también tienen efecto desestabilizador en un planeta que todavía no sabe si la realidad que hoy se avizora llevará al caos o a la construcción de un mundo nuevo.

 

Importa analizar las nuevas relaciones de fuerza internacionales.

 

Tras la Guerra Fría y el imperio estadounidense, ha llegado el tiempo de un mundo multipolar. Relaciones de fuerza inéditas impregnan y modifican el mapa geopolítico y de las problemáticas internacionales: de la hegemonía occidental se ha pasado al policentrismo.

 

El mundo quedó dividido en múltiples polos de decisión, lo que cerró el ciclo de dos siglos de preponderancia occidental. Se produce un retorno, bajo nuevas condiciones, a la configuración mundial policéntrica que precedió a la “gran divergencia” entre Europa y el mundo extraeuropeo.

 

Investigaciones más modernas demuestran que fue recién a partir del siglo XIX, después de la Revolución Industrial y de la “Primera globalización”, que el mundo se dividió de modo perdurable en centros dominantes: los “países desarrollados,” y “periferias” coloniales dependientes: el denominado “Tercer Mundo”.

 

Como causa y consecuencia a la vez, de la creciente divergencia económica y tecnológica entre Europa y el resto del planeta durante el siglo XIX, la expansión de Occidente generó un mundo dual: las “periferias” nuevas integradas a las áreas formales o informales de los centros imperiales, se convirtieron en componentes subalternos de un sistema de producción e intercambio globalizado, organizado de manera coercitiva en torno a las realidades de las metrópolis.

 

Los niveles de vida de las sociedades asiáticas y europeas eran comparables hasta 1800; luego divergieron de manera importante, porque la expansión occidental se vio acompañada al principio, de una regresión, y luego de un estancamiento de los niveles de vida en las regiones dependientes, con excepción de Japón en el Asia y de Uruguay y Argentina en América Latina.

 

Así, el Producto Nacional Bruto por habitante en las zonas del Tercer Mundo era en 1950 apenas 0,6 por ciento más elevado que en 1750. Con la descolonización, la desigualdad norte-sur disminuyó, pero de manera variable, porque la autonomía política suele ocultar la persistencia de las situaciones de dependencia.

 

    

En Montevideo, Guillermo Chifflet

Rel-UITA

14 de abril de 2010

 

 

 

 

 

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