La celebración del Mundial de fútbol
en Sudáfrica ha colocado a este país
en el primer plano de la actualidad
política y mediática internacional.
Éste es precisamente el objetivo del
Gobierno del presidente Zuma, quien
intenta presentar el evento como un
punto de inflexión en la historia
surafricana y como una palanca para
su desarrollo económico y social.
Incluso, como un símbolo más general
del “renacimiento de África”.
Sin embargo, la realidad muestra que
la celebración del Mundial se
inserta en la continuidad de las
políticas económicas neoliberales
que han impactado duramente en la
población, adoptadas en 1996, dos
años después de la llegada del
Congreso Nacional Africano al poder,
con un programa de tipo
neo-keynesiano, que sería
implementado solo muy parcialmente y
rápidamente abandonado.
Las consecuencias sociales del
ajuste neoliberal han sido muy
drásticas. El desempleo se ha
disparado de un 16 por ciento en
1990 hasta un 40 por ciento en la
actualidad (aunque las cifras
oficiales hablan del 23 por ciento).
La tasa de pobreza es de en torno al
50 por ciento y afecta de forma
mucho más drástica a la población
negra. Así, el 75 por ciento de los
niños negros viven en la pobreza por
un 5 por ciento de los blancos. La
polarización de la renta se ha
acentuado, y el coeficiente Gini,
que mide la desigualdad social
(siendo 1 el valor de máxima
desigualdad), se situó a comienzos
de los años 2000 en un 0,77 por
ciento, frente al 0,68 por ciento de
1992.
El
10 por ciento de los hogares más
ricos del país concentra el 50 por
ciento de la riqueza, mientras que
el 40 por ciento más pobre, sólo el
7 por ciento.
La privatización de los servicios
públicos impulsada a comienzos de
los años 2000, bajo una política
considerada “modélica” por el Banco
Mundial, comportó un fuerte aumento
del precio de servicios básicos como
el agua y la luz, lo que provocó
cortes masivos del suministro a unos
diez millones de familias por no
poder pagar las facturas.
Estos procesos de aumento de las
desigualdades han ido acompañados
por el surgir de una pequeña nueva
clase media negra y una pequeña
élite empresarial negra, cuyos
intereses son diferentes de los de
la mayoría de la población pobre.
Por todo ello, la evolución de la
sociedad sudafricana ha sido
definida por muchos analistas
críticos como una transición desde
el apartheid racial al apartheid de
clase, en el que los cambios
políticos acontecidos después del
fin del régimen racista no han ido
acompañados de cambios sustanciales
en el terreno material y de los
derechos sociales.
La Sudáfrica que acoge el Mundial es
un país dividido y con fuertes
contradicciones sociales, y en el
que los beneficios del evento serán
para una pequeña minoría, empezando
por las grandes firmas del sector de
la construcción.
En cierta forma, como señala el
reputado comentarista deportivo Dave
Zirin, el Mundial ha sido una
especie de “Caballo de Troya
neoliberal, que ha permitido una
serie de políticas que no habrían
sido aceptadas por parte de la
sociedad sudafricana en caso de no
haber tenido el honor de albergar el
Mundial”.
La crítica más extendida al Gobierno
es su enorme gasto, un total de
9.500 millones de dólares,
financiados esencialmente a través
del endeudamiento público en la
construcción de grandes
instalaciones deportivas cuya
utilidad posterior al Mundial está
muy poco clara, y en
infraestructuras de transporte de
lujo.
Entre ellas, el tren de alta
velocidad Gutrail, destinado a la
élite de los negocios y a los
sectores acomodados.
El desvío de las inversiones
públicas a proyectos faraónicos y de
poca utilidad social, u orientados a
una minoría, contrasta con la
incapacidad del Gobierno de
satisfacer algunas necesidades
sociales básicas, como construir una
red de transporte público eficiente
o solucionar el gravísimo problema
de la vivienda. En Sudáfrica, miles
de personas viven en chabolas y la
burbuja inmobiliaria de los años
recientes de crecimiento económico y
boom especulativo ha hecho aumentar
el precio de la vivienda en un 400
por ciento.
Así, se calcula que el gasto para el
Mundial equivale a todo lo invertido
entre 2000 y 2010 en vivienda
pública. En palabras del Foro Contra
la Privatización de Johannesburgo,
“el Gobierno ha conseguido, en muy
poco tiempo, construir
infraestructuras de primera división
de las que la mayoría de
sudafricanos no va a beneficiarse ni
poder disfrutar”. También hay
perjudicados directos por el evento
como los vendedores ambulantes,
expulsados de las proximidades de
las grandes instalaciones
deportivas, o los pescadores en
zonas como Durban, que han visto
restringidas sus áreas de pesca
habituales.
El impacto de las políticas
neoliberales provocó la emergencia
desde finales de los años noventa de
crecientes resistencias sociales, en
contra de la privatización y los
recortes sociales, convirtiendo a
Sudáfrica de nuevo en una referencia
para la protesta social en el
continente africano.
Unas luchas sociales que entroncan,
en otro contexto histórico, con el
movimiento contra el apartheid y su
espíritu de liberación social.
Muchos de estos movimientos, como el
Abahlali baseMjondolo, que agrupa a
los habitantes de las chabolas de
las grandes urbes, intentan estos
días, a pesar de la restricción
oficial a cualquier tipo de
manifestación hasta el 15 de julio,
hacerse visibles y explicar al mundo
su historia de exclusión y
marginación.
“Cuando
los elefantes están de fiesta, la
hierba sufre”,
reza un viejo proverbio africano. Es
una buena forma de tener presente
esta otra Sudáfrica que no debemos
olvidar.