Una reina de carnaval se despojó sorpresivamente de su 
		abrigo, y se quedó en bikini frente a los ojos, asombrados unos, y 
		codiciosos otros, de los austeros jefes de estado y de gobierno que 
		posaban para la foto de familia al final de la cumbre 
		eurolatinoamericana en Viena. La hazaña de Evangelina Cardoso la 
		conocemos todos. Gualeguaychú, la ciudad que ciñó en su cabeza la corona 
		de reina de carnaval, no estaba hasta hace poco en los oídos de nadie, 
		hasta que no empezó la guerra de la celulosa entre Argentina y Uruguay.
		
		 
		
		La reina de carnaval 
		paseó frente a las miradas de los presidentes y primeros ministros un 
		cartel denunciando la construcción de dos plantas de celulosa en Fray 
		Bentos, en la banda uruguaya del río Uruguay. Gualeguaychú se halla al 
		otro lado, y desde hace tiempos sus habitantes se han manifestado en 
		contra de esas fábricas, bajo el alegato de que los desechos envenenarán 
		el río. El asunto está ahora en manos de la Corte Internacional de 
		Justicia de la Haya, pero los presidentes de Argentina y Uruguay, Néstor 
		Kirchner y Tabaré Vásquez, no se dieron siquiera la mano durante la 
		cumbre. 
		 
		
		No es una disputa 
		fronteriza más, ni simplemente un asunto de ribetes ecológicos, ni sólo 
		un choque de intereses económicos. Las plantas iban a ser instaladas en 
		Argentina, y los inversionistas europeos por fin se decidieron por 
		Uruguay. La novedad está en que se trata de dos países con presidentes 
		que se supone tienen una identidad ideológica, abierta al socialismo.
		
		 
		
		Pero más allá de como 
		piense o sienta cada presidente, pesan, sin embargo, las distancias que 
		la realidad crea entre los grandes y los pequeños. En base a los índices 
		comparados del producto interno bruto, Argentina ocupa el lugar 22 entre 
		las economías del mundo, colocada arriba de Holanda, y Uruguay se halla 
		en el puesto 74, aún debajo de Guatemala y República Dominicana.
		
		 
		
		Y si vemos hacia el 
		conflicto que enfrenta a Brasil con Bolivia a consecuencia de la 
		nacionalización de los hidrocarburos, que ha afectado en primer lugar a 
		Petrobrás, el gigante trasnacional brasileño, hallaremos que tratándose 
		igualmente de gobiernos políticamente afines, también existen las mismas 
		abismales diferencias, en cuanto a tamaño territorial, pero sobre todo 
		en cuanto a poder económico. Brasil es nada menos que la novena economía 
		del mundo, arriba de Canadá, México y España en la lista, y Bolivia 
		ocupa el puesto 105, sentada en la gradería donde se hacinan los pobres 
		del planeta. 
		 
		
		El presidente Lula, que 
		conduce un elefante, ha declarado que es necesario no olvidar la pobreza 
		de Bolivia, y que se trata de un asunto de soberanía, ante las voces que 
		dentro del Brasil piden mano dura contra el vecino díscolo. Sabe que el 
		presidente Evo Morales monta una hormiga y gobierna un hormiguero, pero 
		más allá de su buen juicio sabe también que Petrobrás es un gigante de 
		pies pesados como cualquier otro de su especie, no tan fácil de aplacar. 
		Como tampoco será fácil de aplacar a los terratenientes brasileños que 
		tienen propiedades en Bolivia, ahora que se anuncia una reforma agraria.
		
		 
		
		Pero tal vez hay otro 
		ejemplo de afinidades, esta vez populistas. El presidente Chávez se 
		pasea por el escenario latinoamericano montado en un camello, con las 
		alforjas de rey mago llenas de petrodólares, y de esta manera trata de 
		ganar terreno en otros países ayudando a establecer gobiernos afines. 
		Venezuela, que ha visto multiplicados sus ingresos a consecuencia de las 
		alzas exorbitantes del precio internacional del petróleo, tiene el 
		puesto 50 entre las economías del planeta, un sitio privilegiado, 
		mientras que Nicaragua, por ejemplo, ni siquiera monta una hormiga, 
		porque anda a pie. Su puesto es el 125, apenas encima de Haití, y muy 
		lejos debajo de Bolivia, ya en las filas últimas de la gradería, donde 
		se sienta entre los paupérrimos países africanos. 
		 
		
		El rey mago está 
		dirigiendo los pasos de su camello hacia Nicaragua, no importa que no 
		sea tiempo de Navidad, sino tiempo de elecciones. Cargamentos de urea 
		para que los campesinos tengan fertilizantes a precios tres veces menos 
		que los del mercado; y, sobre todo, un contrato para abastecer petróleo 
		en condiciones muy concesionales, el 40 por ciento del precio por barril 
		a pagarse en 25 años de plazo, con cero intereses. El presidente Chávez, 
		montado en su camello, ofrece a Nicaragua 10 millones de barriles, que 
		es el consumo nacional, con lo que se supone que la patria entera 
		debería estarle agradecida. 
		 
		
		Sin embargo, sus 
		regalos no son para Nicaragua, sino para el candidato que ha escogido 
		como suyo en las próximas elecciones, el comandante Daniel Ortega, que 
		va a competir por quinta vez para presidente. La urea llega a puerto 
		consignada al partido de su candidato, y el contrato de suministro 
		petrolero lo firmó el presidente Chávez en Caracas no con el gobierno de 
		Nicaragua, sino con alcaldes del partido de su candidato, teniendo a su 
		lado en la ceremonia al propio candidato. 
		 
		
		A la cabeza de un país 
		muy rico, aunque la riqueza cada vez esta peor distribuida entre sus 
		propios habitantes, el presidente Chávez cree saber lo que conviene a un 
		país tan pobre como Nicaragua. Pero son los nicaragüenses quienes van a 
		pagar el precio de su equivocación, si es que los petrodólares 
		venezolanos logran alterar la balanza electoral. Es decir, si logran 
		comprar los votos suficientes para que gane el candidato del presidente 
		Chávez. 
		 
		
		
		
		Sergio Ramírez
		Convenio
		
		La Insignia 
		/ Rel-UITA
		
		16 de mayo del 2006