Dámaso Antonio Larrañaga |
En 1815, un sacerdote, Dámaso Antonio Larrañaga,
personalidad de gran importancia en el
proceso de gestación nacional, realizó
un viaje de Montevideo a
Paysandú del que nos legó una
extraordinaria narración.
Paysandú
era entonces “pueblo de indios”. Ubicado
a unas treinta leguas de Mercedes,
la capital de Soriano, según
informan algunos a Larrañaga, o a
unas 22, según otros. Su población se
calculaba entonces en unos 25
(veinticinco) vecinos, en su mayor parte
indios cristianizados.
Hasta la iglesia era un rancho que no se distinguía demasiado
de los demás.
Mercedes
era entonces la capital de los
orientales por hallarse en ella su Jefe,
el general José Gervasio Artigas,
y toda la plana mayor, con los Diputados
de los demás pueblos.
Larrañaga
fue recibido en la habitación del
general Artigas, que se componía
“de dos piezas de azotea, una de cuatro
varas, otra de seis, con otro rancho
contiguo que servía de cocina. Sus
muebles se reducían a una petaca de
cuero y unos catres (sin colchón) que
servían de cama y de sofá al mismo
tiempo”.
En cada una de las piezas había una mesa ordinaria como las
que se estilan en el campo, una para
escribir y otra para comer. “Me parece
-agrega Larrañaga- que había
también un banco y unas tres sillas muy
pobres. Todo daba indicio de un
verdadero espartanismo”.
“Fuimos recibidos por Miguel Manuel Francisco Barreiro,
-continúa relatando el sacerdote- joven
de 25 años, pariente y secretario del
general, y que ha participado de sus
trabajos y privaciones: es menudo y
débil de complexión, tiene un talento
extraordinario, es afluente en su
conversación y su semblante es
cogitabundo, carácter que no desmienten
sus escritos en las largas
contestaciones, principalmente con el
gobierno de Buenos Aires, como es
notorio”.
José Artigas |
“A las cuatro de la tarde llegó el general José Artigas
acompañado de un ayudante y una pequeña
escolta -relata Larrañaga-. Nos
recibió sin la menor etiqueta. En nada
parecía un general: su traje era de
paisano, y muy sencillo: pantalón y
chaqueta azul sin vivos ni vueltas,
zapato y media blanca de algodón;
sombrero redondo y un capote de bayetón
eran todas sus galas, y aun todo esto
pobre y viejo. Es hombre de una estatura
regular y robusta, de color bastante
blanco, de muy buenas facciones, con la
nariz algo aguileña; pelo negro y con
pocas canas; aparenta tener unos 48
años. Su conversación tiene atractivo,
habla quedo y pausado; no es fácil
sorprenderlo con largos razonamientos,
pues reduce la dificultad a pocas
palabras, y, lleno de experiencia, tiene
una previsión y un tino extraordinario.
Conoce mucho el corazón humano,
principalmente el de nuestros paisanos,
y así no hay quien le iguale en el arte
de manejarlos. Todos le rodean y todos
le siguen con amor, no obstante que
viven desnudos y llenos de miserias a su
lado, no por falta de recursos sino por
no oprimir a los pueblos con
contribuciones, prefiriendo dejar el
mando al ver que no se cumplían sus
disposiciones en esta parte, que ha sido
uno de los principales motivos de
nuestra misión”.
“Nuestras sesiones duraron hasta la hora de la cena escribió
Larrañaga-. Esta fue
correspondiente al tren y boato de
nuestro general: un poco de asado de
vaca, caldo, un guiso de carne, pan
ordinario y vino, servido en una taza de
café por falta de vasos de vidrio;
cuatro cucharas de hierro estañado, sin
tenedores ni cuchillos, sino los que
cada uno traía, dos o tres platos de
loza, una fuente de peltre cuyos bordes
estaban despegados; por asiento tres
sillas y la petaca, quedando los demás
en pie. Véase aquí en lo que consistió
el servicio de nuestra mesa, cubierta de
unos manteles de algodón de Misiones
pero sin servilletas, y aún según supe,
mucho de esto era prestado. Acabada la
cena, nos fuimos a dormir y me cede el
general, no sólo su catre de cuero sino
también su cuarto, y se retiró a un
rancho. No oyó mis excusas, desatendió
mi resistencia, y no hubo forma de
hacerlo ceder en este punto. Yo, como no
estaba aún bien acostumbrado al
espartanismo, no obstante el que ya
habíamos ensayado un poco en el viaje,
hice tender mi colchón y descansamos
bastante bien”, narró el asombrado
cronista.
Por un lado, su ideario. Por otro, su ejemplo vital: la de
José Artigas fue una vida austera,
al mismo nivel que sus paisanos, a los
que no quería agobiar con contribuciones
y cuyo modo de vida compartía.
Una personalidad heroica, que soportó, en soledad, los 30
años de exilio con los que, finalmente,
sumó un ejemplo más de dignidad a su
vida de lucha.