Los periodistas internacionales empiezan a llegar a
Nicaragua, ahora que se acercan las
elecciones. No pocos de ellos me son
viejos conocidos. Antes, en tiempos de
revolución, de guerra y desgracias,
vivieron aquí, destacados de tiempo
completo porque siempre había despachos
que enviar; hoy, son como golondrinas de
distantes veranos, y sólo aparecen en
las estaciones que marca el calendario
electoral. La pobreza crónica, la
corrupción apenas son atractivos para la
prensa mundial, pues como marcas comunes
que se repiten por la geografía de
América Latina, por falta de novedad no
son noticia. Las elecciones lo son. Los
dados están lanzados y falta ver cómo se
resuelve en las urnas el enigma del
destino del país.
La pregunta obligada, a la que siempre
debo responder cuando estos antiguos
amigos me visitan, es acerca de quién
pienso yo que tienen más oportunidades
de ganar la presidencia. ¿Ganará esta
vez, ahora sí, Daniel Ortega? Pero
semejante pregunta recurrente está
ligada necesariamente a otra, que
resulta ineludible, y debe ser
respondida primero. ¿Tendrá Nicaragua
elecciones verdaderamente limpias? ¿Se
podrá evitar un fraude?
El escenario, en primer lugar, parece
contradictorio. Hay dos grandes actores,
ambos ex presidentes, con poder de sobra
en las instancias institucionales, el
comandante Daniel Ortega, quien se
presenta por sexta vez como candidato, y
el doctor Arnoldo Alemán, condenado a
veinte años de cárcel por lavado de
dinero, pero libre gracias al artilugio
político del pacto entre ellos dos, lo
que permite a Alemán manejar las riendas
de su partido. Derecha e izquierda se
han fundido en un abrazo obsceno, que ha
convertido, al menos en Nicaragua, los
colores ideológicos en una mezcolanza.
Los dos partidos del pacto, bajo la
égida de Ortega y Alemán, son poderosos
en recursos económicos, y capaces así de
financiar campañas millonarias, más
visible por apabullante, hasta ahora, la
campaña de Ortega, que desfila montado
en caballos de lujo alimentados con
avena importada en lugar de zacate; y
capaces también de financiar una costosa
maquinaria, presente en todos los
municipios del país.
Más allá de eso, desde los miembros del
Consejo de Elecciones, hasta los
presidentes de las últimas de las mesas
electorales, han sido puestos allí por
los dos caudillos, gracias a lealtades
personales. Y también han puesto a
quienes controlan el sistema electrónico
de registro de votantes y el conteo de
votos, y la emisión de las cédulas de
identidad necesarias para votar, de
manera que esos mismos funcionarios de
dedo pueden decidir a quienes dárselas,
y a quienes no.
Pero el hecho de que haya cuatro
candidatos en la contienda, contradice
los intereses del pacto, pues Ortega y
Alemán se han repartido hasta ahora, de
manera exclusiva, el control de la
Asamblea Nacional, de la Corte Suprema
de Justicia, de la Contraloría General,
y del Consejo de Elecciones. Un triunfo
en contra del pacto, sin embargo, ha
sido que los candidatos independientes
pudieran inscribirse, algo que se debió
a la presión nacional e internacional.
Son los ciudadanos los que hasta ahora,
de acuerdo a la tendencia que marcan las
encuestas, están cerrando los caminos a
los dueños del pacto. Hay un empate
técnico entre Ortega y uno de los
candidatos independientes, Eduardo
Montealegre, disidente de Alemán; y el
candidato del propio Alemán, José Rizo,
no ha podido remontar desde la cola de
las preferencias, donde se encuentra
desde el principio. Faltará ahora ver si
Edmundo Jarquín, el candidato que repuso
a Herty Lewites, el candidato disidente
de Ortega, puede conservarse en la
posición que aquel tenía.
La paradoja, digo a mis amigos
periodistas extranjeros, es que los
caudillos del pacto tienen todo el poder
de contar los votos a su gusto y
conveniencia, pero los ciudadanos tienen
a la vez el poder de frustrar los
designios del pacto, como hasta ahora lo
están demostrando.
Me preguntan entonces mis amigos por qué
no veo a Daniel Ortega ganando, desde
luego que las encuestas lo favorecen
como nunca antes. Este es un mito que la
misma prensa internacional ha incubado,
como lo prueba un artículo de estos días
en el Washington Post.
Ortega tiene, a estas alturas, menos
intención de voto que la que mostraba en
las elecciones anteriores que perdió de
manera aplastante ante el presidente
Enrique Bolaños. Esto se debe a diversas
razones. Al envejecimiento de su
reiterada candidatura, y, sobre todo, a
que por primera vez, al desaparecer la
polarización, los ciudadanos no se ven
obligados a votar en contra, para que
uno de dos candidatos no gane. Hoy, se
abre la perspectiva del voto positivo,
dentro de la multiplicidad de
alternativas.
Ortega introdujo, gracias al pacto, una
reforma en la Constitución que permite a
un candidato ganar en primera vuelta con
apenas el 35 por ciento de los votos,
siempre que mantenga una distancia de al
menos 5 puntos respecto al candidato que
le sigue. Las encuestas no dan a Ortega
más del 26 por ciento. No ha podido
pasar de allí desde hace meses, y el
voto juvenil no lo favorece.
Sabe entonces que si no gana en la
primera vuelta, igual que la estirpe de
los Buendía no tendrá una segunda
oportunidad sobre la tierra.
Sergio
Ramírez
25 de julio de 2006
La Insignia