Cuando yo era estudiante –hace 40 años– decíamos que
América Latina estaba gobernada por “oligarquías cipayas”. Entonces todos
entendíamos qué se estaba designando con esa expresión, pero lo que ayer fue
evidente hoy puede haber dejado de serlo. Por eso conviene explicar que una
oligarquía es un gobierno de pocos, en general integrantes de una clase social
poderosa económicamente porque detenta los principales medios de producción y
tiene acceso irrestricto a los recursos naturales, de los cuales suelen ser
propietarios. El término cipayo, por su parte, se aplica a una suerte de
mercenario, porque sirve a un país que no es el suyo a cambio de un beneficio
económico personal.
Las oligarquías cipayas son familias enteras cuyos apellidos
son en sus países signo de “noble” alcurnia, y suelen nombrar a las principales
avenidas de las capitales, las plazas más bellas e importantes, los edificios
emblemáticos y las ciudades históricas, pero sobre todo, las cuentas bancarias
más gordas. Son los mismos que llenan la sección “sociales” de los periódicos
locales, una prensa en general alcahueta que sobrevive porque también les
pertenece.
En estos 40 años hemos cambiado más nosotros que ellos. Las
oligarquías cipayas se han reciclado casi todas en “sector empresario”, en
“pooles de siembra”, en el “sistema financiero y bancario”, y este proceso se ha
hecho casi siempre a la salida de largas y cruentas dictaduras que cambiaron
para siempre la América Latina de los años 60.
Los estudiantes revolucionarios de ayer son casi sin
excepción integrantes de partidos en el gobierno, o con aspiraciones de serlo,
aunque ninguno de esos gobiernos sea revolucionario. Algunos, incluso, han
cambiado directamente de lado del mostrador y se plegaron a otra revolución: la
neoliberal.
Creíamos que así estaba el mundo, el nuestro, el
latinoamericano, hasta que la vieja oligarquía cipaya mostró nuevamente sus
dientes como antes. Lo hizo en Honduras. Una fanfarria con esperpento a
la cabeza, una sarta de zombis, de muertos vivos pero resucitados en un siglo
equivocado.
La oligarquía cipaya hondureña estaba escondida en un país
sometido mediante un alambicado sistema de control político con un cedazo a
través del cual es imposible que pase un líder proveniente de la clase
trabajadora, de las organizaciones sociales. Las elecciones están digitadas
previamente por este sistema.
Este dinosaurio sociológico ha hecho las leyes de Honduras
a su medida, y a la de sus hijos y nietos. Todo fue previsto, incluso
deshacerlas cuando fuese conveniente. Todas las instituciones fueron colocadas
bajo su control constitucionalmente, ya que la Constitución también les
pertenece.
Su principal negocio ha sido la pobreza, un estado en el que
mantienen a la enorme mayoría del pueblo que busca salidas en la emigración: las
remesas remitidas en 2006 por los hondureños emigrados superaron los 2.500
millones de dólares. La oligarquía cipaya, la misma que los expulsa, obtiene
beneficio de las transferencias y depósitos de los emigrados.
Pero el país es una olla a presión desde hace bastante
tiempo. En Honduras hay 229 maquiladoras empleando a 130 mil personas, de
la cuales el 70 por ciento son mujeres jóvenes trabajando en condiciones de
superexplotación y padeciendo vejaciones morales y físicas. Según la OIT,
cerca de 300 mil niños trabajan en la prostitución, fábricas de fuegos
artificiales, pesca de langostas, canteras de piedra caliza, vertederos de
basura y la agricultura. El 70 por ciento de la población vive por debajo de la
línea de pobreza y 40 por ciento de ellos sobrevive con menos de dos dólares
diarios. El 10 por ciento más rico de la población consume el 45 por ciento de
los productos y servicios el país, mientras que el 10 por ciento más pobre
consume sólo el 4 por ciento. En menos de un año fueron despedidos 30 mil
trabajadores y trabajadoras sin derecho a indemnización alguna. En Honduras
no existe el seguro de paro.
Esta camarilla corrupta y servil a los intereses del que
pague más tiene secuestrado al país, actúa desde hace décadas como si fuese su
propiedad, su negocio, su feudo, su estancia. Es ideológicamente fascista. Los
Micheletti del régimen de facto hondureño están tallados según el molde
pinochetista de gobierno. Nada serio se debe esperar de ellos, cegados por el
terror a perder sus inauditos privilegios que el viento de la historia amenaza
con arrebatarles.
De ahora en adelante sigamos atentamente los movimientos de
la diplomacia estadounidense. Su acción u omisión sigue siendo determinante en
esta región. Cualquier apoyo a la oligarquía cipaya y golpista será resistido
por las organizaciones movilizadas. Cualquier intento de otorgarles estatus de
“parte” debe ser rechazado enérgicamente.
No será fácil. Se debe refundar un país, pero Honduras
ya tiene lo más importante: una sociedad movilizada, consciente de sus derechos
y ávida de un futuro que desde hace tanto tiempo demora en llegar.
Es la hora de Honduras.
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