Durante la era victoriana se vivió la más formidable fiebre
de invenciones que la humanidad había conocido hasta
entonces, y muchos de los objetos de uso que todavía
sobreviven en el mundo moderno, y otros que pasaron ya a
mejor vida, vienen de aquel florecimiento de patentes
industriales de la segunda mitad del siglo XIX, la cámara
fotográfica portátil, los colorantes para teñir, la máquina
de escribir, el motor de gasolina, el telégrafo, el
fonógrafo, el uso de las ondas de radio, los rayos X, el
telégrafo sin hilos, el acero como sustituto del hierro en
la construcción de edificios, el cable submarino. El reloj
de tarjeta para controlar la entrada y salida de los
empleados, y, por supuesto, la dinamita.
Numerosos
otros inventos que atiborraron las oficinas de patentes no
pasaron del territorio de la imaginación, como las aceras
móviles para transportar a los transeúntes de uno a otro
lado de la calle, el parasol de playa que se convertía en
salvavidas, la bicicleta que podía volar mediante una
hélice, o el aeroplano sostenido por un enjambre de pájaros,
de picos muy fuertes, debe suponerse, como reminiscencia
bucólica en la era de las máquinas.
Los
prodigios de la invención, que hacen sustentable el mundo
moderno, o conspiran contra él, según las intenciones de sus
aplicaciones, siguen prodigándose más que nunca, y la
civilización nos va ofreciendo, en base a ellos, un rostro
que cambia día a día sin que alcancemos a advertir esos
cambios, salvo cuando de pronto notamos que las cintas de
video, una novedad apenas ayer, pasaron ya a la historia.
Pronto nadie se acordará de los teléfonos de discado, o de
que un día hubo televisión en blanco y negro.
Ha venido
todo esto a mi mente al leer el largo reportaje especial
El año en ideas que por tercera vez, cada diciembre,
trae la revista del New York Times, y en el que se
enlistan las “nociones brillantes, invenciones relevantes, y
sueños descabellados que despegaron, o trataron de despegar
en el 2003”. Una revisión de este listado, que llena al
lector de asombro, puede llenarlo también de temor, por la
manera cómo en la cabeza de los inventores de siempre, en
esta nueva era victoriana, se está planeando el futuro, y
cómo serán los instrumentos que determinarán en el plazo
inmediato ese futuro.
Está otra
vez, como desde los tiempos del malhadado Ícaro, el hombre
con alas. Éste de ahora se lanza de un avión a 30.000 pies
de altura, y se sustenta en vuelo a una velocidad de 220
millas por hora, sin necesidad de ningún motor. Las alas,
amarradas a sus espaldas, están fabricadas de fibra de
carbón., y no de cera, y con ellas hay ya quien atravesó en
solitario vuelo inaugural el canal de la Mancha.
En la
cosecha de inventos del año que termina figuran otros que
parecen inocentes, aunque novedosos, como el aerosol de uso
femenino que aplicado sobre las piernas deja en la piel la
textura y brillo de unas verdaderas medias de seda; o los
anuncios de carretera inteligentes, que cambiarán de acuerdo
al promedio de preferencias de estaciones de radio que los
conductores vayan escuchando en determinado tramo, con lo
que los anunciantes podrán acercarse a sus preferencias de
consumo.
Está
también el automóvil que armado de biosensores registrará en
el panel frontal las emociones de quien lo maneja, con un
cambio de color: del plácido azul para el estado tranquilo,
al rojo encendido para el máximo de estrés, un aviso que
podrán recibir en su propio tablero los que manejan a la
saga, al lado, o por delante del susodicho, para cuidarse de
un posible accidente si el tablero se enciende a rojo. Y
también tenemos ya la línea de maquillaje para hombres
Tout Beau, que incluye base, ocultador, polvo
bronceador, depilador, lápiz de cejas, y pintura labial en
tres tonos: natural, claro, y color tabaco todo, según sus
creadores “para realzar la masculinidad”.
¿Quiere
preocuparse? Depende. La aplicación de algunos inventos
depende de la propia voluntad. La “memoria total personal”,
por ejemplo, donde una computadora registrará minuto a
minuto lo que alguien habla, aún sus monólogos más íntimos,
sus conversaciones por teléfono, su correspondencia, sus
lecturas, hasta crear un perfecto archivo de recuerdos.
Otros,
parecen de ciencia ficción, pero no lo son. La
nanotecnología, por ejemplo, que consiste en el diseño de
máquinas y robots a escala molecular. Las “nanofábricas”
serán ensambladoras del tamaño de una célula, programadas
para colectar materias primas del mundo natural, átomo por
átomo, molécula por molécula, y tras formar piezas, armarlas
hasta darle acabado el producto deseado, sillas, mesas,
televisores, automóviles, cualquier cosa. Una fábrica con
obreras invisibles, pero peligrosas.
Porque el
riesgo está, dicen los críticos, en que estos ensambladores
moleculares, para construir un producto a escala humana,
necesitarán reproducirse ellos mismos usando también
productos naturales del mundo natural a escala masiva. ¿Y
qué pasaría si uno de estos ensambladores se volviera loco,
y no dejara nunca de multiplicarse? En 10 horas sería capaz
de engendrar 68 billones de descendientes, y en menos de dos
días, pesaría más que la tierra. Nada de las novelas de P.K.
Dick. Nada de Ray Bradbury. El proyecto sigue adelante.
Pero como
no se trata sólo de inventos y ocurrencias tecnológicas,
sino también políticas, la que sigue me parece más asombrosa
aún. Es la tesis de la “nación suspendida”, de la que se
habla ya en círculos de las Naciones Unidas, tras la
experiencia de la guerra civil en Liberia, pero que recuerda
más lo ocurrido en Irak. Un país que sea incapaz de
gobernarse por sí mismo, según la nueva doctrina
internacional, pierde su condición de nación soberana, y
queda en fideicomiso, sometido a una autoridad
internacional, hasta que no pruebe que puede gobernarse
solo. La base del alegato es que en Liberia no hubo un solo
ciudadano que no hubiera sido victima de alguna manera,
muertos, heridos, sus casas incendiadas, obligados a huir a
través de las fronteras, y aún sometidos a actos de
canibalismo, además de violaciones y torturas.
No hay
nada nuevo, sin embargo, en esta última invención, entre
tantas invenciones deslumbrantes, porque los países en
fideicomiso, o países minusválidos sometidos por otros en
nombre de la civilización y el progreso, existen desde antes
y desde siempre; porque son salvajes, porque son
ingobernables, porque son muy pobres, o porque simplemente
no se someten.
Hay que aceptar, pues, que existe en la pujante
posmodernidad una palabra que se decolora cada vez más en
las páginas de los diccionarios: la palabra soberanía.
Alguien querrá, alguna vez, inventar que se borre para
siempre.
Sergio Ramírez
Convenio La Insignia – Rel-UITA
29 de enero de 2004
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