'Invisibles' en un mundo de ricos

Las personas sin hogar existen. ¿Quién no se ha topado con alguien en esta situación?, ¿quién no ha girado el rostro para evitar su mirada? Y son ciudadanos y ciudadanas con derechos, con dignidad y tienen que contar para el Estado y para la sociedad al igual que otras personas vulnerables. Una afirmación de este tipo, obvia desde el punto de vista social y desde el respeto por la condición humana, no lo es tanto para la Administración de cualquier país del mundo... y de buena parte de la sociedad.

 

En Europa, más de un millón de personas carecen de hogar. Viven en la calle. En Estados Unidos, el país más poderoso del planeta, padecen hambre entre cuatro y siete millones de personas, entre ellas cientos de miles de niños. Las estadísticas confunden. Son frías y no recogen la problemática de una población como ésta, excluida de las políticas sociales en los lugares ricos donde reina el 'estado del bienestar'. 

 

Cuando hay más de 800 millones de seres humanos que pasan hambre, los sin hogar se encuentran en el eslabón más bajo y las ayudas sociales casi nunca les llegan... tampoco las de las ONG. Siempre se concentran en otras áreas prioritarias, como la educación, y en otros colectivos con más futuro, la infancia. Los recursos son escasos y emplearlos con eficacia es una fórmula que va unida a la cooperación al desarrollo. Por eso, en la mayoría de los casos, las personas sin hogar están condenadas a aguantar, en soledad, lo que su salud pueda, que no suele ser mucho.

 

Quienes carecen de techo son un colectivo imposible de censar, no porque sean invisibles o porque no sepamos dónde encontrarlos, sino porque no interesan, porque no ejercen su derecho al voto, porque carecen de documentación en regla, porque cerramos los ojos al encontrarlos o porque ellos mismos, en un alarde de dignidad, se apartan a nuestro paso.

 

Son pocos los que han decidido, en pleno uso de sus facultades, vivir en la calle. Son pocos los que, en un momento dado, han preferido vivir ese tipo de vida a ser abogados, jardineros, secretarias, ejecutivas, alcaldesas o periodistas. Parece extraño recordarlo, pero en la mayoría de las situaciones una persona sin hogar no nace... se hace. Nacen aquellos que viven desde pequeños en la marginalidad y la exclusión, en la pobreza, en la miseria, sometidos a situaciones crueles o custodiados por instituciones como centros de menores u hospitales psiquiátricos. De todos estos, muy pocos son los que acaban viviendo en la calle. Son muchos más los que llegan cuando son adultos, tras una serie de decisiones equivocadas, de infortunios o de trastornos mentales; o tras padecer palizas por sus parejas o parientes más cercanos y encontrarse sin recursos; o por adicciones incontroladas al alcohol o a las drogas; o por llegar a un país distinto sin conocer el idioma ni las costumbres y carecer de “papeles”; o por impago de deudas o desempleo prolongado. En cualquier caso, dramas sociales que condenan al círculo vicioso de la calle a millones de hombres y mujeres en todo el mundo.

 

Las personas sin hogar sobreviven en el anonimato de las urbes. Muy pocos permanecen en el entorno rural, donde es más difícil pasar inadvertido. Son nómadas en busca de calor, desarraigados al amparo de las limosnas, de la indiferencia o del cariño (en menor medida), de la ciudadanía o del Estado. Este último, que tiene el deber de garantizar los derechos de todas las personas que se encuentran en su territorio, denomina “servicios sociales” a centros de acogida sin apenas recursos y sin solución de continuidad. Sin profesionales que puedan trabajar los casos de forma personalizada y sin alternativas a la calle.

 

Invertir en las personas sin hogar es invertir a fondo perdido al menos durante unos años, puesto que su recuperación y reinserción tiene un elevado coste y una escasa rentabilidad; algo que parece que la sociedad y la administración no están dispuestas a tolerar. En este tema no existen los resultados a corto plazo y dependiendo del grado de deterioro, la recuperación de una persona de estas características puede tardar años... y tener recaídas.

 

Es necesario recordar que quienes no tienen hogar viven a la intemperie, bajo un soportal cuando llueve; arropados por cartones cuando hace frío, en el extrarradio cuando se sienten amenazados; en las zonas céntricas cuando encuentran seguridad; en los parques y jardines cuando el buen tiempo no lo impide; en estaciones de ferrocarril o metro abandonadas cuando no queda más remedio; en residencias de emergencia en las que apenas se puede permanecer un mes, en albergues públicos donde se puede estar más tiempo pero donde no encuentran su espacio, en pensiones baratas cuando encuentran algunas monedas o en casas ocupadas amenazadas de derribo, si tienen compañía. Hasta los hay que viven todavía debajo de puentes o en vehículos abandonados.

 

Sea como fuere, las personas sin hogar son muchas y viven a nuestro lado. Cerca de nuestras casas. No conviene olvidarlo. Es complicado resumir su problemática, pero basta con acercarse a cualquiera de ellas y preguntarle por su situación para que de pronto conozcamos un sinfín de matices, de problemas, de factores, que ni siquiera nos hubiéramos imaginado antes. Basta con acercarse y compartir un café, una conversación, unos segundos de nuestro tiempo para que la visión cambie. Y después, es suficiente con armarse de valor y reclamarle a las autoridades que las personas sin hogar existen. Que hay un número importante de seres humanos excluidos, que necesitan apoyo, que desaparecerán como han vivido, en la calle y con el estigma de la pobreza grabado a fuego en la frente, si no hacemos algo, si no haces algo.

 

 

Ángel Gonzalo

Agencia de Información Solidaria

 

 

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