El 64% de los norteamericanos apoya la
retirada de las tropas. La precampaña
electoral en EEUU convierte la guerra de
Iraq en un arma arrojadiza. Mientras
Obama alude en sus discursos al
“desastre de Iraq”, la senadora Clinton,
que votó en 2002 a favor de la
intervención en Iraq, percibe la
presidencia republicana como “uno de los
episodios más oscuros” de la historia
reciente de EEUU
Hace más de tres décadas, en abril de
1975, cuando el último soldado
estadounidense abandonó Saigon, la clase
política de Washington adquirió un
compromiso solemne: “nuestros muchachos
jamás volverán a intervenir en
conflictos internacionales”. Su reacción
se debía tanto al impacto causado por el
elevadísimo número de víctimas
americanas en la guerra de Vietnam,
como al cansancio de una opinión publica
saturada por la propaganda de una
Administración incapaz de lograr la
derrota militar del ejército vietnamita
de liberación nacional.
Durante casi treinta años, el
establishment norteamericano trató
de mantenerse neutral en los
enfrentamientos bélicos internacionales.
Más aun; en la década de los 90, los
estrategas del Pentágono llegaron
incluso a recomendar la reducción de las
tropas acantonadas en Europa,
alegando que el final de la “guerra
fría” ponía en entredicho la utilidad de
la presencia militar en el
viejo
continente.
Pero los datos del problema cambiaron
radicalmente tras los atentados del
11-S, cuando la mayoría de los
americanos reclamaron una respuesta
contundente contra el régimen islámico
de Kabul, que servía de simple tapadera
a la organización terrorista Al Qaeda.
Norteamérica aplaudió la guerra de
Afganistán, sin imaginarse que se
trataba de un mero preludio de la
ofensiva contra el llamado “eje del
mal”, es decir, de aquellos países que
albergaban supuestamente bases
terroristas.
Sin embargo, la intervención
anglo-americana en Iraq,
avalada por falsos informes relativos a
la existencia de arsenales de armas de
destrucción en masa, provocó una
escisión en el seno de la opinión
pública estadounidense.
Tras la victoria de los demócratas en
las elecciones celebradas a finales de
2006, la
administración
Bush se vio obligada a
reconsiderar su postura frente a la
crisis en Iraq. Mientras los
estrategas advertían sobre el inevitable
deterioro de la situación bélica, la
nueva mayoría demócrata, que controla
tanto en Congreso como el Senado, se
pronunciaba a favor de la retirada de
las tropas estacionadas en el avispero
iraquí, donde los atentados contra la
población civil, la rivalidad entre las
comunidades religiosas y los ataques
contra las tropas de la coalición se
cobran diariamente decenas de víctimas.
Hace apenas un par de semanas, el
Congreso aprobó una nueva asignación de
124.200 millones de dólares para
mantener las tropas en Iraq.
Esta decisión está acompañada de la
exigencia de fijar un calendario para la
retirada de los más de 150.000 soldados
estadounidenses. Según los legisladores,
el repliegue debe iniciarse el 1 de
octubre y finalizar el 1 de abril de
2008. Pero el Presidente, quien asegura
que la retirada podría interpretarse
como una “victoria de Al Qaeda”, ejerció
su derecho de veto contra el proyecto
elaborado por los demócratas.
Para una Norteamérica sumida en la
precampaña electoral, la cuestión de
Iraq se convierte en un arma
arrojadiza. Los candidatos demócratas a
la presidencia, Barack Obama
y Hillary Clinton, tratan
de ganarse la simpatía de los círculos
influyentes de su partido condenando la
política de Bush. Mientras
Obama alude en sus discursos al
“desastre de Iraq”, la senadora
Clinton, quien votó en 2002 a
favor de la intervención militar
estadounidense, percibe la presidencia
republicana como “uno de los episodios
más oscuros” de la historia reciente de
los Estados Unidos. El
senador Joe Biden,
presidente del Comité de Relaciones
Exteriores del Senado, estima que es
preciso hallar un líder capaz de
“devolver a los EEUU el prestigio
que se merece a nivel mundial”.
Estos argumentos forman parte del
lenguaje empleado habitualmente durante
las campañas electorales. Aunque también
es cierto que el 64% de los
norteamericanos apoya la retirada de las
tropas.
El Presidente Bush, quien no hará
nuevas evaluaciones de la situación
militar en Iraq antes del otoño,
tratará por todos los medios de
encontrar pretextos para persuadir a la
opinión pública de la validez de su
política intervencionista.
En la década de los 70, tras el
impeachment de Richard
Nixon, el entonces redactor jefe del
prestigioso rotativo Washington Post,
Bill Bradley, confesaba:
“Es posible que (Nixon) haya sido
uno de los mejores presidentes de los
Estados Unidos. Pero tuvimos
que echarle; nos mintió…” Sólo cabe
preguntarse: ¿qué opinión tendrán los
historiadores de la segunda mitad del
siglo XXI de la controvertida
presidencia de George W.Bush?
Adrián Mac
Liman*
Centro de Colaboraciones
Solidarias
España
14
de mayo de 2007 |
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Escritor y periodista,
miembro del Grupo de Estudios
Mediterráneos de la
Universidad de La Sorbona (París)
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