A fines
de la década del 70, mientras estudiaba
en Europa, conocí a varios estudiantes
iraquíes. Uno de ellos, con quien
establecí una amistad cordial, me
explicó su imposibilidad de regresar a
visitar a su familia por ser afiliado al
Partido Comunista.
"Ahorcan constantemente a activistas de izquierda, y
últimamente la situación está
empeorando", me comentó entonces. El
responsable de la represión era un tal
Saddam Hussein, quien tomaría el control
del gobierno pocos años después.
Le pregunté por qué no había reacción
internacional, denuncias por abusos a
los derechos humanos. Me respondió que
Hussein tenía apoyo de Estados Unidos, y
por lo tanto las protestas eran
consideradas "propaganda comunista". Un
par de años después, mi amigo renunció
al Partido Comunista por desacuerdos
políticos, pero aun así no podía
regresar a su país.
Durante la guerra contra Irán
(1980-1988), el ya consolidado régimen
de Hussein recibió considerable apoyo de
Estados Unidos y países árabes pro
estadounidenses, como Arabia Saudita y
Kuwait. Se oyeron voces contra la
represión interna en Irak, que incluía
minorías étnicas como los kurdos. El
campeón de la democracia hizo oídos
sordos, como siempre cuando le conviene.
En 1989, George Bush ordena la invasión
de Panamá para arrestar al gobernante
Manuel Noriega, a quien acusa de
narcotráfico y lavado de dinero. Noriega
había sido colaborador de la CIA y hasta
había sido felicitado por la DEA por
apoyar la lucha contra el tráfico de
drogas. La acción militar costó más de
2.000 víctimas entre la población
panameña, sin que Washington se inmutara
ni la prensa "libre" del país invasor se
ocupara del caso.
Aquello pareció establecer cierto
precedente -o tradición familiar- sobre
cómo resolver rencillas personales con
ex amigos que se niegan a seguir
obedeciendo a Washington o a ciertos
intereses. En el año 2003, el hijo de
aquel Bush también decidió invadir un
país para ajustar cuentas con otro ex
colaborador de Estados Unidos, Saddam
Hussein.
Poco después de ganar (dudosamente) las
elecciones del año 2000, la retórica del
conservador George W. Bush traía vientos
militaristas. Los atentados contra las
Torres Gemelas dejaron con las manos
libres a Washington para ampliar su
política militarista e invasora. El
comunismo y la "guerra fría" dejaban
paso a la "guerra contra el terrorismo".
La desaparición de la Unión Soviética a
comienzos de la década de los 90, dejó a
Estados Unidos como única superpotencia.
Pero también dejó un importante vacío:
la excusa para mantener el formidable
aparato militar y de espionaje
estadounidense. Muchos analistas se
preguntaban entonces cuál sería el
próximo hombre o causa "mala", la
"amenaza" contra la democracia contra la
que habría que apuntar las armas y
desarrollar otras nuevas. No hubo que
esperar mucho.
Las excusas para la invasión a Irak iban
desde la supuesta posesión de armas de
"destrucción masiva" (no las tenía)
hasta "liberar" a los iraquíes (sin que
nadie les preguntara), pasando por la
más reciente, por ser reducto de
terroristas (que llegaron o surgieron
después que llegaran las tropas de EEUU).
Cuando capturaron a Hussein, lo
entregaron a un tribunal cuya justicia
no podía ser equitativa; había sido
creado por el gobierno impuesto por el
país invasor. Sin embargo, la propaganda
estadounidense realizó esfuerzos
notables para presentar su juicio de
otro modo.
Lo encontraron culpable de 142 muertes.
Durante el juicio, nada se dijo de los
asesinatos de opositores que cometió con
la bendición tácita del imperio, ni del
apoyo del mismo durante la guerra contra
Irán, que le facilitó acceso a
tecnología usada más tarde contra
opositores. Tanto Noriega como Hussein
fueron atacados no por sus abusos de
poder o delitos impunes (recuérdese el
caso Pinochet y las sangrientas
dictaduras sudamericanas durante las
décadas de 1970 y 1980, todas apoyadas
por Washington) sino por romper un
código de complicidad política imperial:
no muerdas la mano que te da de comer.
Hussein no fue entregado a un tribunal
internacional para que fuera juzgado por
sus delitos. Su juicio fue un acto de
castigo, de revancha. Queda por ver si
algún día veremos a algún tribunal que
juzgue los abusos de gobiernos que
invaden y destruyen países por intereses
empresariales, sueños disparatados y
ambiciones mezcladas con tintes
religiosos, en "cruzada" permanente.
En Fresno,
Eduardo Stanley
C onvenio
La Insignia /
Rel-UITA
17 de enero de 2007 |
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