Los terremotos que sacudieron las
Bolsas durante el pasado “septiembre
negro” han precipitado el fin de una
era del capitalismo. La arquitectura
financiera internacional se ha
tambaleado. Y el riesgo sistémico
permanece. Nada volverá a ser como
antes. Regresa el Estado.
El desplome de Wall Street es
comparable, en la esfera financiera,
a lo que representó, en el ámbito
geopolítico, la caída del muro de
Berlín. Un cambio de mundo y un
giro copernicano. Lo afirma Paul
Samuelson, premio Nobel de
economía: “Esta debacle es para el
capitalismo lo que la caída de la
URSS fue para el comunismo”. Se
termina el período abierto en 1981
con la fórmula de Ronald
Reagan: “El Estado no es la
solución, es el problema”. Durante
30 años los fundamentalistas del
mercado repitieron que éste siempre
tenía razón, que la globalización
era sinónimo de felicidad, y que el
capitalismo financiero edificaba el
paraíso terrenal para todos. Se
equivocaron.
La “edad de oro” de Wall Street
se acabó. Y también una etapa de
exuberancia y despilfarro
representada por una aristocracia de
banqueros de inversión, “amos del
universo” denunciados por Tom
Wolfe en “La Hoguera de las
vanidades” (1987), poseídos por una
lógica de rentabilidad a corto
plazo, por la búsqueda de beneficios
exorbitantes.
Dispuestos a todo para sacar
ganancias: ventas en corto abusivas,
manipulaciones, invención de
instrumentos opacos, titulización de
activos, contratos de cobertura de
riesgos, hedge funds… La fiebre del
provecho fácil se contagió a todo el
planeta. Los mercados se
sobrecalentaron, alimentados por un
exceso de financiación que facilitó
el alza de los precios.
La globalización condujo la economía
mundial a tomar la forma de una
economía de papel, virtual,
inmaterial. La esfera financiera
llegó a representar más de 250
billones de euros, o sea seis veces
el monto de la riqueza real mundial.
Y de golpe, esa gigantesca “burbuja”
reventó. El desastre es de
dimensiones apocalípticas. Más de
200 mil millones de euros se han
esfumado. La banca de inversión ha
sido borrada del mapa. Las cinco
mayores entidades se desmoronaron:
Lehman Brothers en
bancarrota; Bear Stearns
comprado, con la ayuda de la Reserva
Federal (Fed) por Morgan
Chase; Merril Lynch
adquirido por Bank of America;
y los dos últimos, Goldman Sachs
y Morgan Stanley (en parte
comprado por el japonés
Mitsubishi UFJ), reconvertidos
en simples bancos comerciales.
Se confirma una ley del
cinismo neoliberal: se
privatizan los
beneficios pero se
socializan las pérdidas.
Se hace pagar a los
pobres las
excentricidades
irracionales de los
banqueros, y se les
amenaza, en caso de que
se nieguen a pagar, con
empobrecerlos aún más. |
Toda la cadena de funcionamiento del
aparato financiero ha colapsado. No
sólo la banca de inversión, sino los
bancos centrales, los sistemas de
regulación, los bancos comerciales,
las cajas de ahorros, las compañías
de seguros, las agencias de
calificación de riesgos (Standard&Poors,
Moody’s, Fitch) y
hasta las auditorías contables (Deloitte,
Ernst&Young, PwC).
El naufragio no puede sorprender a
nadie. El escándalo de las
“hipotecas basura” era sabido de
todos. Igual que el exceso de
liquidez orientado a la especulación
y la explosión delirante de los
precios de la vivienda. Todo esto ha
sido denunciado -en estas columnas-
desde hace tiempo. Sin que nadie se
inmutase. Porque el crimen
beneficiaba a muchos. Y se siguió
afirmando que la empresa privada y
el mercado lo arreglaban todo.
La administración del presidente
George W. Bush ha tenido que
renegar de ese principio y recurrir,
masivamente, a la intervención del
Estado. Las principales entidades de
crédito inmobiliario, Fannie Mae
y Freddy Mac, han sido
nacionalizadas. También lo ha sido
el American International Group (AIG),
la mayor compañía de seguros del
mundo. Y el secretario del Tesoro,
Henry Paulson (expresidente
de la banca Goldman Sachs…)
ha propuesto un plan de rescate de
las acciones “tóxicas” procedentes
de las “hipotecas basura” (subprime)
por un valor de unos 500 mil
millones de euros, que también
adelantará el Estado, o sea los
contribuyentes.
Prueba del fracaso del sistema,
estas intervenciones del Estado –las
mayores, en volumen, de la historia
económica- demuestran que los
mercados no son capaces de regularse
por sí mismos. Se han autodestruido
por su propia voracidad. Además, se
confirma una ley del cinismo
neoliberal: se privatizan los
beneficios pero se socializan las
pérdidas. Se hace pagar a los pobres
las excentricidades irracionales de
los banqueros, y se les amenaza, en
caso de que se nieguen a pagar, con
empobrecerlos aún más.
Las autoridades estadounidenses
acuden al rescate de los “banksters”
(banquero gangster) a expensas de
los ciudadanos. Hace unos meses, el
presidente Bush se negó a
firmar una ley que ofrecía una
cobertura médica a 9 millones de
niños pobres por un costo de 4 mil
millones de euros. Lo consideró un
gasto inútil. Ahora, para salvar a
los rufianes de Wall Street
nada le parece suficiente.
Socialismo para los ricos, y
capitalismo salvaje para los pobres.
Este desastre ocurre en un momento
de vacío teórico de las izquierdas.
Las cuales no tienen “plan B” para
sacar provecho del descalabro. En
particular las de Europa,
agarrotadas por el choque de la
crisis cuando sería tiempo de
refundación y de audacia.
¿Cuanto durará la crisis? “Veinte
años si tenemos suerte, o menos de
diez si las autoridades actúan con
mano firme”, vaticina el
editorialista neoliberal Martin
Wolf1.
Si existiese una lógica política,
este contexto debería favorecer la
elección del demócrata Barack
Obama (si no es asesinado) a la
Presidencia de Estados Unidos el 4
de noviembre próximo. Es probable
que, como Franklin D. Roosevelt
en 1930, el joven Presidente lance
un nuevo “New Deal” basado en un
neokeynesianismo que confirmará el
retorno del Estado en la esfera
económica. Y aportará por fin mayor
justicia social a los ciudadanos. Se
irá hacia un nuevo Bretton Woods.
La etapa más salvaje e irracional de
la globalización neoliberal habrá
terminado.
Ignacio Ramonet
Le Monde Diplomatique
30 de septiembre de
2008