Jacques Roumain,
nacido en Port aux Prince, Haití,
el 4 de junio de 1907 en una familia
de la gran burguesía local, cursó en
esa ciudad sus primeras letras en el
Colegio San Luis Gonzaga. Completó
luego sus estudios en Suiza y
Francia. Aprendió español
alemán, inglés y profundizó en
francés y créole.
En 1930 publicó un libro de cuentos titulado “La presa y la
sombra”, y luego dos novelas: “La
montaña embrujada” y “Fantoches”,
ambas en 1931. Al morir, en 1944,
dejó inédita la novela “Gobernadores
del rocío”, que se publicaría
póstumamente y alcanzaría resonancia
internacional.
El cubano Nicolás Guillén, también poeta excepcional,
destaca que Roumain, nieto de
un ex presidente, joven, instruido,
de maneras agradables y atrayente
figura, pudo tener el mundo a sus
pies, pero “prefirió tomar partido
por el pueblo haitiano, por el negro
explotado, por el campesino que se
encorva de sol a sol”. En
consecuencia, tanto en sus poesías
como en sus novelas domina la
presencia de la tierra, con el
hombre que vive sobre ella en
conflicto no sólo con la naturaleza
sino también con el régimen social
que lo esclaviza.
En “Gobernadores del rocío”, que tiene por asunto la vida de
los campesinos haitianos, Roumain
alcanza, a juicio de Nicolás
Guillén, el punto más alto en su
concepción de la literatura como un
medio de servicio popular, y en todo
caso de expresión humana, antes que
simple juego o mero pasatiempo.
Guillén
destaca que en un hermoso trabajo
publicado en Cuba, Roumain
explicó su postura como poeta con
estas palabras: “La poesía no es
pura destilación idealista,
encantamiento mágico, ya que refleja
lo que en lenguaje común se llama
una época, esto es, la complejidad
dialéctica de las relaciones
sociales, las contradicciones y los
antagonismos de la estructura
político-económica de una sociedad
en un momento determinado de su
desarrollo”.
El lenguaje de Jacques Roumain abunda en observaciones
gráficas, contundentes. Por ejemplo:
“un servicio se presta a voluntad;
hoy yo trabajo tu campo, tú mañana
el mío, porque ayudarse es la
amistad de los desamparados”.
Todo su texto rebosa en descripciones de la naturaleza: “Un
árbol se ha hecho para vivir en paz,
en color de día y amistad de sol, de
viento, de lluvia. Sus raíces se
hunden en la fermentación espesa de
la tierra, aspiran los jugos
elementales, los jugos
fertilizantes. Parece perdido
siempre en un sueño tranquilo. El
oscuro ascenso de la savia lo hace
germinar en las horas cálidas de la
siesta. Es un ser viviente que
conoce el curso de las nubes y al
que apremian las tormentas, porque
está lleno de vida y de pájaros”.
En las observaciones de la naturaleza Roumain incluye
el dolor de la gente:
“A veces le acontecía decirle a Bienaimé:
-Me pregunto dónde estará Manuel.
Bienaimé
no respondía. Dejaba apagar su pipa.
Se iba por los campos. Más tarde
todavía ella le decía:
-Bienaimé, papá, ¿dónde estará nuestro muchacho?
El respondía rudamente:
-Deja la boca tranquila.
Pero ella sentía piedad de sus manos que temblaban. Vació el
cajón del molino, echó más granos,
volvió a tomar la manija. No era una
gran tarea, pero se sentía agotada,
al extremo de quedar allí, sin
movimientos, abandonando su viejo
cuerpo usado a la muerte que la
confundiría, al fin, con ese polvo,
en una noche eterna y sin memoria.
Se puso a canturrear. Era un gemido, una queja del alma, un
reproche infinito a todos los santos
y a esas divinidades sordas y ciegas
de África que no la habían
escuchado, que se habían apartado de
su dolor y sus tribulaciones.
Pensó en orar y exclamó:
-¡En nombre de los santos de la tierra, en nombre de los
santos de la luna, en nombre de los
santos de las estrellas, en nombre
de los santos de los vientos, en
nombre de los santos de las
tormentas, protege, si lo quieres, a
mi hijo en tierra extranjera, ábrele
un camino sin peligros. Amén.
No oyó volver a Bienaimé. El se sentó cerca suyo. En
la espalda del cerro, se veía un
enrojecimiento empañado. Pero el sol
estaba ausente¸ zozobrado ya tras el
bosque. Pronto sobrevendría la noche
envolviendo en silencio esa tierra
amarga, ahogando en la sombra
apaciguada del sueño a esos hombres
entregados a la adversidad, y
después el alba se levantaría con el
canto enronquecido de los gallos. El
día recomenzaría, semejante al otro,
y sin esperanza”.
Este relato, que fue escrito hace casi 40 años, no sólo
guarda conmovedora vigencia, sino
que nos habla de alguien que
pudiendo tenerlo todo, prefirió
volcar su mirada solidaria hacia los
campesinos sojuzgados e inducidos a
la desesperanza.