MAÑANA, SÁBADO 20, miles de plazas en los cinco continentes
recordarán al mundo las razones de la paz contra la guerra a
un año exacto del inicio de la invasión a Irak, y a 13 meses
del 15 de febrero de 2003, cuando fueron alrededor de 100
millones las personas que desfilaron bajo los colores del
arco iris. Desde Vancouver, donde hablará el lingüista Noam
Chomsky, a Bombay, sede del último Foro Social Mundial, y
desde Ramstein, la mayor base estadounidense fuera de sus
confines, donde hablará el escritor Günter Grass, hasta
Ramallah, en Cisjordania, gritarán una vez más cómo la
respuesta al terrorismo no puede ser la guerra terrorista
angloestadounidense.
Sin embargo en los nueve días que separan el 20 del 11 de
marzo, el movimiento pacifista ha pasado en pocas horas a
través de una grave crisis. Ahora sabemos que fue una crisis
de crecimiento pero que también hubiese podido ser mortal y
arrinconar y aislar al movimiento. Aunque ha quedado claro
que la responsabilidad de los atentados del 11 de marzo fue
de la galaxia de Al Qaeda, no está claro que quien haya
pagado el precio más alto –por ahora- sea el mentiroso José
María Aznar. En pocas horas el ataque al corazón de Europa
ha modificado la percepción del terrorismo, llevándolo de un
riesgo teórico a un riesgo cotidiano. Ya en 1986 el
politólogo alemán Ulrick Beck había definido al terrorismo
de masas como un elemento sistémico de nuestras sociedades.
Sin embargo, ni siquiera el 11 de setiembre, con su
espectacularidad, había mostrado, por lo menos a Europa, lo
que las bombas madrileñas han hecho patente: aquellos
muertos eran de toda Europa, como si hubiese sido golpeada
una escuela en Hamburgo, un hospital en Florencia, un teatro
en Manchester.
Frente a esta realidad se abrían dos posibles reacciones. De
un lado el pacifismo podía –y aún puede- ser interpretado
como una respuesta inadecuada al terrorismo global y abrir
las puertas a un Estado policial supranacional, que es lo
que exige la ideología de la justicia infinita. Pero había
otra respuesta posible, la de exigir una sociedad realmente
abierta, en condición de defenderse con las herramientas de
la democracia. Era un discurso terriblemente frágil frente a
la sangre de Atocha y que muchas veces en la historia ha
sido perdedor. Necesitaba un signo fuerte, importante,
democrático. Tan fuerte como 14,5 millones de papeletas
contra el PP.